José Delfín Val/Zenda

Hace unos días, desempolvando antiguas carpetas, tratando de poner algo de orden en mi biblioteca, di con una en la que había unos cuentos escritos en mis años de bachiller en Salamanca. Al verlos de nuevo, después de tantos años ocultos, el espacio de tiempo que existía entre el momento de escribirlos y el momento de encontrarlos se ha estrechado tanto que recuerdo perfectamente haberlos escrito en la Olivetti portátil de mi padre, en la que hice mis primeras armas. Quizá tuviera ya quince años (yo, la máquina menos). Recuerdo perfectamente haber escrito el texto titulado “Una visita a Unamuno”. Quizá lo hice como consecuencia de las clases de Literatura que en el Instituto Fray Luis de León nos daba don Gabriel Espino, que fue alumno de Unamuno, según nos confesaba a los lebreles que formábamos su alumnado. Así dice aquel texto juvenil.

Se aceleró el silencio cuando traspasé la puerta del cementerio. ¡Mira que es difícil! Pues es verdad, si no fuera por los cuervos. Esa fue la sensación. Los cipreses elevaban al cielo su sombría dignidad, los cuervos chillaban su estridencia destemplada, un sol de justicia caía con estrépito sobre las lápidas y un hilo largo de araña —las llaman “babas del diablo”— ha venido caída de algún ciprés y se ha pegado a mí pecho. No teniendo otra cosa mejor, me la he limpiado con el pañuelo, que ha quedado inutilizable.

Por un camino de tierra voy andando despacio, desparramando la vista por el bosque de cruces. A mi izquierda, bajo unos soportales, están los nichos, que llenan solamente el lado frontal del camposanto. El resto es tapial.

He llegado al nicho donde reposan los restos de don Miguel de Unamuno. Vengo de visita. La pared encalada, iluminada por el sol, desvista. Una lagartija huye asustada al acercarme y se mete por un roto. La inscripción, grabada con letras negras sobre el mármol blanco, nos hace saber que don Miguel fue enterrado en el nicho que ya ocupaba el cadáver de su hija Salomé, muerta tres años antes: “Salomé de Unamuno de Quiroga +Salamanca 12-julio-1933. D.E.P.” Debajo dice: “Miguel de Unamuno y Jugo. *Bilbao-29-septiembre-1864. +Salamanca-31-diciembre-1936”. Debajo de la fecha del fallecimiento se grabaron, parece que a posteriori, estos versos:

“Méteme, Padre Eterno, en tu pecho

misterioso hogar

dormiré allí, pues vengo deshecho

del duro bregar”

El nicho tiene el número 339. A la derecha de esta misma línea está el 349 ocupado por su esposa, Concepción Lizárraga de Unamuno, y el hijo del matrimonio, Pablo. Entre ambos nichos, formando triangulo, en la fila inferior, en el número 344 están enterrados una hermana de don Miguel, María, y los hijos del escritor: Raimundo, Ramón, José, Felisa y María de Unamuno Lizárraga. En tan pequeño espacio, don Miguel está acompañado por nueve miembros de su familia: su esposa, su hermana y siete hijos. La vida los reunió en Salamanca y ahora la muerte los vuelve a reunir sin posibilidad de disfrutar de la vida familiar rediviva. Todos vivieron su vida única y la muerte única los reúne, insensible e infructífera.

Raimundo Unamuno, que encabeza la lista de los seis cuerpos enterrados en el mismo nicho, fue el tercero de los hijos del matrimonio. Don Miguel, padre y poeta, se sinceró con sus lectores cuando escribió, con gran valentía y profundo dolor, unos versos dedicados a este hijo, muerto en 1902. Tituló el poema: “Al niño enfermo”. Este niño al poco de nacer sufrió un ataque de meningitis y desarrolló una hidrocefalia. Don Miguel les pedía a sus otros dos hijos que jugaran cerca de la cuna de Raimundito para que se distrajera. Esta situación, tan hogareña e íntima, le movió a escribir estos versos inspirados por un inocente condenado a muerte:

“Duerme, flor de mi vida,

duerme tranquilo,

que es del dolor el sueño

tu único asilo.

Duerme, mi pobre niño,

goza sin duelo

lo que te da la Muerte

como consuelo.

Como consuelo y prenda

de su cariño,

de que te quiere mucho,

mi pobre niño.

Pronto vendrá con ansia

de recogerte

la que te quiere tanto,

la dulce Muerte.

¡Hay que tener un temple especial para avivar las condiciones de padre y poeta, para escribir estos terribles versos!

Me doy cuenta ahora de que he cometido un error semántico al decir que “los Unamuno” están enterrados… No es cierto, están en nichos. Los cuerpos muertos que se pudren en los nichos no reciben tierra, no están enterrados. Sencillamente son introducidas las cajas sin que la tierra las envuelva.

Los versos de don Miguel son prueba evidente de su creencia en Dios, tan discutida siempre por algunos críticos. ¿Quién más que Unamuno es capaz de escribir en tan pocas palabras un tan hondo poema biográfico?

Estando yo en este estado de ánimo, tocó la campana del cementerio un toque prolongado que quedó retumbando con un poco de eco. Es la señal de que algún nuevo inquilino va a entrar en su última morada.

A don Miguel de Unamuno lo trajeron en su féretro hasta aquí el 31 de diciembre de 1936 un numeroso grupo de falangistas y universitarios. Acompañaban el cortejo catedráticos, estudiantes, periodistas y admiradores salmantinos. Cargaron el féretro desde su casa de la calle Bordadores hasta el cementerio Víctor de la Serna, periodista e hijo de la escritora Concha Espina, y Emilio Díaz Ferrer, alcalde de Alcañiz, que cargaban en la parte posterior; y el tenor Miguel Fleta (que había cantado el «Cara al sol», recién estrenado, en un teatro de Madrid) y el periodista  Antonio de Obregón, que cargaban la parte delantera de la caja. Aunque el camino no era largo, era lento. Y los cuatro fueron relevados por catedráticos y estudiantes y otros falangistas. Les relevaron Mariano Rodríguez de Rivas, delegado nacional de Arte, y los escritores Melchor Fernández Almagro, Carlos Domínguez y algunos falangistas disciplinados sin nombre. Las cintas del féretro las llevaban los catedráticos Nicolás Rodríguez Aniceto, Francisco Maldonado, Isidoro Beato y  Manuel García Blanco, quien después sería el recolector y comentarista de toda la obra unamuniana. Portaban velas los catedráticos Primo Garrido, Leopoldo de Juan, el señor Pérez Villaamil y Cesar Real de la Riva. El duelo lo presidía el rector, don Esteban Madruga, los hijos de Unamuno, Fernando y Rafael, el decano de la facultad de Filosofía y Letras y Andrés Pérez Madrigal. Sobre el féretro se colocó el birrete negro de rector.

Muchos políticos no quisieron asomarse al suceso porque don Miguel había sido crítico con casi todos. Incluso llegaron a pensar en enterrarlo en la intimidad, casi en secreto. Cuando se cerró el nicho, el falangista Gil Ramírez, futuro alcalde de Salamanca, hizo desfilar a cinco escuadras de falangistas y dio el grito de “¡presente!”, que formaba parte del ritual en los entierros de la Falange.

El entierro de Unamuno fue, pues, un episodio con dobleces. Dicho en crudo castellano: ninguna institución, ni docente, ni municipal, ni cultural quería cargar con el muerto. Escribió Víctor de la Serna, testigo presencial, que ni la Universidad ni ningún estamento dio un paso al frente para trasladar el féretro hasta el cementerio. Nadie quería correr con la responsabilidad de llevar al camposanto a quien tan duras críticas había repartido. Dice De la Serna: “Yo esperaba que alguna comisión de las que estaban allí se honrara portando los restos gloriosos. Y no. La verdad es que no, aunque al cabo de los años haya quien crea recordar otra cosa porque así le convenga. Fui yo, personalmente yo, quien se dirigió al hijo de don Miguel y le pidió permiso para llevar el féretro. La mirada de gratitud de aquel muchacho fue profunda. Casi sonrió con una especie de alivio espiritual que trascendía a sus ojos llorosos. (…) En el cementerio introdujo el cadáver una de las comisiones de señores importantes, animados ya…

* * *

He salido del camposanto. Aquí a la izquierda un pastor sentado en una piedra vigila unas cabras. Un poco más adelante, detrás de un árbol con algunas hojas amarillas, se extiende una tierra de labor donde un campesino ara el campo detrás de una mula. A lo lejos, la ciudad eleva al cielo sus erguidas torres. El “alto soto de torres” que dijo don Miguel.

En la actualidad, el cementerio de Salamanca ha sido absorbido por una populosa barriada, y lo que encontramos al entrar y salir de él es un parque con arboleda y bancos, caminos de arena y farolas. El crecimiento urbano y la falta de suelo edificable lo han acercado a la vida de la ciudad. A mí me gustaba más cuando había que llegar a él siguiendo el camino de tierra del Calvario, donde estaba el viejo y modesto campo de fútbol donde jugaba la Unión Deportiva Salamanca, que en paz descanse.

Salamanca, 1955. Revisado, por aburrimiento, en Valladolid, en el primer año de la pandemia.

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