Jesús Lezama

El obligado encierro que se debe agradecer a la pandemia del coronavirus, ha hecho reflexionar la importancia del otro en nuestras vidas. También justifica al reconocimiento individual y colectivo de que el ser humano no sabe quedarse quieto entre cuatro paredes.

Lo que vivimos es, sin duda, uno de los más grandes cambios en la historia de la humanidad. Hay recesión, agobio, incertidumbre, desesperación y pánico por el futuro que se acerca. En las redes sociales se percibe ansiedad por compartir o contestar, atacar o defenderse, interactuar en todo momento con los pocos que conocemos y con la mayoría que ni siquiera sabemos quiénes son. Pero la necesidad de decir: aquí estoy, aún existo, es ineludible. 

Con o sin ello, el miedo y el deseo no se contagian de la pandemia, siguen intactos porque pertenecen a la naturaleza humana, no habrá vacuna que las evite, mucho menos las censure. Por eso, nos seguiremos enfrentando a las historias de la historia, frente a las cuales nos encontramos desprotegidos. 

Ahora conocemos el problema del coronavirus, pero no sabemos cómo resolverlo, tampoco los dirigentes. Ni los médicos, todavía. Y eso nos hace transitar hacia una peligrosa y creciente desconfianza en las instituciones, los gobiernos, las empresas y los medios de comunicación, en un mundo donde la única certeza que atesoramos los humanos es la propia certeza de la incertidumbre. 

En México, todas las mañanas, se escucha a un todólogo (no sabio). Un hombre que no explorará jamás la importancia del otro en nuestras vidas, sino que, regodeándose en humores egocéntricos, únicamente hará valer la importancia de su proyecto, de su ideología. Solo eso. Lo contrario se anula, porque son cosas de los adversarios, de los tergiversadores, de aquellos que no le caen como anillo al dedo. 

Esos “moditos” no han permitido reconocer el trabajo de nuestras familias, o de los que, con riesgo personal y desprendimiento sin límites, trabajan para curarnos o cuidarnos; o de aquellos que solidariamente se han puesto a disposición de los demás, ayudando en lo que sea problema. 

Pero gracias a esa presuntuosa “transformación”, que se quedó en estéril palabra multicitada en palacios y barriadas, la ciudadanía se ha dado cuenta de que no siempre tenemos a los líderes que merecemos, ni tampoco a dirigentes capaces. La gente se ha percatado, quizá con dolor y sonrojo, de que el líder que no sabe comportarse como tal, puede ser insanamente proclive a hacerle al payaso, al merolico, al cínico de rancho o al mesías de cuarta.

La ética -esencialmente un saber para actuar de un modo racional- no se regala: se aprende. A cualquier institución -y el Gobierno es una de ellas, que tiene como finalidad integrar a las personas, a los ciudadanos, en un proyecto común-, se le debe exigir que genere confianza y, además, que actúe con dimensión ética. Es decir, con transparencia sobre sus actos y comportamientos para dar seguridad y confianza a las personas a las que esa institución dirige su actividad. La transparencia es en democracia una obligación ética y estética, nunca una humillación.

Y eso evoca al humanista español Juan José Almagro: “La comunicación, además de transparente, comprometida y veraz, debería reflejar siempre el comportamiento de quien la transmite, y a eso se le llama coherencia. O, como nos enseñó Séneca, ‘di lo que debes y haz siempre lo que dices’. Comunicar –y comunicar bien– supone construir relaciones de confianza y, sobre todo, mantenerlas. Comunicar es la principal responsabilidad del dirigente/líder, es conseguir que todos se involucren y participen en el proyecto común. La comunicación del Gobierno en esta crisis podrá ser bienintencionada y quizás ética, pero nunca estética ni transparente. Las llamadas ruedas de prensa o declaraciones institucionales son pesadas y reiterativas y olvidan que el auténtico líder debe marcar el camino y hacer que los demás le sigan y confíen en lo que hace. ¿Sería tan difícil señalar los problemas, apuntar las soluciones y cultivar la esperanza animando al personal en un tiempo razonable? Naturalmente, dejando que los periodistas pregunten en directo y sin trabas ni cortapisas. Eso es también transparencia.

Ahí la triste realidad. Una situación que demuestra que los dirigentes/políticos demagógicos que pululan en el mundo, se han olvidado de los pilares de la dignidad humana como la salud y la educación, entre otros derechos humanos. 

Necesitamos menos influencers y más referentes. Los lopezobradoristas y su cuarta transformación tendrán premio seguro. Gracias a ellos vamos aprendiendo/descubriendo que el galardón de las buenas obras, como escribió el ilustre Séneca, es haberlas hecho.

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