Por Héctor González Aguilar

El domingo 14 de agosto del año de 1966 ocurrió la fatídica explosión en los depósitos de almacenamiento de la refinería Grandes Proyectos. La ciudad entera se estremeció, el humo se expandía por doquier mientras los hombres luchaban heroicamente contra gigantescas llamaradas. Después de muchos esfuerzos el incendió fue sofocado, lamentablemente fallecieron dos trabajadores.

La ciudad tardó en recuperar su ritmo habitual; no obstante, la vida prosiguió con sus alegrías y sus tristezas. Los hijos de Sarita y Minio crecieron, la madre de éste murió. Tiempo después, Minio tuvo que dejar el taller de pailería obligado por una lesión en la espalda, buscó acomodo en algún departamento que no exigiera tanto trabajo físico; fue así como llegó a un almacén de distribución. 

La lesión también le impidió seguir lanzando en el beisbol, aunque siguió jugando en los jardines o en la primera base, pero sin realizar mayores esfuerzos.

Igual que en otras innumerables ocasiones Minio sacó la pelota de la urna, era una vieja y amarillenta pelota de la marca Búfalo. A la legua se notaba que sus mejores momentos eran cosa del ayer, por sus abundantes raspaduras se evidenciaba que había llevado una agitada vida. 

Y realmente así fue, al principio no se le tuvo ninguna contemplación, la pelota rodó por los llanos o en la tierra pedregosa donde después se construyeron edificios públicos, también en las explanadas asfaltadas de las instalaciones petroleras. Hasta que un buen día Minio hizo caso a lo que sus amigos le decían:

-Viejo, guarda esa pelota, algún día valdrá mucho dinero.

Minio, la guardó, pero no por el dinero sino por lo que representaba.

En algún lugar del cuarto de cachivaches tenía arrumbado su guante, marca Spalding, junto con su viejo bate de madera. Se alejó del diamante, pero jamás dejó de ser aficionado, cada vez que podía se iba al parque Jaime J. Merino a ver a sus Petroleros. 

Sonrió al rememorar que durante los juegos nocturnos debían cortar la luz en varias colonias para que el generador pudiera abastecer el alumbrado del parque deportivo. En ocasiones, mientras se dormían los niños, escuchaba las transmisiones radiofónicas del beisbol de las ciudades de México o Monterrey. 

Recordó con profunda nostalgia los años de verdadera grandeza de sus queridos Petroleros. A finales de los cincuenta continuamente eran campeones de la Liga Invernal Veracruzana y disputaban el título de campeón de campeones con el ganador de la Liga Invernal del Pacífico. Era un título de nivel nacional, los Petroleros eran tan buenos que llegaron a ganarlo y en una ocasión, jugando ya en la Liga Mexicana, el Poza Rica obtuvo el campeonato, allá por el año de 1959.

En realidad, el auge beisbolero fue consecuencia del rápido desarrollo de la ciudad. Las cosas llegaron aparejadas, con la expropiación de 1938 el campo se convirtió en distrito petrolero, las congregaciones aledañas empezaron a unirse a Poza Rica aunque aún dependían del municipio de Coatzintla. 

El progreso era tan rápido que al decenio de 1940 a 1950 se le recuerda como “la década del auge de plazas”. Las nuevas avenidas y las grandes construcciones fueron cambiando la fisonomía de la ciudad. La industria petrolera se afianzaba, en 1940 entró en funciones la refinería, que inició procesando cinco mil barriles diarios de petróleo. El gas también se comercializaba, además de ser utilizado en las lumbreras. 

Como centro de desarrollo económico, Poza Rica se volvió mucho más importante, conurbada con la congregación de Poza de Cuero se planteó la conveniencia de conseguir su autonomía municipal, lo cual sucedió en 1951. La población era de casi cuarenta mil habitantes, el crecimiento no tenía límites. 

Fueron tiempos de bonanza que Minio recordaba con agrado porque los trabajadores petroleros ya tenían un salario digno; y lo principal, la industria era clave en el crecimiento de la economía nacional. La explotación del subsuelo pozarricense se optimizó, se abrieron decenas de pozos y también aumentaron las lumbreras. 

La ciudad se desarrollaba, abundaban las oportunidades de progreso. Poza Rica era el centro neurálgico de una región que encabezaba la producción energética del país.

Un día dejó de funcionar el viejo trenecito de Cobos a Furbero. El tramo de vía que pasaba por la ciudad cedió su lugar a una importante avenida. La modernización era el signo de los nuevos tiempos, la población se extendía ganándole terreno a la llanura, tomaba el aspecto de ciudad cosmopolita, con gente de diversas partes del país. Las enormes lumbreras terminaron, también, por apagarse. 

Un factor importante en el desarrollo de Poza Rica fue la designación de Jaime J. Merino como superintendente, quien llegó con la misión de hacerse cargo de la administración de la zona petrolera. Merino se convirtió en el hombre de mayor influencia en los destinos del municipio y de la misma región. Se le consideró un benefactor, aunque después cobró fama por sus excesos en el poder. Pero a no ser porque el parque de pelota se llamó así, Minio no acostumbraba hablar acerca del señor Merino, él tenía la idea de que el poder es un arma de dos filos, si lo usas bien puedes ayudar a los demás; cualquier otra forma de utilizarlo es nociva para todos.

Y además, si no hubiera sido Merino hubiera sido otro. Un día el superintendente debió irse lejos de Poza Rica para no volver jamás. La ciudad, como era de esperar, siguió adelante.

A finales del año de 1964 Minio guardó la pelota, fue cuando se rompió la marca de jonrones, con cuarenta y seis, en la Liga Mexicana de Beisbol. Unos años después encargaría la construcción de la pequeña urna de cristal. 

Minio y sus amigos cumplieron su ciclo como trabajadores activos y se retiraron, se hicieron viejos. El yacimiento petrolífero no se agotó; con la madurez, Minio se deshizo del temor heredado de su padre. Luego vino un fuerte golpe, el deceso de Sarita, que superó gracias al amor de sus hijos y a la férrea amistad de esos que ahora jugaban en su comedor.

Entendió, al fin, que tanto él como los otros morirían en Poza Rica. La ciudad había tomado su propia dinámica, había encontrado su propia identidad; permanecería, sin importar si el yacimiento se agotara.

Introdujo la pelota en la urna, se levantó de la mecedora y volvió al comedor donde se estaba jugando la última partida. A pesar de que su vuelta ocasionó nuevas bromas, todos le tenían un gran respeto a la pelota que resguardaba la urna. Habían jugado con ella, la habían bateado más de una vez y sabían que no sólo representaba un juego de beisbol. La pelota era el símbolo de que las cosas perduran, de que en las cosas pequeñas está la historia, de que en el detalle está lo que se necesita para no ser olvidado.

Roger la sacó de la urna y se la puso a Minio en la mano al tiempo que gritaba:

-¡Playbol!

La palabra puso en guardia al equipo entero.

Minio sujetó la bola con los dedos índice y medio por un lado, en el extremo opuesto se apoyó con el pulgar. Estaba listo para lanzar una curva a la caja de bateo. Jimmy, el receptor, tomó la pelota y la lanzó a Pepe Luis en tercera base, quien a su vez la envió a Paquirri, en segunda; el Flaco, parador en corto, la recibe y la lanza a Roger, primera base. 

Por último, la pelota regresó a Minio. 

El cuadro estaba listo, pero esta vez no habría juego. Minio limpió con su pañuelo la pelota y la devolvió a la urna, la puso con cuidado en el soporte que estaba sobre una placa negra que decía con letras grabadas: 

Pelota del primer jonrón de Héctor Espino

Parque Jaime J. Merino

Poza Rica, Ver., 18 de abril de 1962

Aquel día los Sultanes de Monterrey habían derrotado a los Petroleros por blanqueada de seis carreras contra cero. El jonrón fue en la cuarta entrada, cuando Espino, en su segundo turno al bate, le dio en la nariz a la pelota, que salió volando por arriba de la valla del jardín izquierdo. 

Minio, que estuvo presente en el juego, tuvo la suerte de recoger la bola y conservarla. Dos años después, Espino, al que después le dirían el “Supermán de Chihuahua”, pegó cuarenta y seis jonrones, imponiendo una marca en la Liga Mexicana de Beisbol. 

Minio llevó la urna y la colocó en el lugar de siempre, luego miró a su esposa en la foto de bodas. Los ojos de Sarita refulgían, ella siempre luchó contra el pesimismo de su esposo:

-Minio, esta ciudad no va a desaparecer, ¿no ves lo bonita que se ha puesto?, ¡la gente no lo va a permitir aunque se cierren los pozos!

Fue como un descubrimiento, cuando las ciudades encuentran su dinámica se alimentan a sí mismas, permanecen. Surgen, resurgen, toman la elegancia que da la madurez, se remozan cada día que pasa, se vuelven más hermosas, alegres y bulliciosas. 

Afuera, en la bóveda de la noche, Poza Rica, aquella estrella difusa se había convertido en un resplandeciente lucero. Las cosas sucedieron según lo predijo su mujer.

-Algún día esta ciudad deberá seguir su camino sin nosotros, cuando faltemos, otros continuarán la obra que un día iniciamos. 

Es cierto, Minio, debemos creer en la perdurabilidad de aquello que amamos.

FIN

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