Por Héctor González Aguilar

Cuento histórico sobre Poza Rica (I)

Con solamente dos fichas por delante, Minio y el Flaco se miraron. Antes de poner su ficha, que podría ser decisiva, Minio buscó los ojos de Pepe Luis, su pareja de juego.

-Lánzala, compadre, es la buena, lánzala.

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-Minio, ¿te acuerdas cuando decías que esta ciudad se convertiría en un pueblo polvoriento antes de que a nosotros nos enterraran? – dijo el Flaco, con la negra intención de sacar de concentración a su oponente.

-¿Y ya nos enterraron?- refunfuñó Minio, viejo zorro, acostumbrado a este tipo de tretas, al tiempo que ponía la ficha que encerraba a los oponentes.

-¡Ándale, papá!

-¡Compadre, ya me ahorcaron la mula!- dijo Paquirri al Flaco, mientras Minio y Pepe Luis chocaban sus manos callosas en el aire.

-¡Los pollos que siguen, los pollos que siguen, pero que traigan plumas!- exclamó Pepe Luis.

-No, compadre, ya me cansé, que jueguen los pollos entre sí. ¡Nomás fíjate que anoten bien, no hagan trampa con los puntos!

-¡Minio, me ofendes!

-Conocerte como te conozco no es ofensa, Paquirri.

Los ganadores se levantaron, su lugar fue ocupado por Jimmy y Roger, los menos viejos del grupo.

-Ni me acordaba de eso- murmuró Minio, tomando el rumbo del baño.

Salió minutos después abrochándose el cinturón, tomó el chaleco que había dejado en el respaldo de la silla y, sin detenerse a ver la partida, enfiló hacia el porche como si necesitara revitalizar sus pulmones con aire nuevo.

-¿Qué pasa, viejo?, no te vayas, quédate aquí para que aprendas los puntos finos del juego.

-¿Y qué me puedes enseñar, Roger?, si yo te enseñé todo lo que sabes.

Salió, empalmó la puerta, aun afuera se escuchaban las carcajadas de sus amigos y las típicas expresiones del juego. Voces cascadas, propias de aquellos que han dicho en todos los tonos todo lo que un hombre debe decir en esta vida.

Sin quererlo, el Flaco le había recordado un viejo temor superado mucho tiempo atrás. Ese pensamiento, que antaño exteriorizaba con frecuencia, era herencia paterna, Minio lo sabía.

Con los años lo fue olvidando; en cambio, la idea de la muerte se volvió un asunto cotidiano conforme los amigos fueron envejeciendo.

-A la Flaca hay que tratarla con cariño, como si fuera de la familia- decía Minio.

-Y hay que reírse ahora, antes de que venga a enseñarnos los dientes y cargue con nosotros- completaba Pepe Luis, que de continuo era azotado por los más molestos achaques. 

Sentado en la mecedora, Minio observaba el horizonte de la ciudad. Los atardeceres de invierno eran una auténtica obra de arte, había menos humedad en el ambiente y el clima era fresco cuando no frío. Los techos de las casas dejaban de reflejar la luz solar, pero acentuaban su color; a la hora del crepúsculo el cielo y las escasas nubes adquirían tonalidades que iban del negro al gris o del azul al rojo. Era un final de escena perfecto justo antes de la oscuridad.

En cuanto bajó el telón de la noche Minio se perdió mirando a la nada. Mucho tiempo atrás, bajo las estrellas, abrazando a Sarita, hacían planes; entonces, el futuro era como la primera estrella, titubeante y difusa, que aparecía en el cielo. Minio externaba sus dudas; en cambio, Sarita tenía fe en el mañana.

-Minio, no tengas miedo, ya verás que esa estrella se va a convertir en un lucero, y lo mismo sucederá con Poza Rica.

Sarita ya no estaba con él, escudriñó las oscuridades tratando de ubicar el sitio en el que ella lo esperaría. 

En ese momento se prendieron los arbotantes del alumbrado. Si los comparaba con los enormes y portentosos mechones de los pozos de antaño, estas lucecitas daban la misma luz que una vela de a cinco centavos. La diferencia era significativa, faroles hay en cualquier ciudad, pero sólo Poza Rica tuvo esas grandiosas lumbreras que producían sombras fantasmales. Lenguas de fuego que lamían el ambiente dando una singular identidad a la población. 

Ajenos a sus cavilaciones, los jugadores discutían adentro; eran los amigos de siempre, petroleros como él, unos del taller de pailería, otros del almacén en el que Minio pasó sus últimos años como trabajador activo. Dignos representantes de las primeras generaciones que impulsaron el desarrollo inicial de la población, que compartieron la misma actividad y que disfrutaban, todavía con la misma pasión, del juego de pelota. 

Eran los compañeros de las añoradas comilonas en el río Cazones, cuando el torrente era limpio; los de las excursiones familiares a la playa; trabajadores jubilados, de piel curtida, que se reunían cada semana para disfrutar su tiempo jugando dominó, rememorando el ayer y riéndose los unos de los otros.

De los seis petroleros reunidos, sólo Minio se había bajado del trenecito en la parada del kilómetro cincuenta y seis, en los inicios de la explotación del sitio llamado Poza Rica. Los demás llegaron después, en la década del cuarenta, cuando la producción aumentaba de manera incesante. El trenecito era propiedad de la compañía El Águila; la línea ferroviaria comunicaba el muelle de Cobos, cerca de la desembocadura del río Tuxpan, con Furbero, que fue un pozo muy rentable en años anteriores. 

Hacia el año de 1932 la compañía determinó la explotación del yacimiento que con anterioridad había descubierto; por lo que, con los trabajadores del vecino campo de Palma Sola se inició la construcción del nuevo campamento de Poza Rica.

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