Cruz Azul lo hizo todo bien. No cabía ningún reproche para ellos. El juego tiene esa condición de injusticia que atormenta a quienes explotan sus posibilidades más allá del límite. Y ellos lo hicieron, aunque no haya alcanzado para ceñirse la corona continental. Enfrente estaba Boca Juniors, el mítico equipo que gana incluso en las noches más aciagas. Y la noche del 28 de junio del 2001 fue una de esas. Nadie imaginó que un club de desconocidos profanarían el orgullo bostero.

Cuando Juan Francisco Palencia encontró el balón en el área de Óscar Córdoba, un silencio frío recorrió toda La Bombonera. La voz ausente de los comentaristas lo decía todo: eso no tenía que estar pasando. El Gatillero empujó la pelota y el gigante de hormigón calló. Cruz Azul había empatado el marcador global (1-1) contra todo pronóstico. Después de caer en la Final de Ida, disputada en el Estadio Azteca de la Ciudad de México, el clima de derrotismo inundó una atmósfera que durante meses se inflamó de pasión y unanimidad: todo el país apoyaba a Cruz Azul en esa Copa Libertadores.

Y se lo ganaron. El camino de La Máquina había empezado un año antes en la Pre Pre-Libertadores, un pentagonal de equipos mexicanos (Atlante, Pumas UNAM, América y Atlas). Después superó la Pre-Libertadores para, finalmente, instalarse en el Grupo 7 junto a Defensor Sporting de Uruguay, Olmedo de Ecuador y el São Caetano brasileño. El equipo de José Luis Trejo firmó una Primera Fase reseñable: pasó como líder de grupo y sólo perdió un partido.

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En Octavos de Final, el cruce los emparejó con Cerro Porteño, uno de los clubes más grandes de Paraguay. En el Estadio la Nueva Olla, Cerro hizo sentir la localía y sacó una ventaja de 2-1. Pero todo cambió a la vuelta: los cementeros ganaron 3-0 de la mano de José Saturnino Cardozo, el mejor delantero del futbol mexicano de la época, cuyo pase pertenecía al Toluca pero llegó “prestado” a Cruz Azul para jugar la Fase Final de esa Libertadores.

El rival de Cuartos de Final fue un gigante con todas las letras: River Plate. Un empate sin goles en el Monumental de Núñez dejó el desenlace para la vuelta. Y ahí todo México estalló. La Máquina cambió de casa: pasó de jugar en el Estadio Azul (35 mil espectadores) al Estadio Azteca (100 mil, en ese entonces). La fiebre ya se había contagiado a todo el país: cada mexicano era fan del Cruz Azul. El duelo ante River lo confirmó.

Ni la constelación de estrellas de los argentinos —Saviola, D’ Alessandro, Astrada, Ortega— bastó para acallar al monstruo de 100 mil cabezas. Cruz Azul ganó 3-0. Doblete de Palencia y otro más de Cardozo. No había jerarquía capaz de atemorizar a los celestes. En la penúltima prueba del certamen, Rosario Central apareció en el camino y su hinchada convirtió la visita al Gigante de Arroyito en un tormento. Aunque Cruz Azul ganó 2-0 en la Ida, los pupilos de Trejo remaron contracorriente en la Vuelta para sellar un empate 3-3. La previa del juego y el partido como tal estuvieron condimentados por la presión de la pasional afición de los Canallas.

Y se llegó el día. Cruz Azul vs. Boca Juniors por la gloria de América. Marcelo Delgado rebajó los ánimos mexicanos en la primera final. Pero en el desquite, Cruz Azul estuvo a la altura en todo momento. Palencia anotó y llevó a las cuerdas al titán porteño. La cumbre se definió desde los once pasos. Galdames, Hernández y Pinheiro fallaron para la visita. Boca Juniors no perdonó y se quedó con la Copa en sus vitrinas. No había nada que reclamarle a Cruz Azul. El futbol es así: se puede perder habiendo hecho todo bien.

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