Juan Manuel González/Zenda
La secuela de Gladiator, quizá la última película en la que el británico Ridley Scott sacude los cimientos de Hollywood y su propia carrera tras Blade Runner y Alien, es a su manera todo un cachete en la mejilla a la industria. Se trata de un espectáculo de ambientación histórica (no cine histórico, recuerden esto para más tarde) que nos retrotrae a tiempos no tan lejanos pero definitivamente pasados en el arte y negocio del taquillazo americano. También una oportunidad más para echarse unas risas a costa de la política moderna, con una superior dosis de «juego de tronos», pero siempre siguiendo unos postulados estéticos, ideológicos y humanistas pertenecientes a Scott, no a una marca registrada o franquicia.
Una vez reivindicado convenientemente el realizador de Napoleón, alabado el prodigioso diseño de producción y ese sentido de la creación de época y ambientes que a Scott parece salirle solo, lo cierto es que Gladiator II no se libra de algunos peros. El guion de David Scarpa se esfuerza en serpentear en torno a media docena de personajes mientras dibuja la conspiración contra los emperadores, dividiendo su atención entre Lucio el gladiador, el general Marco Acacio y el contratista Macrinus, pero le puede cierta tendencia explicativa y televisiva indigna de un espectáculo cinematográfico. Demasiado plano-contraplano, demasiada conversación aclaratoria, sin que los diálogos de Scarpa resulten más esclarecedores que intimistas o poéticos. Son recursos definitivamente indignos de Scott.
Gladiator II no se libra, por tanto, de esa propensión televisiva a rellenar metraje con personajes que se explican a sí mismos, un defecto que Scott combate con ahínco con media decena de prodigiosas escenas de acción y espectáculo (batallas navales, contra monos y rinocerontes) que tampoco son ya exclusivas de un largometraje cinematográfico. La película, en ese sentido, se olvida de superproducciones de clase A con ínfulas dramáticas para abrazar cierto sinsentido de pura serie B, allí donde al fin y al cabo se fabricó el peplum como puro cine de género europeo. Y ahí reside su principal encanto… y uno en el que reside su riesgo.
Un rasgo, el gamberrismo, que Denzel Washington parece comprender perfectamente para, abrazando a Ridley como el hermano del que fue su realizador fetiche, Tony Scott, componer un nuevo personaje a gusto entre la democracia y la tiranía, la amenaza latente y el humor, un nuevo detective Alonzo como el que le dio el Oscar en Training Day, con el que el actor parece reconciliarse con el cine de multitudes. La emotividad de Pedro Pascal y el aire pendenciero y vulgar de Paul Mescal como el nuevo gladiador apenas tienen algo que hacer contra el intérprete de The Equalizer o Tiempos de gloria. Él juega, simplemente, en otra liga.
Gladiator II, por tanto, coquetea con el desastre en una trama dividida en al menos tres partes, adentrándose en el folletín y la sátira política, ocasionalmente chapucera en esos arrebatos conversacionales para hacer avanzar la trama, pero la mano maestra de Scott sabe conducir el show hacia un territorio íntimo y personal. Y ese paisaje interior no es el de Roma, ni el de Lucio, ni siquiera el de Máximo, el símbolo al que aquí todos apelan y manipulan de manera consciente (incluso la propia película lo hace): se trata de la visión descreída, pesimista y no exenta de cierta rabia de Scott, retratista de mundos, pintor de multitudes y ahora caricaturista de una época sin sueños. Porque igual que a Roma le tocó afrontar su decadencia, igual nosotros estamos ya en ella.
La secuela condensa así los sucesos de toda una miniserie en la que el gladiador requiere de la ayuda de otros elementos para derrotar al Imperio. Entre épica y música exótica, Scott tiene tiempo para invocar sus rasgos más hirientes y críticos, los de todo un hater de 87 años capaz de revisar sus propios mitos, como hizo convirtiendo la saga Alien en la saga del androide David (Michael Fassbender) en Prometheus o Alien: Covenant. El destino final de Graco, el personaje del mítico Derek Jacobi y uno de los dos únicos actores que repiten de la primera parte, tienen un naturalismo y mala leche que demuestra la rabia que todavía guarda en su interior.