Miguel Ángel Hernández/Zenda
Clases en la universidad por las mañanas. Taller de narrativa del Club Renacimiento por las tardes. Esta semana apenas logras sacar unos minutos para escribir. Pero, aun así, las dos horas que robas cada día nada más levantarte son provechosas. Te lucen como hacía tiempo.
Ahora escribes rápido. Mucho más de lo que imaginabas. Las dos últimas partes de la novela son ya de bajada. Has encontrado por fin el tono de la protagonista. Después de doscientas páginas, alcanzas el equilibrio que buscabas. Así debería sonar todo lo anterior. Has conseguido afinar el instrumento al final de la canción. Pero más vale tarde que nunca.
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Entre clases y sesiones de escritura, algunas lecturas.
Vladimir, de Leticia Martín (Lumen). Aunque se presenta como una Lolita al revés —la historia de una profesora que mantiene una relación con un alumno joven— (y por eso la lees, porque tu novela también aborda esa relación asimétrica), en realidad el libro va mucho más allá. Lo que de verdad te interesa es el contexto en que todo sucede: un gran apagón en Argentina. Te recuerda a El eternauta —tienes reciente la serie— y también a El año del desierto, de Pedro Mairal, que leíste hace ya tiempo. Una distopía que transcurre fuera de campo, mientras la protagonista sigue atrapada entre el deseo y la culpa. Hay algo físico en las descripciones, una materialidad que casi te permite oler las imágenes. Devoras la novela en dos tardes.
También lees con gusto El corazón habitante, de Daniela Tarazona (Almadía). De nuevo, la prosa te lleva a lo corporal, a las vísceras. Tres historias entrelazadas: una pareja en una caverna, un anatomista del siglo XVII y un astronauta que viaja por el cosmos. El corazón, lo humano, como algo que atraviesa el tiempo y el espacio. Tarazona construye el texto con imágenes tan potentes que, por momentos, parece más una pieza de videoarte que una novela. Te recuerda el modo en que Bill Viola estructuraba sus videoinstalaciones: el montaje de fragmentos que terminan acercándose hasta formar una trama. También te viene a la memoria un cuento de Patricio Pron, «Como una cabeza enloquecida vaciada de su contenido», de La vida interior de las plantas de interior. Por alguna razón —el montaje, los tiempos cruzados, la presencia de los órganos— esa lectura se mezcla ahora con esta. Los libros nunca se leen solos. Siempre traen consigo la memoria de lo que hemos leído, visto o vivido. A veces leer es también un acto de rememoración.
Terminas de leer Fosca, la novela con la que Inma Pelegrín ha ganado el Premio Lumen. El jurado la compara con Intemperie y también a Panza de burro. Hay algo de ellas, pero también mucho más. Una presencia de lo rural —un sur nunca concretado, puede ser Lorca o la comarca Noroeste—, de un tiempo pasado —tampoco precisado, tal vez los cincuenta— y un vocabulario específico que puede llevarnos a esas novelas. También el tono bajo del protagonista, que tiene que resolver un crimen y lidiar con su enfermedad, la condición extraña de no reconocer rostros —precisamente por eso no sabe quién ha asesinado a su ser más querido—.
La semana pasada, cuando hablabas con Sofía Castañón en León sobre el lenguaje y los campos léxicos regionales, ya allí recomendaste Fosca, aunque solo habías leído unas páginas. Ahora la recomendarías aún más, desde el propio título, una palabra preciosa, que suena a italiano, y que se refiere a ese calor húmedo o bochorno que a veces llega con el cielo encapotado e incluso precede a la lluvia.
Has leído esta novela, además, con un placer añadido, el de leer la obra de una persona encantadora. Inma, una poeta reconocida y de gran trayectoria, se apuntó al taller literario del Club Renacimiento hace tres años. Recuerdas el entusiasmo desde la primera clase. También la humildad. Y la elegancia de todos sus escritos. Con esta primera novela ha ganado uno de los premios más prestigiosos. Envió el manuscrito a pecho descubierto. Sin trampa ni cartón. Cuando apareció la noticia en los medios, te alegraste como si fuera algo tuyo. Por ella, pero también por la literatura. Y por el propio sistema, que a veces funciona de modo limpio y transparente. En ocasiones basta con escribir una buena novela.
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Como contraparte, el jueves se falla el premio Planeta. Desde mucho antes que se haga público, en las redes ya se da por sentado que ha ganado Juan del Val. Nadie da crédito, ni se lo explica. A ti, sin embargo, te cuadra perfectamente. Es la tónica habitual del premio. Alguien con presencia mediática, que además escribe. Y si encima forma parte del mismo grupo que concede el premio, mejor. Por eso no te indignas, porque veías venir algo así. Sí te irrita bastante más el paripé del premio.
Está bien que una editorial invierta su dinero en lo que considere oportuno —al fin y al cabo es una empresa privada y el premio no deja de ser una estrategia de venta y de imagen—. Lo perverso es que todo se presente como la gran fiesta de la literatura. Que se publique una lista de finalistas que jamás van a ganar. Que algunos ingenuos acudan a la cena —otros incluso lo exhibirán en su currículum, orgullosos de haber quedado terceros o cuartos—. Y sobre todo, que los medios y los políticos legitimen el espectáculo. Que se confunda todo con buena literatura. Porque, para quien vive fuera del mundo literario, el Planeta significa algo. Si te han dado el Planeta, eres un grandísimo escritor, de los mejores del país. Como si la Guía Michelín concediera una estrella o te dieran el Balón de Oro.
Lo que te irrita, en el fondo, es eso: el engaño, el circo y la confusión de registros. Este año, además, te incomodan las declaraciones del premiado. Su ataque a la “élite intelectual”. Dice que no escribe para ella, sino para el pueblo llano, el que busca mero entretenimiento. No tiene más pretensiones.
No soportas ese discurso populista sobre la literatura. Sobre todo porque una buena novela no se opone al entretenimiento. Una historia compleja, unos personajes memorables, unos diálogos creíbles… pueden ser perfectamente accesibles y emocionantes. Gran literatura. Por otro lado, pensar que “el pueblo” se conforma solo con algo simple, sin densidad ni ambición, es en realidad un pensamiento profundamente elitista.
En cualquier caso, no merece más tiempo. Se sabe lo que es y punto. Aunque, por dentro, no puedes evitar el desencanto. Qué pena que un premio así no premie a escritores buenos. Escritores de verdad. Cuando lo ganó Cercas —aunque no fuese con su mejor novela—, por un momento pensaste: “Vale, esto es ganar espacio”. Pero fue una ilusión. Y las aguas, pronto, volvieron a su cauce. Una pena.
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El domingo por la noche terminas por fin la reescritura de la novela. La revisión de todo lo que escribiste en Art Omi. El segundo borrador. Acabas de madrugada, pero necesitabas llegar al final antes de irte a la cama.
Ahora te faltan solo algunos fragmentos que aún no has escrito, aunque ya los tienes pensados y esbozados. Voces sueltas, imprescindibles para que todo encaje. Serán unas tres mil palabras, pero sin ellas la novela sería otra. Es algo menor, aunque no sabes todavía lo que te costará hacerlo. Tal vez un mes más. Pero en tu cabeza el grueso, el resto, ya está. Sobre todo porque el texto ha dejado de estar lleno de corchetes, notas al pie e indicaciones de autor [«comprobar dónde estudió Asunción y cuándo ganó su beca de investigación»]. Ahora ya es perfectamente legible.
La reescritura ha traído consigo unas quince mil palabras más. Casi ochenta mil en total. La más larga de todas tus novelas —y aún faltan los fragmentos—. Pero necesitabas espesarla. La siguiente fase será la de recorte. Te ocurre casi siempre lo mismo: primero engordan y luego adelgazan. Al contrario que tú, que llevas un tiempo sin parar de engordar. También suele pasarte cuando terminas un proyecto largo. Lo acumulas dentro. Los nervios, las tensiones, la mandíbula apretada, el dolor de espalda. Y los kilos. Sabes que no te liberarás del peso —de lo que está sobre los hombros y también dentro del cuerpo— hasta que entregues la novela.
Somatizas la escritura. Y en cierto modo, piensas, no es algo tan terrible. Quiere decir que la historia crece y te posee, que no es ligera, sino densa, que habita dentro como un largo embarazo. Las historias que no has vivido así y han resbalado sobre tu cuerpo han sido las únicas que no han funcionado.
Para que una novela funcione te tiene que hacer engordar. Esta te ha llevado a los 115. La que más kilos te ha hecho subir. Esperas que, después, encuentres el modo de bajarlos. Ahora, sin embargo, mientras escribes esto, te aprieta hasta la goma del chándal. Te consuelas pensando que esos kilos también forman parte del libro. El peso de la literatura.










