Celso Varela/Zenda

Ana Velasco Molpeceres (Valladolid, 1991) es periodista, escritora y profesora en la Universidad Complutense. Su principal área de investigación es la historia de la moda, a la que ha consagrado varios libros. El último de ellos es Historiones de la moda (geoPlaneta), donde nos muestra el origen y las vicisitudes de un buen número de prendas y accesorios.

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—Lo primero que llama la atención de tu libro es el aumentativo del título: Historiones de la moda. 

—El título no lo he puesto yo. Se lo han puesto en la editorial, porque forma parte de una colección y todos llevan la palabra historiones. El primero es Historiones de la historia, el segundo es Historiones de la geografía, y este, Historiones de la moda, es el tercero o el cuarto. La idea es hacer una historia del mundo con diferentes expertos que tratan las distintas áreas. Si te fijas en el diseño de la cubierta, es como si te hicieras una enciclopedia de las antiguas, como la Salvat, porque cada volumen es de un solo color en tapa dura y solo tiene un circulito con una pequeña imagen para que sepas de qué va. Y les han puesto historiones para que todo el mundo sepa que no son libros de historia convencionales, sino que tienen un tono divulgativo y muy cercano, con curiosidades y anécdotas, y que son fáciles de leer.

—El libro empieza con un prólogo muy poético. Está tan bien escrito que dan ganas de leerlo en voz alta. Dices: «Este libro nace de la certeza de que cada prenda es una historia, y que cada historia tiene el poder de iluminar un rincón de la memoria colectiva. No hay tejido o prenda inocente: cada manto, vestido o zapato ha sido testigo de batallas y celebraciones, de besos robados y de huidas desesperadas. La tela envuelve, protege, pero también delata. Dice de dónde venimos, quiénes somos, qué anhelamos, qué tenemos e incluso qué tememos. A veces es bandera; otras, escudo y, en no pocas ocasiones, herida».

—Es verdad. No solemos pensar en lo que es la ropa colectivamente porque lo damos muy por sentado. El otro día hablaban en la radio de la ciudad, y un entrevistado decía que no somos conscientes del mundo en el que vivimos, porque una de las cosas que más ha cambiado la historia de la humanidad es el ascensor, que ha transformado completamente las ciudades. Antes la ciudad era algo vertical. Todo el mundo estaba en las mismas zonas porque en el piso principal vivían los ricos y, a medida que iban subiendo los pisos, iban viviendo los pobres, pero con el ascensor y con el coche hemos hecho guetos urbanos para ricos y, fuera de ellos, unos barrios obreros. Y pienso que con la moda ocurre algo muy parecido. Como todos nosotros participamos del fenómeno, no somos conscientes de que la ropa dice mucho a nivel social y también a nivel individual, porque cuando abres el armario no solo ves las prendas o las tendencias, sino que piensas: “Esto me lo puse en tal ocasión, con esto fui a tal sitio”. Es como un armario de recuerdos, una biblioteca pero de ropa. Todos en el armario tenemos historiones de nuestra propia vida en las que somos protagonistas y están siempre asociadas a la ropa que llevamos, porque no te vistes igual para según qué ocasión y, cuando la gente tiene depresión, una de las primeras cosas que hace es que no se ducha ni se arregla. Antes la ropa era muy preciada y era de las pocas cosas que tenía la gente y que dejaba en sus testamentos. Piensa en el ajuar, que era todo un hito en la vida de una chica, o en la canastilla de bautizar o en el traje de novia. Eran cosas muy especiales y la gente les daba mucha importancia, pero hoy, como la ropa es barata y tenemos mucha, no somos conscientes de que es una de las cosas más importantes de la humanidad.

—En este libro cuentas la historia de muchas prendas y muchas curiosidades relacionadas con ellas. Al leerte me he enterado, por ejemplo, de por qué el forro de la bomber es naranja. 

—La moda es una historia inagotable y hay muchas cosas que vienen de un episodio en particular. Las cazadoras cortas se desarrollan para la aviación, porque los abrigos que se llevaban en el siglo XIX tenían faldones y, cuando la gente montaba a caballo, ponía un faldón al lado de cada pierna. Pero en la cabina del avión, la ropa abulta mucho, así que cortan las chaquetas. Además, a partir del 45 y luego con Vietnam, la guerra se desarrolla en zonas boscosas de Asia y los pilotos tienen que ir de camuflaje. La bomber es verde caqui, que es el color que se va a poner de moda para el camuflaje a partir del siglo XX, porque antes los ejércitos iban de colores vistosos. Así que los pilotos van a llevar esas prendas por si tienen que evacuar el avión y se quedan en la selva, pero si vas de camuflaje nadie te puede rescatar. Entonces le ponen a la bomber el forro de color naranja para que brille también en la oscuridad si se ilumina con una luz y los puedan rescatar desde el aire. Solo tienen que darle la vuelta a la cazadora y es como meter un fluorescente en la selva. Esa es la historia de la bomber, que luego se va generalizando en los años 60 y 70 en moteros, que también necesitan prendas cortas, y en el mundo del punk y de los neonazis, que se reapropian de todo este discurso militar, pero en extremos opuestos. También se pone muy de moda a partir de los 90, sobre todo en Berlín, en el contexto de la Guerra Fría y de la caída del muro de Berlín, y se va a difundir mucho. Y ahora, si vas a cualquier tienda de niños, tienen esas bomber pequeñas con el forro naranja, que son muy graciosas porque están vistiendo a los niños de soldado en Vietnam y nadie tiene ni idea, pero así es la moda.

—Precisamente, a lo largo de todo el libro se ve la importancia que la guerra ha tenido en el desarrollo de la moda. Cuando hablas, por ejemplo, de la gabardina, dices: «La guerra las hizo útiles, la paz las hizo populares». También hablas de cómo el reloj de pulsera fue popularizado por los aviadores. Son solo algunos ejemplos, pero hay muchos más en el libro.

—Podría parecer que la Primera Guerra Mundial tuvo más influencia en la forma de vestir que tenemos en la actualidad porque es el fin del corsé, luego va a llegar el pelo corto para las mujeres, y también las faldas más cortas, pero realmente la Segunda Guerra Mundial es el origen de la moda que nosotros vestimos. De aquella época de racionamiento viene la ropa que se hace hoy, con muy poca tela, sin forros, con tallas unisex y con un corte que permite hacerla más estandarizada y en serie. La generalización del prêt-à-porter también viene de esa época y de la moda estadounidense. Antes la gente iba a la modista y tenía por lo menos tres pruebas. Todo eso desaparece con la Segunda Guerra Mundial y ahora vas a una tienda, te compras una chaqueta y, si te queda un poco justa o grande, te aguantas. Hemos aceptado esa realidad. Y no hablemos de la cantidad de prendas que vienen de esa época y de antes, porque todo lo que compra el ejército va a tener luego que venderse después de la guerra más barato, o la gente se ha acostumbrado a llevarlo en la guerra y entonces lo lleva también en la paz: la camiseta de tirantes, las parkas, los vaqueros, las gabardinas, las gafas de sol, que usan los pilotos porque el brillo les ciega, las famosas Rayban Aviador… Las botas también se extienden a partir de la Segunda Guerra Mundial y no son mejores para los pies que el zapato abierto. De hecho, mucha gente murió en las guerras mundiales por heridas infectadas de los pies con el sudor de las botas. Hay un montón de accesorios, de modas y de usos que tienen que ver con la Segunda Guerra Mundial, como el fin del sombrero, las modas mestizas o la cultura de la juventud. No somos conscientes, pero vivimos en la posguerra 

—La guerra también tuvo consecuencias en uno de mis zapatos favoritos: las merceditas. Dices: «El declive de las merceditas como calzado adulto llegó con la Segunda Guerra Mundial. El racionamiento de cuero y los cambios en la moda llevaron a que las mujeres prefirieran zapatos que enseñaran más piel, como sandalias o peep toes, desplazando a las merceditas al terreno infantil y escolar». ¿Es una impresión mía o hay ahora un resurgir de las merceditas? 

—Hay un resurgir. La historia de la moda es cíclica y retoma una y otra vez las mismas cosas. Además, la moda adulta bebe de la moda infantil. Esto es completamente contrario a lo que pasaba antes, porque los niños vestían de adultos en miniatura. Pero a finales del siglo XVIII, se dieron cuenta de que los niños vestían más cómodos que los adultos, porque las circunstancias de la infancia obligan a que la ropa no sea tan ajustada. No se pone un corsé a las niñas. Entonces, las mujeres adoptan una cosa que se llama “el vaquero”, que es un vestido de corte imperio, porque las niñas no tienen ni cintura ni pecho. Es como un saco que no tiene formas, a diferencia de la ropa de mujer. La indumentaria infantil va a ser la que marque la moda porque los tejidos y el diseño son más confortables. Eso nos pasa también a nosotros hoy con la influencia de la ropa deportiva y de las culturas afroamericanas, sobre todo estadounidenses, pero no solo, porque nosotros también vivimos mucho en el mestizaje. También hoy una de las grandes influencias para la ropa actual es la forma en que se hace la ropa para los niños. Piensa en los zapatos de cremallera en vez de cordones, o en el velcro. Todas estas innovaciones tienden un poco también a hacer más andrógina a la población. Aunque sigue habiendo ropa muy de hombre o de mujer, la mayor parte de la indumentaria que llevamos ya es casi unisex, y eso tiene que ver también con la ropa infantil y con la ropa deportiva, que están muy poco sexualizadas, y tiene que ver con la igualdad contemporánea. Igual que, a finales del siglo XVIII, la igualdad de las prenacientes revoluciones liberales se explica con la ropa originaria de los niños, la democratización paulatina de nuestra sociedad y también la idea de que los hombres y las mujeres pueden ser amigos, o que pueden trabajar y convivir en el espacio público, explica por qué interesa tanto la moda infantil, y la reconversión de prendas como las merceditas creo que funciona por esa psicología del consumo.

—Hay prendas que han quedado irremisiblemente asociadas en el imaginario a personas reales o a personajes de ficción. Un caso clarísimo, que mencionas en el libro, es el macferlán de Sherlock Holmes.

—Fíjate en que estas prendas que nosotros hoy vemos tan de caballero británico, en la época no se veían así. De hecho, hay una palabra, que es el mac, que también es como se conoce a la prenda, que se usaba luego para el maquereau, para el chulo de prostitutas, para esta idea de persona que vende drogas y de tratos oscuros, porque la idea de que un caballero estuviera por la noche en una calle en la que llovía estaba mal vista (risas). Los caballeros británicos no llevaban paraguas. Era un invento para las señoras, porque venía de las sombrillas de sol, y las enceraban y entonces servían también para la lluvia. Lo usaron primero las mujeres, pero estaba mal visto que los hombres llevasen paraguas, y también que llevasen macferlán. Luego con el avance del siglo XIX y del XX, y la pérdida del ayuda de cámara, del cochero y demás, todos nos hemos hecho más independientes, pero estaba mal visto. ¿Quién contribuyó a poner de moda el macferlán? Pues Sherlock Holmes, que es un caballero que investiga crímenes y eso justifica que tenga que estar en la calle a horas intempestivas y sin criado. Y como fue inmensamente popular, esa prenda se vinculó al caballero británico, cuando curiosamente había nacido para cocheros, para gente que estaba en las estaciones de tren y tenía que estar a la intemperie. Pero ahora ya está muy en desuso.

—También se ve en tu libro la importancia que el cine ha tenido para la popularización de muchas prendas. Hablas, por ejemplo, del bikini y citas el de Ursula Andress en Dr. No y también el bikini de piel de Raquel Welch en Hace un millón de años.

—El cine tiene mucha influencia, mucha más de la que podemos pensar. Y también sabemos muy poco, y yo la primera, sobre la etapa del cine mudo, más allá de tres o cuatro películas que hemos visto. Piensa que hasta 1927 el cine es prácticamente mudo, y tiene una gran influencia en la forma de maquillarse las mujeres, en la forma de hablar con los hombres, en las cosas que se hacen y se ven en el cine y que no estaban bien vistas antes, como los besos o dar un paseo. Todas esas expresiones van a venir del cine y es algo muy importante. Sabes que la historia del cine se puede dividir entre el cine sonoro y el cine mudo, pero también se puede dividir entre el antes y el después del código Hays de 1934. Nosotros estamos acostumbrados a ver todo el cine de después de 1934 y sonoro, pero el cine de antes del código es brutal.

—Este verano vi una película de antes del código Hays y me quedé impresionado.

—Es todo sexo, depravación, unas mujeres glamurosísimas, pero a las que no se juzga moralmente. A la gente que vio el cine en los años 20 le marcó muchísimo. Ahora nosotros somos muy poco inocentes y estamos acostumbrados al lenguaje audiovisual, pero en aquella época se vivía de forma diferente. Ya sabes la anécdota de Rodolfo Valentino, que causa suicidios cuando muere porque hay mujeres que ya no pueden concebir la existencia sin este astro de la pantalla. No nos podemos imaginar la influencia que tenían las estrellas y el cine de Hollywood. Se ve mucho en la historia de la moda, porque lo que llevamos hoy viene directamente de los años de después de la Primera Guerra Mundial realmente, y sobre todo de los años 30, 40 y 50, que van a codificar nuestro armario. Y esta influencia se da en las mujeres, pero también en los hombres. Luego hay una época en que los hombres son más guapos oficiales, pero antes marcaron mucho la forma de hablar porque, aunque sean caballeros en el cine, casi todos eran pobres. En versión doblada se nota menos, pero Gary Cooper, por ejemplo, no sabe articular el inglés. Habla un inglés de rural absoluto, y todo eso condicionó la forma de hablar y de comportarse de la gente, que se hizo mucho más democrática, más popular, a través de esa supuesta ficción del cine. O los mafiosos, que imitaban a los mafiosos de las películas, que dieron una idea de glamur de la mafia, cuando la mafia no era eso en absoluto. Eran cuatro matados que se dedicaban a negocios ilegales y eran crueles y salvajes, unos patanes. Y las películas les dan un baño de glamur que hace que los mafiosos acaben hablando como El padrino y vistiendo de traje. El cine tiene una influencia brutal.

—Otra prenda que el cine ha contribuido a difundir mundialmente es el qipao chino, que luce Maggie Cheung, en más de veinte modelos distintos, en la maravillosa In the mood for love. Esta es una de mis prendas femeninas favoritas y me sorprende que no tenga más éxito en Occidente. 

—A mí también me sorprende porque es muy bonito y favorecedor. Los occidentales, cuando pensamos en Asia, tenemos la idea de Japón, pero creo que la ropa japonesa es demasiado rara.

—A mí el kimono no me gusta nada.

—Es curioso porque esta ropa ha influido mucho en diseñadores de la segunda mitad del siglo XX. Muchísima ropa de Balenciaga es japonesa. Son como kimonos. Ya sabes que no estoy tan a favor de Balenciaga como mucha gente, porque me parece que la ropa no es especialmente favorecedora. A Balenciaga le interesa la ropa, no que te quede bien, y toda su ropa es un diseño arquitectónico, es como meterte en un edificio, y eso no suele ser favorecedor porque la ropa tiene que ir a favor del cuerpo, no en contra. Y la indumentaria japonesa construye un cuerpo totalmente alternativo. Es como meterse en una armadura, que es lo que es el kimono. Eso pasaba también, por ejemplo, en la indumentaria española. Toda la ropa de España del siglo XVI y del siglo XVII de los Austrias es gente metida en una máquina. En las mujeres se ve mucho, con esos escotes duros, que llevan un cartón, con los que no se les ve ni el pecho. Van metidas en una armadura. Y en los hombres se ve también muchísimo. Si ves los retratos de Felipe II o de Carlos V, esos jubones armados son incomodísimos.

—Pero el kimono no es tan armado, ¿no?

—Tiene una separación del cuerpo muy grande. Si ves cómo está construido, es ropa que trabaja en contra del cuerpo por la idea del diseño que tenían, porque para Japón el pecho de la mujer no era erótico. Dicho así suena un poco raro, pero los japoneses descubren que las tetas son sensuales cuando llegan los occidentales. Antes de finales del siglo XIX y principios del siglo XX, incluso en los grabados eróticos, las mujeres nunca enseñan el pecho o lo llevan cubierto porque no lo consideran especialmente sensual y lo que se les ve es la nuca. Y el kimono, por delante, es una cosa lisa en la que no se ve especialmente ni la cintura ni las curvas del pecho, porque lo que les gusta es la espalda y la nuca. Y eso da esos peinados raros que llevan las japonesas con el kimono. Luego está la cara con ese maquillaje que no tiene expresión. Todas las geishas son iguales. Ya sé que los occidentales vemos iguales a las otras razas, pero es que no tienen expresión. En Occidente, el amor se basa en la personalización. Tú estás enamorado de un individuo. En Japón, en cambio, están enamorados de una idea de perfección, y eso es lo que transmite el kimono. Y esa idea de una ropa que se construye contra el cuerpo es la que ha impregnado la moda a partir de los años 60 de los grandes diseñadores, porque son ropas deconstruidas. Están los Seis de Amberes, que son diseñadores conceptuales como Dries van Noten, o John Galliano, al que le interesan muchas las geishas. Es ropa rara, con cortes extraños, muy exigente, muy rígida. Y luego diseñadores de vanguardia japonesa, como Rei Kawakubo, que te saca la ropa de Comme des Garçons. No se puede ir elegante o sexy de Comme des Garçons, porque vas metido en cajas de zapatos. También están los zapatos de Martin Margiela, que son los tabi japoneses, que tienen dos puntas. Es ropa que va contra el cuerpo, y eso es muy de la concepción japonesa. En cambio, la versión china de la ropa es más occidental, pero es que realmente el qipao no era una indumentaria tradicional china, sino que es algo medio occidentalizado. Y por eso creo que en China sí que se usa mucho, pero nosotros no lo identificamos tampoco como chino porque lo hemos visto en el cine o porque es una construcción orientalista, y nos gusta más lo que es más raro. Porque, al final, el qipao es como el vestido occidental. Tiene ese corte en el cuello y los estampados, pero no deja de ser un vestido de noche. Y como la gente ya no lleva vestidos de noche, no ha podido triunfar.

—En ocasiones, el cine también ha contribuido a crear un imaginario anacrónico en lo relativo a la indumentaria. Un ejemplo que mencionas en el libro es el kilt escocés de la película Braveheart, que no es de esa época.

—No tiene nada que ver. Pero el cine no ha hecho eso solo con la ropa de otros países, sino que ha contribuido a crear una imagen distorsionada de una época que es precisamente estadounidense. Porque el cine estadounidense puede no saber nada de la historia británica. Todos nosotros identificamos el kilt con Escocia y puedo entender el proceso mental por el que alguien dice: “Vamos a hacer una película de escoceses del siglo XIII y les vamos a poner kilt”. ¿Pero y la conquista del Oeste? Es que Estados Unidos cuenta su propia historia a través del cine y se la inventa. La gente no vestía así en esa época. Y del siglo XIII no hay fotos, pero de 1870 sí que hay. La historia de Estados Unidos está perdida para siempre, y el responsable es el cine. Para empezar, el pantalón vaquero, que todos identificamos con los vaqueros, no era la ropa de los que llevaban vacas y de la gente que estaba en la conquista del Oeste. Llevaban pantalones normalmente de pana o de ese estilo. Y luego están las chaquetas de flecos y toda esa indumentaria un poco india, que la llevaba Búfalo Bill, que se la inventa para sus espectáculos y se pone de moda y se retrata en el cine, porque Búfalo Bill era famosísimo. El teatro de variedades y el circo eran espectáculos que recorrían Europa y Estados Unidos y que causaban sensación. Y Búfalo Bill acoge en su espectáculo a indios que hacen números con caballos, y adopta un poco la indumentaria de los indios, con los mocasines silenciosos, los pantalones de piel de ante y las camisas sueltas con las plumas y los flecos. Pero eso es indumentaria de algunas tribus de los indios de Estados Unidos, ni siquiera de todas. Y todo eso nosotros lo identificamos con el lejano Oeste, pero no vestían así. 

—Hablas de la camiseta y dices: «Giorgio Armani las hizo elegantes y la serie de televisión Miami Vice las combinó con americanas de colores, eliminando la corbata del armario del hombre moderno». Lo de llevar americana con camiseta, que es algo que vemos ahora constantemente, ¿qué te parece? 

—¿A ti qué te parece? 

—Una aberración. 

—(Risas) A ver, a mí no me gusta, porque no me parece que el efecto sea el mejor, pero no estoy tan en contra, porque yo siempre soy más flexible que tú en esto. También depende de la americana, porque el estilo de las americanas de Miami Vice me parece criminal. Esos colores pastel, que es todo una horterada, esas camisetas superajustadas de gente que hace aerobic con esas americanas gigantes, que algunas también eran como de manga corta, esos pelos con reflejos rubios de los años 80, todo eso no tiene perdón de Dios. Pero la versión un poco más sofisticada de Armani, de una americana con una camiseta blanca o azul marino sencilla, de algodón, puedo pasarla. No estoy tan en contra, incluso estoy a favor. No es mi ropa soñada, pero sí que entiendo por qué se ha generalizado y sí que me parece elegante, aunque la camisa es mejor. A los hombres, además, la camisa os favorece mucho más, porque la propia construcción de la prenda hace que parezcas delgado, y en cambio la camiseta siempre te marca barriga. Tienes que estar muy bien para llevar una camiseta. Lo que pasa es que nos hemos acostumbrado a ver aberraciones estéticas por la calle y convivimos con eso con total tranquilidad.

—Hablas también de la moda como ruptura social, como símbolo de un nuevo tiempo, y una de las prendas más características de esa ruptura es la minifalda, de la que dices: «El escándalo ha durado más de sesenta años y se ha concentrado entre diez y cuarenta centímetros por encima de la rodilla. Las zonas afectadas son las piernas, las opiniones, las instituciones, las familias y los imaginarios».

—La ropa es revolucionaria porque ha hecho más por cambiar la forma de pensar y de vivir de la gente que todas las revoluciones políticas. Todas las dictaduras y los totalitarismos del siglo XX han caído por la indumentaria. En los años 80, en la URSS, te das cuenta de que la guerra estaba perdida porque la gente quería vestir como los occidentales y todo el mundo se mataba por unos pantalones vaqueros. Ahí ya sabes que el comunismo ha caído. Que gente que ha vivido siempre en el comunismo, que lleva ochenta años de dictadura y que no ha tenido otra alternativa, siga soñando con vestirse como los occidentales, que son gente que está todo el tiempo señalada como decadente y echada a perder, te da la pauta de que esto es insostenible. Y con la minifalda, que el franquismo la tolerase, y también el bikini, te dice más de la sociedad española que el que Franco siguiera haciendo discursos de la conspiración judeo-masónica y que la gente fuera a manifestaciones a la Plaza de Oriente a celebrar que mataran a los condenados a pena de muerte, que duraron hasta el último minuto.

—Es curioso también cómo las prendas se van resignificando ideológicamente, porque la URSS y los regímenes comunistas asociaban los vaqueros al imperialismo y a la decadencia occidental, pero realmente habían nacido como prenda de obrero.

—Sí, como ropa de trabajador e incluso de minoría un poco represaliada, porque los vaqueros fundamentalmente los llevaban los que construían el ferrocarril, los matados que iban a California a buscar oro cuando no había Estado, cuando eso era tierra sin más, y los presidiarios, así que se podría haber visto como la ropa de la igualdad. De hecho, a principios del siglo XX, hay un montón de revolucionarios artísticos de las vanguardias que piensan que el mono va a ser la prenda universal. Eso sí que lo adopta la Unión Soviética en su iconografía, pero lo del vaquero no. Se ve como el símbolo de Estados Unidos y del consumismo y de la modernidad, también por todos estos anuncios del vaquero que fuma en los años 50, o por las películas de Marlon Brando, o por Elvis Presley. Se entiende que se resignifiquen las prendas, pero también se pueden volver a resignificar.

—Dices de los vaqueros que son «la prenda más importante de la contemporaneidad». ¿No te cansa un poco la omnipresencia del vaquero?

—Se lo preguntas a una persona que no lleva vaqueros casi nunca, pero es que son muy importantes. Yo diría que más que la minifalda, porque la minifalda es ropa de mujer, es una falda corta y muy sexualizada, pero los vaqueros no. De hecho, los vaqueros son una prenda incómoda porque están pensados para el trabajo y son muy duros, aunque ahora son más cómodos porque se mezclan con tejidos sintéticos, y tampoco son especialmente favorecedores. ¿Por qué son tan importantes entonces? Porque son pantalones. Y a las mujeres les ha estado prohibido, toda la historia de la humanidad, acceder a la prenda bifurcada, que es lo que es un pantalón. Pienso que el que las mujeres lleven pantalones es más importante socialmente que el que enseñen su cuerpo, porque enseñar tu cuerpo no deja de ser parte de la retórica de la mujer, que es atraer al hombre o ser bonita, y la minifalda forma parte de ese lenguaje, pero los pantalones vaqueros no. Forman parte de una indumentaria de trabajo, de una sociedad democrática, igualitaria.

—Hablas también de prendas antiguas como la toga, y dices: «Durante el siglo I antes de Cristo, con figuras como Cicerón, Catón el Joven o Julio César, la toga se convirtió en un símbolo político de primer orden. Su porte, sus pliegues, su color eran observados y comentados. Tácito relata cómo ciertos senadores usaban su toga de forma deliberadamente descuidada o exagerada para proyectar determinada imagen: austeridad, autoridad, cercanía con el pueblo o fastuosidad». Hoy también vemos cómo los políticos usan deliberadamente la ropa para lanzar un mensaje. 

—Sí. Últimamente ha habido muchas polémicas con la indumentaria de los políticos: con lo que se dice de la entrada en prisión de Sarkozy, con Carla Bruni, o lo de Yolanda Díaz en el teatro, o ese político francés de izquierdas que se quita el reloj antes de hablar con el periodista. Siempre hay polémicas. Piensa que incluso la palabra candidato viene de que llevaban una toga cándida, que era una toga que se blanqueaba con tiza para que fuese especialmente reluciente. La idea era que la toga blanca reflejaba tu moralidad como individuo. La relación entre la moda y la política es muy poderosa porque entran en juego conceptos de psicología, como el efecto halo. Tú confías más en el médico si lleva una bata blanca que si le ves con una camiseta de tirantes y los brazos llenos de tatuajes. ¿Por qué? Pues no tiene una explicación, pero de hecho confías más. Los profesores de primaria se ponen bata para dar clase porque automáticamente te da una autoridad. Los policías llevan uniforme porque con uniforme eres especial, y sin uniforme eres uno más. No somos conscientes de todo ese lenguaje. Los políticos son muy conscientes por la importancia de la comunicación política, que realmente es márketing político. Vivimos en la teletienda. La imagen de los políticos es fundamental, sobre todo desde Kennedy y la televisión.

—Hablas de la chistera de Lincoln y dices: «Para Lincoln, la chistera no era solo un complemento: era un trono portátil, un pedestal desde donde dirigía una nación desgarrada por la guerra civil». ¿Cómo hemos pasado de la chistera de Lincoln a la gorra con eslogan de Trump?

—Por los cambios de la sociedad. Nosotros vivimos en una sociedad muchísimo más igualitaria que en el siglo XIX. En esa época, la sociedad se dividía, en el caso de los hombres, entre los caballeros, que usaban chistera, que te hace más alto y te pone por encima, y los obreros, que usaban una gorra plana de lana o de tela, porque por la cabeza se pierde mucho calor. ¿Qué pasa a lo largo del siglo XX? Que la sociedad se va igualando más. Hay diferencias económicas, pero las diversiones, como ir a cafés o a las tiendas o de viaje, se van abaratando y empiezan a ser para todo el mundo. También la moda se generaliza con el cine, de forma que todo el mundo puede participar de los mismos fenómenos. La gorra se generaliza también para las clases altas porque el sombrero de chistera es muy incómodo. Cuando vas en una moto, porque se ponen de moda las motos y la velocidad, ¿dónde dejas la chistera? Tienes que adoptar usos que llevan las clases populares porque esa ropa tiene más sentido que la indumentaria tan aparatosa de las clases altas, que está pensada para que se sepa que eres clase alta. En un mundo en el que el dinero es confort y no tanto exhibición de que eres privilegiado, porque ya todo el mundo trabaja y tiene las mismas diversiones, la gorra se tiene que generalizar. Además, en el mundo del deporte, los jugadores usan gorras para que no les dé el reflejo y para tener sombra, porque están mucho tiempo en el campo, y como los deportes van a ser la diversión masculina del siglo XX, los hombres de clase alta también llevan gorra. Y luego, como las masas irrumpen en la historia, como diría Ortega y Gasset, y lo que tiene más peso es la masa borreguil, pues las ropas populares se ponen de moda, porque es lo que se ve en la calle y lo que la gente quiere llevar para ser uno más del grupo.

—Pero lo de ser presidente de Estados Unidos y llevar gorra y corbata, yo no lo veo.

—¿Tú crees que no?

—¿A ti te parece bien que Trump lleve gorra y corbata?

—Entiendo de dónde sale. La corbata es porque Trump se presenta a sí mismo como un hombre de negocios exitoso, y el éxito está asociado a llevar traje porque eres white collar. Pero él está haciendo una performance política para que las masas lo voten. ¿Y qué llevan las masas? Gorra deportiva. Pues él se pone traje con gorra deportiva. Y eso la gente lo entiende porque está hablando de una iconografía que es comprensible: “Es un hombre exitoso, pero es como yo. Yo podría ser este hombre si fuera millonario”.

—¿Pero visualmente te gusta?

—Es que tengo una relación compleja con las gorras. No me gustan mucho. Pero no estoy tan en contra. Yo me pongo gorras porque el sol es muy malo y estoy a favor de protegernos la cara. Es que yo estoy muy a favor de todo en general. Soy una persona muy flexible. Aquí digo cosas que seguro que luego parecen clasistas, pero en realidad estoy muy a favor de vivir en 2025 (risas).

—Entonces la gorra con corbata te parece bien.

—A ver, me parece una aberración, pero la acepto y la interiorizo, y la justifico incluso. Y me la podría poner (risas).

—Hablas de la bata de estar en casa, cuya primera versión se conocía como banyan y señalas que «aparece en Europa en torno a mediados del siglo XVII, en un momento en que el comercio con Asia está transformando profundamente las costumbres de las élites occidentales». Y dices también: «Durante los siglos XVII y XVIII, el banyan se consolidó como una prenda masculina de interior, pensada para estar en casa con dignidad y estilo. […] Al tratarse de una prenda costosa, su uso también funcionaba como una forma de ostentación íntima: se recibía a los amigos cercanos, a la familia, a los criados con la bata puesta, como un gesto de distinción dentro de la esfera privada. Era informalidad, sí, pero no abandono». ¿Vivimos hoy en el abandono, no solo en la esfera privada, sino también en la pública?

—Sí, vivimos en el abandono, estético al menos. Somos una sociedad maleducada y se nota en el vestir. La comodidad en la indumentaria no tiene que ser falta de cuidado o falta de respeto por la gente, como esos que se quitan los zapatos en el tren. Y la gente dice: “Pero da igual, porque puedes llevar sandalias y los pies son los mismos”. Sí, pero no. Ese “sí, pero no” es lo que no entendemos como sociedad. Además, vivimos en un pánico absoluto a que alguien nos señale como clasista, o como antipopular o antidemocrático, no sé ni cómo definirlo. Vivimos con un miedo de no ser suficientemente masa, y al final lo que tienes son borregos. Confundimos las cosas. Confundimos el ir a la piscina o a la playa con un traje de baño con la desnudez sexual. Vemos trajes de baño que no cubren nada. ¿Por qué? Porque está pensado para el morbo más bajo. La gente viste hoy de estrella del porno. La estética a lo Kardashian es un poco de actriz porno. Esas cosas que antes solamente se veían en el porno, hoy las hemos adoptado como si fueran normales: que pongas la tele y que veas a una presentadora que está desnuda, o a gente hablando de cuánto sexo tiene al mes, o la Isla de las Tentaciones, que hay una gente que va… Es que no sé, no tengo ni palabras para explicarlo. No quiero decir que el cuerpo tenga que estar mal visto en la sociedad, o que pretendo que las mujeres vayan tapadas hasta las muñecas y solamente se les vea la cara. ¡Qué va! De hecho, estoy muy en contra. La ropa es una de las cosas que más evidencia la igualdad y las nociones que tiene una sociedad, y yo creo que nuestra sociedad tiene cosas muy buenas, pero de ahí a que confundamos las cosas… Todo tiene un ámbito. Tú no hablas igual con un niño de tres años que en un entorno profesional, pero ahora todo se confunde y la ropa es una herramienta de confusión vital.

—Hay un aspecto que se ve a lo largo de todo el libro y es el mestizaje de las prendas. Dices: «La moda viene de lejos, cruza océanos y se transforma al contacto con otras manos y otros ojos. Vestirse es, siempre, un acto migrante. Y en este recorrido no faltan contradicciones. La moda se mueve, se reinventa, se contamina. Nunca permanece en un solo sentido». ¿Qué opinas de esa corriente que critica lo que denomina “apropiación cultural”, que es el tomar cosas de otras culturas, como la ropa?

—Creo que es una tontería. Es una preocupación que no preocupa a nadie, como la gran parte de preocupaciones de nuestra sociedad, que son enormemente frívolas e idiotas, pero es que seguimos viviendo en el siglo XIX, o en el siglo XX, que todavía era muy decimonónico. Toda esta obsesión por las razas y todo este nacionalismo exacerbado, ya sea con el independentismo o con los discursos sobre la inmigración, son polémicas de los años 30 o de finales del siglo XIX. Sabino Arana y la raza vasca. Los nazis y la raza aria. Cuando en realidad todas las personas que estamos sobre la faz de la tierra somos homo sapiens, y lo que han hecho los homos sapiens es expandirse por todo el territorio. Todos nosotros somos fruto de la hibridación y de la mezcla. Y todo lo que consideramos que es tan tradicional y propio de nuestras culturas es una cosa transhumana, que es propia de todas las culturas y está en el ADN de los seres humanos, o es una mezcla de cosas antiguas o recientes y que hemos considerado que es lo nuestro. En España, todas las cosas que identificamos como españolas no son tan españolas. El mantón de manila es chino. Y si no es chino, es mexicano. La patata de la tortilla de patatas vino de América. El chocolate del chocolate con churros también siguió el mismo camino. La seda, que tiene mucha tradición en Valencia o en Murcia, es china. Las cosas no son nuestras, son de una historia cultural en la que nosotros las reconocemos de una manera. Y la obsesión por decir que esto es mío y que lo mío es mejor es una cosa paleta y del siglo XIX, de cuando pensabas que los negros podían exhibirse en el zoo y las mujeres eran inferiores a los hombres porque tenían el cerebro más pequeño. Eso es una cosa que es, no fascista, porque es anterior realmente, pero que bebe del lenguaje fascistoide de los años 30 y que ha quedado con nosotros hasta la actualidad.

—En tu libro se ve cómo van apareciendo nuevas prendas y los cambios que van sufriendo. ¿Sientes que hay un estancamiento de la moda actualmente o nos falta perspectiva para juzgar la época actual? 

—Creo que vivimos en un mundo en el que vamos a seguir reciclando el siglo XX. Si te das cuenta, se ponen de moda cosas que se llevaban en los años 20, 30, 40, 50, 60, 70, 80, 90… Ahora se han vuelto a poner de moda los 2000. Hay una nostalgia del siglo XX.

—Últimamente veo a los jóvenes vestidos como en los 90.

—Disfrazados de Kurt Cobain y de los de Friends.

—Veo a adolescentes vestidos como en la época de mi adolescencia, con las chicas que llevan camiseta corta para enseñar el ombligo con piercing y pantalones de campana. Y luego hay muchos chicos que se han dejado bigote, que es algo que nunca pensé que volvería. 

—Todo el mundo parece de Falange con bigote.

 —También hay un bigote más tipo Freddy Mercury.

—De actor porno de los 70 (risas). Hay una pornificación de la sociedad. En Instagram, la gente se exhibe sexualmente.

—¿Entonces ves la moda estancada?

—No pienso que la moda esté estancada. Quizá pienso que la sociedad está estancada, que es otra cosa. Es lo que te decía, que seguimos viviendo en la posguerra de la Segunda Guerra Mundial o en los cambios de los años 60 y 70 en torno a la mujer, a la igualdad, a la descolonización, al imperialismo… Seguimos viviendo un poco en esas dinámicas. Entonces pienso que la moda refleja la sociedad, que la vestimenta que llevamos es quizá autorreferencial y nostálgica todo el tiempo, y no busca o no camina hacia el futuro, o no ofrece cosas nuevas porque nuestra sociedad está obsesionada con las mismas cosas desde hace 70 años, pese a todos los cambios tecnológicos que ha habido y que vivimos. Pero creo que cuando estudien nuestra época, dentro de 200 años, la indumentaria va a ser bastante diferente.

—De todas las prendas de las que hablas en tu libro, ¿cuál es tu favorita?

—Me parece que es muy curiosa la historia del albornoz, porque es ropa de baño de casualidad, o sea, lo usamos como una especie de abrigo doméstico, y de hecho ya mucha gente no usa albornoz. Eso para mí es un signo de barbarie claramente, el fin del albornoz en nuestra sociedad. ¿Hay prenda mejor que el albornoz? ¿Te das cuenta de que hay gente que se ducha y se pone una toalla? Hemos cedido a una prenda que no tiene costura, que no tiene diseño, que se puede guardar en cualquier sitio y que es más pequeña y que en los hoteles se lava mejor que un albornoz, porque ocupa mucho menos en la lavadora. Por eso se generalizó la toalla. Yo me niego a ceder el terreno. Ojalá tuviera una doncella personal, también te lo digo (risas), y ojalá siguiésemos todos llevando albornoz. No puedo ir a un hotel y que no haya albornoz. Es como que no haya bañera. Es una cosa que me saca de mis casillas, que la gente en su casa no tiene bañera. Es la decadencia de la civilización. No hay bañera y no hay albornoz y a mí ya me está dando un infarto (risas). Yo me voy de viaje y me llevo mi albornoz.

—Ya que hemos hablado de Trump, recuerdo que en su primer mandato se publicó que se pasaba horas cada día en albornoz viendo Fox News y tuiteando, y su equipo lo desmintió tajantemente diciendo que Donald Trump no tenía albornoz. No le molestó que se dijera que no trabajaba, sino que estaba en albornoz.

—(Risas) Le parecería femenino. Yo creo que también hay un problema con eso, que es como ropa de mujer. Para nada: es ropa de todos. De hecho, el albornoz es más de hombre que de mujer. Pues el fin de los albornoces, en paralelo al fin de las bañeras, es el fin de la civilización, del confort y el paso a que todos vivamos en una especie de dictadura comunista de la productividad, que al final es en lo que quedaron las dictaduras comunistas. La gente no era persona, era un trabajador para engrandecer el sistema. Eran una cosa superfascistoide todas las dictaduras comunistas. El fin del albornoz y de las bañeras es como esa gente rica que vive en casas blancas y que tiene tres muebles y todo está vacío. A mí eso me pone de los nervios. ¿Tú has entrado al Palacio de Liria y has visto qué bonito es todo? Todo está lleno de cosas. Las cosas son importantes, y el albornoz son las buenas costumbres. Yo, de todo este libro, lo que más quiero es el albornoz (risas). Y luego, de prendas curiosas, una que no conocía y de la que me enteré haciendo la investigación es el kepenek, que es el abrigo de los pastores turcos, que lo usan prácticamente como una tienda de campaña. Es como un cono de piel en el que se envuelven. Y me gusta mucho porque hay un refrán que dice: “El hombre que usa kepenek está solo”. No necesita nada más porque tiene el abrigo como protección, y me parece que refleja muy bien también esa parte de la historia de la indumentaria, que es la protección de los elementos. Aunque nosotros nunca pensemos en ella de esta manera, la ropa ha hecho mucho por la humanidad.

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