Nacida en Ciudad de México el 28 de enero de 1930, hija de un migrante ucraniano, la trayectoria de Margo Glantz ha sido ampliamente reconocida. Es investigadora, académica, ensayista, novelista y feminista, obtuvo el Premio Xavier Villaurrutia en 1984, y el Premio Sor Juana Inés de la Cruz en 2003. En este ensayo se habla de sus temas recurrentes: el erotismo, la sexualidad y la muerte.
Margo Glantz es de las escritoras contemporáneas más íntimamente tocada por Sor Juana. No hablo sólo de su innegable autoridad como “sorjuanóloga”, también del barroquismo de su narrativa, influenciada, supongo, por su devoto estudio de las monjas contemporáneas de Juana Inés, para quienes la escritura era una labor manual, asociada al bordado más que al intelecto. Mientras que en el varón del barroco la escritura era considerada un acto racional, ejecutado por la mano que sigue una orden directa del cerebro, en las monjas que redactaban sus experiencias místicas y domésticas bajo estricta supervisión de sus confesores, aquello era un acto, en el mejor de los casos, guiado por el espíritu cuando no por el instinto. La escritura de las monjas coloniales no tenía ni remotamente el valor de la caligrafía de las japonesas de la Era Heian (siglo xi occidental), y no pocas veces se les imponía como penitencia, aunque gran parte de esos escritos (que no carecen de interés, y eso lo sabemos hoy gracias a rescatistas como la propia Margo) fue destruida por los liberales a mediados del siglo xix, “y a menudo […] desaparecieron como materia prima de los textos de los sacerdotes y prelados al considerar la escritura de las mujeres como una producción subordinada”.
Traductora al español de Georges Bataille –cuya influencia sobre ella es, asimismo, notoria–; tercera mujer admitida en la Academia Mexicana de la Lengua, a la que ingresó el 21 de noviembre de 1996, Margo Glantz es ampliamente reconocida como investigadora, profesora y académica, autora de ficciones y feminista, campo en el que se desenvuelve con mariscal serenidad. Hay mucho de hedónico en su pasión literaria y en su método de escritura. Los ensayos más representativos de dicha estética han sido recientemente compilados por la joven escritora Ana Negri en la luminosa antología Cuerpo contra cuerpo (Sexto Piso, México, 2020).
Pero mientras Margo documenta y nutre su feminismo, que en consecuencia la ha llevado a explorar intensamente el terreno del erotismo femenino, demostrando que la santidad y la castidad son formas alternas de expresión erótica –cuestión abordada novelísticamente en Apariciones–, lo mismo que el masoquismo y la elección del papel sumiso o de objeto que tanto atajan las feministas, no tiene pudor en exponer sus debilidades, que sería erróneo calificar de “femeninas” en una época en que los varones reconocen su atracción por la ropa, el maquillaje y los perfumes, dedicando memorables y divertidos relatos y ensayos a los zapatos –confesando de paso que ella, a través de su alter ego, Nora García, no puede sentarse a escribir si no es calzada de hermosos zapatos–; ha escrito también sobre las dietas y los problemas domésticos, asuntos que, lejos de quedar en el plano de la frivolidad, trascienden en tanto materia filosófica y principio de estudios históricos y sociológicos: “La actividad culinaria o la actividad de la rueca son tan importantes en la historia como el descubrimiento del bronce o del hierro: tejer o bordar son actos definitivos, mucho más definitivos que producir una atómica.” (“La modernidad empieza con la aguja”)
De la irreverencia a la blasfemia erudita
Nacida en Ciudad de México el 28 de enero de 1930, Margarita Glantz Shapiro es hija de un inmigrante ucraniano, el también escritor Jacobo Glantz, que escribió poesía en yiddish y en español, y que también fue zapatero. Margo cuenta a Felipe Garrido su experiencia, terrible y enriquecedora a la vez, de convivir con padres que tenían costumbres distintas a las propias –aunque lo había escrito previamente en su novela Las genealogías–: “El yiddish era su idioma privado. Hablándolo me excluían. Ellos me impidieron que aprendiera su lengua nativa y así me sacaron de su intimidad. Mi lengua desde niña fue el español.” No aprendió, como Sor Juana, a leer a los tres años, sino hasta los seis, como la mayoría de los niños mexicanos. Casi al instante de aprender las palabras se rodeó de libros en la misma medida que de muñecas. Las genealogías –Premio Xavier Villaurrutia 1984–, novela autobiográfica que inicialmente se publicó por entregas en el periódico Unomásuno y aborda los conflictos de una familia judía rusa afincada en México, no sólo contribuyó a que la autora descubriera y comprendiera a esos casi extraños que eran sus padres, sino a llenar un importante hueco en las letras mexicanas, que entonces no contemplaban temas que tuvieran que ver con lo ajeno, lo forastero. “Mi padre se inició en el camino del exilio llevando sobre la cabeza una canasta con pan –se lee en Historia de una mujer que caminó por la vida con zapatos de diseñador – […] Cuando mi padre andaba a caballo parecía un conquistador, o por lo menos eso pienso cuando veo las fotografías que de esa época mi madre conserva en nuestra casa, fotografías color sepia ordenadas en un viejo álbum traído desde Rusia…”
Desde su primer libro, la “novela dietética” Las mil y una calorías (1978), una constante en la escritura de Margo es esa especie de erudición irreverente que en la novela Apariciones se gradúa como blasfema. “La escritura y la sexualidad se ejercen siempre en espacios privados y por ello mismo susceptibles de violación, espacios secretos, sí, espacios donde se corre un riesgo mortal”, nos dice sor Lugarda de la Encarnación (¿o sor Teresa Juana de Cristo?), uno de los desconcertantes actores de esta novela, entregados casi siempre al éxtasis, sea sexual, místico o artístico. La pareja de amantes sin nombre que protagoniza la parte carnal de esta trinidad erótica, hace el amor casi todo el tiempo y su intimidad es invadida por los indiscretos ojos de una niña de blusa blanca y pantalones azules, hija de la mujer. Las monjas barrocas, en tanto, se flagelan pugnando por alcanzar la santidad con empeño idéntico con el que aquellos persiguen el orgasmo. Finalmente la escritora que enfrenta su escritura en la misma forma en que la mujer enfrenta la tiranía sexual del amante; y las monjas, la de Dios: dispuesta a cualquier cosa que ella, La Escritura, le pida… por aberrante que sea.
El ejercicio de los amantes consuma la blasfemia mayor al involucrarse la carne con la espiritualidad y la creatividad –que para Margo, lo reafirma en diversos ensayos, son indisolubles–, a través de las cuales se manifiesta el alma. Se trata de una novela harto inquietante, tanto en forma como en fondo, pues Margo, desde su apasionada curiosidad por el cristianismo que la ha llevado a convertirse en estudiosa de la hagiografía, otro de sus campos de estudio, no se limita a escribir una novela tradicionalmente erótica, sino que revoluciona el espectáculo de la carne al fusionarla con el intelecto y el espíritu; explora minuciosamente ese orgasmo del alma factible de lograrse a través del martirio, un martirio susceptible de confundirse con masoquismo, lascivia de la humillación. Nos dice su personaje, Nora Pasternac: “En el instante de la pérdida y la desposesión en el que el sujeto se abandona al otro. Este abandono al otro, inmanente, es lo que separa a los amantes del erotismo de los místicos.”
El rastro, novela finalista del Premio Herralde de Novela 2002 y Premio Sor Juana Inés de la Cruz 2003, parece retomar a la narradora de Apariciones, que también se llama Nora aunque de apellido García. La misma Nora García que en Zona de derrumbe acude a practicarse una mastografía y en Historia de una mujer… reflexiona a partir de su cotidianidad y de su gusto por los accesorios femeninos. Aunque el tono narrativo de El rastro es muy semejante al de Apariciones, el conflicto es distinto pero complementario: el amor y la muerte, circunstancias en las que la autora indaga hasta las últimas consecuencias, como en todo. La historia empieza con la llegada de Nora al velorio del que fuera el amor de su vida, Juan (como se llama también el gran amor y esposo de la Nora de Historia de una mujer…), situación que inevitablemente la hace hurgar en la memoria, sitiada por la estrofa del tango que todo lo resume: la vida es una herida absurda.
Juan, pianista y director de orquesta, ha muerto por un mal cardíaco. El corazón, ese órgano que se complementa con la razón para crear arte, pero porfía en trabajar de forma independiente cuando de pasión se trata, se vuelve centro de la reflexión de Nora, exesposa de aquél, traicionada al parecer. Como en Apariciones, arte y erotismo van aunados, aunque esta vez con el dolor nostálgico que precede a la muerte del amante: “Como el corazón, el soneto se cierra sobre sí mismo, jamás puede salirse de su marco, así se trate del vapor que la pasión hace asomar a los ojos, creo que gracias al efecto de la combustión –una mezquina combinación térmica–, el corazón puede deshacerse en lágrimas, romperse, destruirse. La forma del soneto es muy parecida a la del corazón, este delicado instrumento cerrado sobre sí mismo que cuando se desborda ocasiona la muerte del cuerpo –en este caso particular, la muerte del cuerpo de Juan– y también la muerte del poema.”
Sólo a través del arte (las novelas rusas, Rousseau, Bach, Beethoven, o el desgraciado Pergolesi, que tras un abucheo durante el estreno de una ópera de su autoría, siente un ramo de rosas que es arrojado a sus pies), Nora le encuentra sentido a la pasión amorosa que, si bien terminará dejando un boquete sangrante en el alma (otra de las innumerables metáforas de ese corazón), será flexible entre las manos del artista, que hará de ella un soneto, una sinfonía o, como en este caso, una novela. Margo escribió El rastro como sobre un pentagrama, a la manera de un tango, donde el dolor se goza, se repite una y otra vez como un estribillo pegajoso, la vida es una herida absurda, y brota como la sangre del corazón de Natasha Filipovna, bajo la saña del despecho. “escribir se convierte así en un acto sagrado, el remate de la mutilación, o mejor dicho, de la marca corporal que al transcribirse al lienzo, al borde del lagrimal, a la piedra o quizá a ese sudario que llevan bajo el brazo los dolientes, inmortaliza.” (“El fin del milenio”, La polca de los osos).