En un cálido verano de 1976, cuatro amigos artistas quedaron en el conservatorio tropical del Golden Gate Park de San Francisco. Es el parque más grande de Estados Unidos, superando con creces al Central Park. Junto a ellos, había varios monitores y demás enjambres de audio slow-tech para llevar a cabo un experimento documental llamado The Secret Life of Plants, el encargo para una escena de la adaptación cinematográfica del libro del mismo nombre que tres años antes habían escrito Peter Tompkins y Christopher Bird. Un libro de cabecera para todos aquellos interesados en botánica. A la cabeza del grupo estaba Richard Lowenberg, considerado hoy un gurú del activismo ecocultural. John Lifton había lanzado la experiencia Green Music adelantándose a lo que ahora busca Data Garden, Tom Zahuranec manejaba bien las bioseñales en el formato vídeo y Jim Wiseman era un fascinado de los sintetizadores. Entre enormes palmeras, plantas de banano y gigantes hojas de monstera, los cables parecían tentáculos que se volvían locos, envueltos en los troncos, enganchándose a las hojas y enterrándose en los arbustos. En los extremos de los cables, pequeñas agujas recolectaban información bioeléctrica de las plantas, que una máquina traducía en imágenes psicodélicas y en una partitura musical. Una producción audiovisual que fluctuaba a medida que los visitantes iban y venían, sin saber que ese día participaron de una de las primeras obras de arte biosensible del mundo.

Desde entonces, el mundo del arte se ha apropiado de esta reflexión. Viendo el vídeo en 2020, esa idea de ecología y ecosistemas de información parece no tener distancias con las prácticas artísticas actuales, especialmente entre generaciones jóvenes y aquellos volcados en pensar el Antropoceno, ese paraguas que últimamente se utiliza para describir una nueva era geológica donde el humano transforma las condiciones naturales de la Tierra. El ejemplo más cercano es Tomás Saraceno (1973) y su reciente exposición en el Thyssen-Bornemisza. Uno de los artistas, dice ArtFacts, el portal de rankings en el campo del arte, con una de las carreras más exitosas de la última década, emparejado ya a otro dedicado a mirar a las plantas, Olafur Eliasson (1969), que el 14 de febrero llegará al Guggenheim de Bilbao. Seeing Plants tituló, de hecho, su instalación en el Palacio de Cristal en 2003.

Ya entonces el reino vegetal se colaba en los museos, a veces mirando la estela de ciertos parámetros del Land Art, y otras repensando el tropicalismo brasileño, aunque el pensamiento verde vive hoy en las prácticas artísticas un repunte importante. Lo hace de manera expansiva y exhaustiva, creando una comunidad que cruza de áreas de intereses entre biólogos, filósofos, antropólogos, investigadores y artistas. Lo veíamos hace unos días en la Fondation Cartier de París, con la exposición Nosotros los árboles, un viaje estético y científico por estos seres vivos a ratos subestimados por la biología y cada vez más amenazados por el planeta. Ya lo hizo Joseph Beuys cuando plantó 7.000 robles en la Documenta de Kassel. Era el año 1982, pero todavía se recuerda como paradigma de transformación social.

Hoy en día, basta pasearse por las últimas ediciones de la Bienal de Venecia para constatar la vigencia de la planta, ya sea metido en las zapatillas de Michel Blazy, cual escultura viviente (Ruines modernes, 2017), o pensando cómo tener sexo con ella, según Zheng Bo (Plant Sex Workshop, 2019). En la inteligencia de las plantas se detiene también Pep Vidal (1980) con su proyecto Who Whats To Be An Impatient Garderer? A finales de 2016 compró todo el stock de una floristería de Barcelona. Más de 300 plantas y 400 flores que trasladó a su estudio. Con una notable formación en matemáticas y física, el interés de este artista por los cambios infinitesimales y las redes de sistemas, en este caso, de las plantas, le llevó en un primer momento al cálculo de sus aspectos fisiológicos y a la observación de sus interacciones entre ellas durante un año. Con el apoyo del Instituto de Botánica de Barcelona, desarrolló la investigación usando el láser, con el que se puede medir la composición de las células y la acumulación del agua en las hojas. Los primeros resultados los vimos en la galería ADN de Barcelona en 2017. Luego llevó el proyecto a Ámsterdam y Bruselas, donde añadió una fuente de luces led para proporcionar las condiciones óptimas de las plantas en el cambio del clima.

Hoy, el proyecto sigue su curso en casa del artista, donde cumple la doble función de obra de arte y conjunto de plantas cotidianas, abriendo el interrogante de los límites del mercado del arte y el arte vivo y bío. Hace dos años, la feria Frieze de Londres planteó ese dilema con Donna Kukama (1981) y su exposición botánica de plantas medicinales en la entrada de Regent’s Park, que la artista ofrecía a cambio de charlar sin distancias sobre la salud, la vida y las expectativas, que hacía tambalear cualquier sistema de valores asociados a la economía del arte. Cosas que no tienen precio.

Sobre la botánica también hay varias exposiciones en curso. En unas semanas, Vicent Todolí, Nuria Enguita Carles y Àngel Saurí organizarán la colección Per amor a l’art, en Bombas Gens, en torno a esos parámetros, y con el título de Herbarios imaginados se acaba de inau­­gurar una gran exposición en el Centro de Arte Complutense de Madrid. Tras ella hay una laboriosa investigación de un equipo de profesores de la Facultad de Bellas Artes (con Luis Castelo y Toya Legido como comisarios), en colaboración con los conservadores y directores del herbario de la Facultad de Biológicas, el Museo de Farmacia Hispana y la Colección de Drogas de la Facultad de Farmacia, la Biblioteca de la Facultad de Bellas Artes y la Histórica Marqués de Valdecilla. Son cinco siglos de diálogo entre historia, estética, arte y ciencia con algunos de los artistas que tienen en la expedición botánica su particular campo de cultivo, entre ellos Joan Fontcuberta, Paula Anta, Alberto Baraya, Andrés Pachón o Linarejos Moreno, entre otros. Una mirada que en el Frac Nouvelle-Aquitaine MÉCA de Burdeos se expande también a la naturaleza política de las flores, con una exposición que reúne a grandes clásicos, desde Man Ray hasta llegar a Yto Barrada, pasando por Bas Jan Ader.

El brote verde asoma bajo ese arte vegetal de naturaleza tan dispar, por donde circulan artistas botánicos, transgénicos o robóticos, el ecofeminismo y la guerrilla gardening o la planta viva como laboratorio de ideas de un bioarte a ratos soft, a ratos hard, pero siempre aliado con la idea de futuro.

El brote verde asoma bajo ese arte vegetal de naturaleza tan dispar, por donde circulan artistas botánicos, transgénicos o robóticos, el ecofeminismo y la guerrilla gardening o la planta viva como laboratorio de ideas de un bioarte a ratos soft, a ratos hard, pero siempre aliado con la idea de futuro.

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