Victoria Iglesias/Zenda

Imagen de portada: Casa del Minuto, en Staromestké námestí 2, Stare Mesto. En 1889 se acomodan en esta vivienda próxima el ayuntamiento de la Ciudad Vieja, donde vivirá toda la familia durante tres años. Tejado a dos aguas y de estilo gótico antiguo. Los esgrafiados renacentistas anteriores a 1615 representan imágenes bíblicas.

Las paredes de las casas, después de los años, empiezan a soltar escamas. Tal vez pertenecientes a nuestra piel, o a la de aquellos que las habitaron previamente. Utilizamos la casa para satisfacer nuestra existencia y, entre sus puertas, todavía la corriente lleva el rastro de nuestro olor. Viene de esas partículas que han ido anidando, sin nosotros saberlo, tal vez en los huecos diminutos sellados después por capas de barniz y que la reforma de una vivienda suele liberar. Pero entre aquellas puntas, ahora desenclavadas, y estos marcos de los zócalos lijados, habitó también el miedo, la felicidad, el llanto, las carcajadas, la angustia, la pasión; la muerte también habitó.

Todo este abarrotado espacio, aun estando vacío en ocasiones, es custodiado por una puerta. Kafka lo tiene presente en muchos de sus relatos, como en “El camino a casa”: “Soy responsable, y con razón, de todos los golpes contra las puertas”. “Oigo cómo se cierran todas las puertas”, escribe en “El gran ruido”, desde el cuartel general del ruido, que es su propio dormitorio dentro de la casa. Es esa habitación que por fin consigue para aislarse en el hogar familiar con un escritorio que mira a la ventana: esa persona no podrá seguir mucho tiempo sin una “Ventana que da a la calle”. También personifica este umbral en la duda de un hombre que de “Regreso al hogar” está parado ante una puerta: “Cuanto más tiempo se duda ante la puerta, más extraño se vuelve uno”. Como extraño y desdibujado aparece en principio “El castillo”, que se convierte en la casa de todo el que vive bajo su sombra: “Quien vive aquí y pernocta vive de alguna manera en el castillo”, con la autorización del conde Westwest, por supuesto. El escritor también nos muestra la angustia por cruzar esas puertas interiores, como le ocurre a Samsa desde su habitación al comedor, de un hogar que, de repente, ha dejado de ser el suyo y se ha convertido en algo extraño, donde el puchero humeante recoge en torno a él un mundo tristemente ya inalcanzable.

¿Qué habrá sido de aquella habitación de Samsa?

La recuerdo vagamente. Y ahora, al abrir de nuevo el libro que huele a instituto, veo que en ella duerme plácidamente otro humano, muy parecido a Gregorio, pero sin saberse insecto. Una cama nueva mirando al mismo techo pintado de otro color, en el que se refleja el paso del tranvía moderno. Un sonido que coincide con las pisadas que crujen ajenas por un suelo pulido que esconde fluidos verdes.

¿Acaso no existen en el mundo cientos de Gregorios Samsa?, me dice el conductor que me lleva desde el aeropuerto al hotel en Praga.

(Cada vez que visito una ciudad, por ocio o por trabajo, miro qué casas de escritores puedo fotografiar)

Y ahora, delante del volante, este checo, que habla perfectamente inglés y chapurrea español, me echa una mirada capciosa a través del retrovisor cuando le preguntó por la casa de Kafka. “La casa de Kafka, claro, claro”, me dice… Y me despido pensativa con esa sonrisa extraña de sus ojos.

Esta noche en el hotel descubriré a Dino Buzzati (1906-1972), y es entonces cuando empezaré a entenderlo.

El periodista, escritor y artista italiano, deslumbrado y absorbido después por Kafka, visitó Praga para el Corriere della Sera y publicó Las casas de Kafka en 1965 como diario de ese viaje.

Salvando las distancias con Buzzati, me atrevo a poner la misma cara de asombro que él puso a Domenico Caccamo (el entonces director del instituto italiano de cultura en Praga), que le hizo de chófer y guía improvisado por la ciudad del río Moldava. Una cara de desconcierto ante la retahíla interminable de calles y edificios que este le iba señalando nada más llegar a la Ciudad Vieja. Y allí, frente a la iglesia de San Nicolás, empezó diciendo:

“Vea, en aquella casa en el primer piso, en el número 5, entre la calle Kaprova y Maiselova nació Kafka”. Y siguió: “Vea, en aquella, por si le interesa, dicen que habría vivido”. Pasó lo mismo en la calle Tynska, número 7, al lado de la Iglesia de Tyn; pero Caccamo continuaba: “En aquella casa vivió Kafka”. Y después repitió, tras dar un frenazo brusco en el coche, “lo mismo en la Bilkestrasse, y luego en Langengasse”. “En esta casa vivió Kafka, y también en la calle que baja de la cuesta de Strachov, y en un número de otras calles, callejones y callejas”, escribe en su diario Dinno Buzzy, que le contaba Caccamo sin parar de enseñarle sitios que él ya no podía memorizar…: “Dicen que en aquella casa del callejón del Oro”…

Y es justo a este callejón del Oro al que me dirijo, exactamente al número 22, ahora convertido en una librería especializada en el escritor de Bohemia.

Compro un par de libros y me siento en el callejón colorido. Y mientras ojeo Una vida en Praga: Franz Kafka, por Harald Salfeller, veo que efectivamente es una locura estar absorbida por la “maldita” idea de fotografiar las casas del primer hijo del comerciante Hermann y su esposa Odile. Esto es interminable, me digo. Trazar un itinerario coherente que pueda hacer en la única mañana que me queda libre, antes de volver al trabajo que me ocupa en Praga, es tan complicado como complejo entre el entramado del callejero, que con el tiempo ha ido cambiando de números. Como Buzzy, me pregunto si acaso Franz tenía el don de la ubicuidad. Y con la respuesta que le dio Caccamo me conformo:

“Se puso de moda… Y hoy los lugares, verdaderos o falsos, en los que vivió, son cientos. Igual que en la Italia septentrional los lechos en los que dicen que durmió Napoleón”.

(No pienso ir a buscarlos, me digo)

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