Luis Gastélum

“Desde ese primero de diciembre he recordado imprevisiblemente fases de mi vida, unas radiantes y otras atroces, pero siempre volvía a la infancia, un niño huérfano a los cuatro años, una casa grande en un pueblo de menos de tres mil habitantes. Un nombre, tan distante a la elegancia: Potrero. Era un ingenio de azúcar rodeado de cañaverales, palmas y gigantescos árboles de mangos, donde se acercaban animales salvajes. Potrero estaba dividido en dos secciones, una de unas quince o diecisiete casas, habitadas por ingleses, americanos y unos cuantos mexicanos. Había un restaurante chino, un club donde las damas jugaban a las cartas un día por semana, una biblioteca de libros ingleses y una cancha de tenis. Esa parte estaba rodeada por bardas altas y fuertes para impedir que a ese paraíso se introdujeran los obreros, artesanos, campesinos y comerciantes minúsculos del pueblo. Aquella zona era tórrida e insalubre. Estuve enfermo de paludismo durante varios años, por lo cual salía poco de casa; en verano mi abuela, mi hermano y yo pasábamos un mes en un balneario a tomar aguas minerales, de donde regresábamos mi hermano sano, como lo fue casi en toda su vida, mi abuela con un reumatismo disminuido y yo sin ninguna mejoría. De vuelta pasábamos ciudades prósperas, con excelentes restaurantes, luces de neón, comercios bien surtidos y movimiento en las calles, pero cuando llegábamos al lugar donde vivíamos, me quedaba siempre deslumbrado. Mi abuela vivía para leer todo el día sus novelas. Su autor preferido era Tolstoi. La enfermedad me condujo a la lectura; comencé con Verne, Stevenson, Dickens y a los doce años ya había terminado La guerra y la paz. A los dieciséis o diecisiete años estaba familiarizado con Proust, Faulkner, Mann, la Wolf, Kafka, Neruda, Borges, los poetas del grupo Contemporáneos, mexicanos, los del 27 españoles, y los clásicos españoles. A esa edad, saliendo de la adolescencia encontré algunos maestros excepcionales. Estoy seguro que sin ellos no hubiera llegado a este día, elegantísimo como estoy, en el Paraninfo de la prestigiosísima Universidad de Alcalá ni poder dar las gracias a Sus Majestades, al Rector de esta Universidad, los jurados y a ustedes, señoras y señores”.

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Así recordaba Sergio Pitol, al recibir, el 23 de abril de 2006, el Premio Cervantes. Hoy, el escritor viajero (“Escribir en el mismo espacio donde uno vive, equivalió durante casi toda la vida a cometer un acto obsceno en un lugar sagrado”) hizo su último viaje hacia la incertidumbre: murió a los 85 años.

Y es que  Pitol era un convencido de que la certidumbre es el territorio del encarcelamiento. Por eso huyó a la serenidad de Xalapa, donde descubrió los pasmos del silencio que amordazan los murmullos de las grandes cantidades de gente que tenía que frecuentar. Cuenta que aquí empezó a saborear la tranquilidad que se esconde detrás de los odios, porque todas esas personas, aseguraba, crean antipatías y simpatías. Atrás dejó la vida frenética que durante muchos años le impuso el ejercicio de la diplomacia, una vida cargada de compromisos sociales y de tiempo perdido que se consumía en viajes y reuniones, útiles e inútiles, con estadías en Venecia, Varsovia, Roma, México, Barcelona, Praga, Moscú y Londres. Entonces, ya instalado en su casa de la calle Pino Suárez, hizo una revisión de sí mismo, sobre todo de su infancia, adolescencia y de sus primeras lecturas. Y el cambio lo sintió y se hizo, otra vez, relato. Terminada esa introspección, los grumos comenzaron a acercarse entre sí, a integrar más tejido al cuerpo de su obra: El arte de la fuga(Alfaguara, 1997) y Soñar la realidad(Plaza y Janés, 1998). Pitol reconocía en estos recuentos de vida una recopilación de desagravios y lamentaciones, un intento de apaciguar desasosiegos y cauterizar heridas. Su condición de huidor queda más claro con la cita, en los dos libros, del protagonista de Réquiem, de su también entrañable amigo Antonio Tabucchi, cuando dice: “No me dejes solo entre personas llenas de certezas. Esa gente es terrible”.

Cárcel y fuga, ese parecía ser el dilema de Pitol que gestó lo trágico de su estilo primigenio. Por eso, cuando hablaba de ello con todas esas mujeres de la prensa cuyos nombres más remiten a personajes literarios –Silvina Espinosa de los Monteros, Claudia Posadas, Marta Rivera de la Cruz y Cristina Pérez Stadelmann– le causaba extrañeza que en la época en la que escribió sus primeros libros, vivió uno de los periodos más alegres y festivos, donde encontró más brillo de todo lo que conoció en su vida. Recordaba que era una época de juego. Sin embargo, no podía captar en su escritura ese clima en el que vivía. Para el cambio tenía que deshacerse, rescatarse, liberarse de esas historias de un niño huérfano, enfermo casi toda la infancia, que oía siempre relatos muy trágicos que le contaban las tías, la abuela; relatos terribles de muerte, derrotas y dificultades económicas. Pero su estilo trágico también se alimentaba de la tragedia griega de Esquilo –con el estudio de los clásicos aprendió a intuir que hay hilos que comunican todos los géneros literarios y todos los tiempos– y del lenguaje y la temática de Faulkner, obra en la que las circunstancias eran muy cercanas a las que vivió en su casa: un mundo derrotado por la Revolución y una decadencia física que se advertía hasta en las casas. Entonces, a través de sus vivencias y de las lecturas de los autores que eligió como sus mentores, se gestó un estilo trágico que encaró con calma y sin dramatismos. Es conmovedora la serenidad con que enfrenta un tema tan recurrente como angustioso: el paso del tiempo. Para Pitol revisar el pasado significaba, entre otras tristezas, contemplar un mundo que es y al mismo tiempo dejó de ser. Sin embargo, había cierto deleite en esa revisión del pasado. La memoria, decía, trabaja con la misma lógica oblicua y rebelde de los sueños, hurga en los pozos ocultos y de ellos extrae visiones que, a diferencia de las de los sueños, son casi siempre placenteras. Las circunstancias vitales de los momentos trágicos no las describió y prometía incluirlas en su próxima novela.

En palabras de José Joaquín Blanco, pocas veces la narrativa mexicana ha tenido defensores tan entrañables, conmovidos y aptos como Sergio Pitol, quien es considerado uno de los escritores más reconocidos de la llamada Generación del Medio Siglo. Más de medio siglo de labor narrativa dieron fruto a una vasta obra literaria, que caracteriza al autor singular y persistente como el que rescata e inventa los mundos de la soledad y los solitarios, de los desamparados y desesperados, de los locos y los avergonzados, de los torpes y perdidos de sí mismos. Toda su obra está permeada de un constante antirrealismo en la que Pitol parece espiar a sus personajes para exacerbar cualquiera de sus vicios y debilidades, hasta convertirlos en monstruosidades totalmente irreales, inventándoles mundos inverosímiles y al mismo tiempo una intensa vitalidad.

Decía Carlos Monsiváis, otro entrañable amigo,  que el cambio literario de Pitol se debía al cambio de vida luego de instalarse en Xalapa. Pitol coincidía con esta visión porque durante muchos años tuvo una vida cargada de compromisos, debido, entre otras cosas, a las necesidades de la juventud y luego a su tiempo de labor diplomática en Europa, época en que hacía apuntes de todo lo que veía. Los fines de semana se encerraba desde el viernes en la tarde hasta el lunes en la madrugada en algún hotel cerca de su adscripción para dedicar ese tiempo a su literatura. Entonces sus cuentos, novelas y crónicas estaban nutridas de esa vida que llevaba y cuando llegó a Xalapa sintió el placer inmenso de poder estar en una casa donde tenía todos sus libros juntos por primera vez, donde no tenía ganas de salir porque se sentía a gusto en su casa y sólo salía al jardín a jugar con sus perros un rato, hacer un poco de ejercicio o de jardinería. O simplemente dedicarse al silencio con todo el tiempo del mundo.

Una niñez envuelta en celofán

Su niñez fue muy difícil. Perdió a sus padres muy pequeño y estuvo enfermo muchos años. No tuvo una escolaridad normal, por lo tanto sus circunstancias fueron especiales. Otras infancias tendrán otros problemas, otros goces u otros prestigios, pero en su caso hay una diferencia definitiva entre la niñez y la adolescencia. La infancia fue una prueba muy fuerte, una especie de sobrevivencia, de la cual él era consciente. Por otra parte, la adolescencia fue como una revelación, un deslumbramiento de los goces y prodigios, de la alegría, de la imaginación verbal y fenomenológica del mundo; una etapa que no correspondía a esa niñez vivida. Más adelante, en el momento en que decidió no trabajar de una manera estable, irse a viajar por el mundo, cambiar constantemente de países y casas, surge otra etapa, que quiere de cierta manera corregir la infancia, donde estuvo tan protegido, precisamente por las desdichas y por la mala salud, y en la que se sentía como envuelto en papel celofán; cualquier movimiento era facilitado por su abuela, por su tío o por su hermano mayor. Esa posición de quemar naves una y otra vez durante varios años, fue la otra cara de la medalla, en que de un día al otro no sabía a donde iría o que decisión tomaría. Esos años fueron una inmensa riqueza, una enseñanza de vida, una educación sentimental. En su vida hay etapas que parecen no compaginar una con otra: una vida de aventurero y, al mismo tiempo, una vida de diplomático, absolutamente cosmopolita que terminó en Xalapa, donde pasó el resto de su tiempo. Contaba que aprendió a leer prematuramente y desde entonces fue un lector de tiempo completo y con pasión. Los libros de Julio Verne significaron una ruptura con toda esa vida clausurada. Un mundo lleno de niños o adolescentes que viajan por islas desiertas, el Artico, el corazón de Africa o que iban a la Luna, al centro de la Tierra o que recorren todos los mares, fue para Pitol más real, espléndido y vivo que lo que oía que pasaba en el pueblo donde vivía. Le parecía que la vida estaba en otra parte, que el movimiento era su fuerte, el elemento que más ansiaba y la estabilidad lo que más le pesaba.

Reconocía que cada paso tuvo su sentido y que todo se armonizaba y tendía a reunir lo que parecía diverso o desprovisto de un eje. Su vida fue, sin duda, la literatura. Sus libros fueron su parte integral, física y biológica. Todo tiene un lineamiento, reafirmaba. Y advertía que si se leen sus libros desde el primero hasta el último hay un trazo que está firmemente marcado y que es el producto de los libros leídos, de los discutidos y de los escritos. Por eso afirmaba que su relación con la literatura fue hedónica, muy placentera y que sólo escribió sobre autores que le interesaron, que le movieron ideas o asombrado. Señalaba que la literatura había sido la fuerza que le dio unidad a su vida y el espacio donde confluían todos sus intereses y donde encontraba su punto de cohesión, eso que llamamos realidad y lo que llamamos imaginación. Creía con firmeza en que lo grotesco, lo esperpéntico y el carnaval son manifestaciones eminentemente vitales de la literatura. Negaba que fueran expresiones del mal, sino de la vida que lo comprendía todo, el bien y el mal, y que impide que las cosas, los sentimientos, el arte y todo, llegue a petrificarse. Le llevó largos años llegar a una escritura que incorporase al carnaval, lo sarcástico, desacralizador y paródico, a pesar de que todos esos elementos estaban en su lenguaje oral y eran una manifestación real de su personalidad. Llegar al carnaval en sus relatos y novelas fue una revolución y una revelación. Así se liberó de algunas costras que pesaban sobre su visión y su lenguaje. Su concepción vital y literaria fueron casi la misma y está muy cerca de la de Mijail Bajtin, cuando éste declara que no concibe poder llegar a la verdad última, porque no es accesible a los hombres; que cuando mucho se puede llegar a una penúltima verdad, y eso con esfuerzos infinitos. En el teatro, cuentos y novelas de otro de sus gigantes, Pirandello, encontró que nadie puede comunicarse plenamente por el mero hecho de que cada persona ve la realidad de manera distinta. Afirmaba que del encuentro de varios e intensos puntos de vista sobre una situación se logra la obra de arte y decía que lo que llamamos “realidad” es un laberinto, una perpetua comedia de errores, un camino en espiral. Pero aclaraba que no es posible romper absolutamente, porque uno no nace del todo, ya que sería un exceso de esquizofrenia.

A Sergio Pitol le hubiera gustado que algunas cosas ocurrieran de otra forma, pero no le disgustaba el conjunto de su vida y creía que por destino se configuró de la manera en que la vivió, donde había necesidad de muchas cosas, algunas trágicas y otras magníficas e irritantes. Aseguraba que no le temía a la muerte, pero sí a las enfermedades calamitosas. Siempre, desde niño, supo que las mariposas negras cuando llegan a una casa anuncian una desgracia y recuerda que alguna vez y por unos días estuvo temeroso porque en su jardín se formó un santuario de mariposas muy grandes y la sensación fue desagradable, le revivieron temores infantiles, imágenes trágicas como aquella en la que junto con su hermano mayor observaban cómo sacaban del río a su madre ahogada. “Se que no va a pasar nada pero sin duda tengo miedos”, decía el protegido de la desdicha y Premio Internacional Juan Rulfo.

Ese era su estilo de vida. Y literario, porque como escribió Vila-Matas de él: “La biografía de un escritor es la búsqueda de su estilo. Creo que esto o algo parecido decía Nabokov y, tanto si lo dijo como si no, creo que no andaba nada equivocado. La biografía de Sergio Pitol —que él ve transformada en cuentos— es la historia de la búsqueda de la libertad de un estilo propio, que comenzó a hacerse visible en los cuatro cuentos moscovitas, cuatro relatos que le abrieron muchos caminos. Su estilo es contarlo todo pero no resolver el misterio. Su estilo consiste en huir de esas personas tan terribles que están llenas de certezas. Su estilo es distorsionar lo que mira. Su estilo consiste en viajar y perder países y en ellos perder siempre uno o dos anteojos, perderlos todos, perder los anteojos y perder los países, perderlo todo: no tener nada y ser extranjero siempre”.

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