Azorín describe a Galdós como un hombre absorto en las cosas de la inteligencia. Alto, tímido y serio, siempre usaba sombreros blandos y algo grasientos: “no recuerda ningún mortal sobre el cráneo del novelista ningún sombrero hongo”. Difamado por sus ideas liberales y volterianas,  aportó a nuestras letras “trascendencia social”. Positivista en sus inicios y espiritual en sus últimas obras, situó en primer plano el sufrimiento de las clases populares, sin cansarse de fustigar la mezquindad de la burguesía y el alto clero. Socialista en sus años postreros, contribuyó a crear una conciencia nacional, rastreando las peculiaridades del alma española. “Galdós ha realizado la obra de revelar España a los españoles”, concluye Azorín. ¿Se ha dicho todo sobre Galdós? Indudablemente no, pues es un autor clásico y la posteridad nunca interrumpirá el diálogo con su vida y su obra. Cada época abordará su literatura desde una perspectiva nueva.

Es lo que ha hecho Yolanda Arencibia, profesora, filóloga y ensayista cuya biografía de Galdós ha obtenido el XXXII Premio Comillas. Su talento para la síntesis y el análisis la sitúan al mismo nivel que la Vida de Galdós, de Pedro Ortiz-Armengol, hasta ahora la biografía de referencia. Me parece estéril y poco elegante incurrir en comparaciones, pues cada biografía posee méritos propios. Ambas rescatan de un inmerecido purgatorio a un escritor que ha sido agraviado por la incomprensión de los que conciben la literatura como una ostentosa pirueta.

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Ortiz-Armengol aportó en su día una impresionante panorámica de un literato que se había esmerado en ocultarse detrás de sus libros. Yolanda Arencibia actualiza y perfila datos biográficos, ubicando cada obra en su contexto histórico y literario. Su principal virtud es su habilidad para manejar un ingente material, sin abrumar al lector. Allí donde otros biógrafos se habían quedado a medias, completa la reconstrucción de una vida que hizo de la discreción su bandera. Unas indudables cualidades narrativas neutralizan el riesgo del academicismo, consiguiendo que el texto se lea como una novela o incluso un folletín.

En esta nueva biografía, Yolanda Arencibia completa la reconstrucción de la vida de Galdós, ubicando cada obra en su contexto histórico y literario

No lo digo con menosprecio. El folletín fue el taller donde se forjaron escritores como Dostoyevski, Flaubert, Balzac, Dickens, Stevenson y el mismo Pérez Galdós. “El hombre es la obra”, advierte Yolanda Arencibia, declarando que su investigación nunca pierde de vista este axioma. La obra del escritor canario es incomprensible sin reparar en su lugar de nacimiento. En Las Palmas de Gran Canaria, el eco de la metrópoli era mucho más débil que el de las colonias de América Latina. Incluso Europa, sacudida y revitalizada por las revoluciones románticas, resultaba más cercana que una España reacia a cualquier forma de modernidad.

La sensibilidad de Galdós se fragua en un tiempo de crisis, desilusiones y mudanzas. Su mirada siempre estará dividida entre una España que presume de ser martillo de herejes y una Europa que proclama la emancipación del hombre y la hegemonía de la razón. Personajes como el Pepe Rey de Doña Perfecta reflejan esa tensión, presente en toda su obra. De talante cosmopolita y espíritu abierto, Galdós fue testigo de las convulsiones del Sexenio Revolucionario, la Restauración borbónica y la desintegración del Imperio español. Madrid le enseñó a observar a una sociedad que se desangraba entre el anhelo de una vida mejor y el miedo a las novedades. Paseando por sus calles y plazas, aprendió a reproducir el habla de las distintas clases sociales y a sumergirse en la intimidad de hombres y mujeres, transformando sus alegrías y penas en voces inolvidables, como Fortuna y Jacinta, dos personajes que escenifican la confrontación entre el pueblo llano y la burguesía.

Arencibia subraya la importancia de los años de formación como periodista, donde se gestó la personalidad de Galdós en tanto creador e intelectual. El proyecto de los Episodios Nacionales no puede disociarse de su etapa como cronista de la actualidad. Como periodista y como escritor, Galdós abogará por la regeneración de la sociedad española mediante la educación y la reforma de las instituciones. Anticlerical, su pedagogía es profundamente cristiana y, al mismo tiempo, ilustrada. Volteriano, sí, pero abrazado al Evangelio. Su “magistral universo de ficción” conlleva un “magisterio”, apunta Arencibia. Una tesis demasiado visible recorta el alcance estético de sus primeras creaciones, pero con su madurez desaparece el tono aleccionador. Galdós no renuncia a enseñar, pero lo hace de una forma menos evidente y, por tanto, más eficaz. Clarividente heredero de Cervantes, profesó la manía del patriotismo, “una ridícula antigualla”.

Esta biografía nos permite adentrarnos con paso firme en su intimidad como hombre y su genio como escritor, suscitando admiración, comprensión y ternura

Galdós no fue un simple narrador. Ejerció de intelectual, asumiendo los riesgos de bajar a la plaza pública. Su lema –nos recuerda Arencibia– fue Ars, Natura, Veritas. Murió en Madrid, agasajado por el pueblo, ignorado por las autoridades. La poética galdosiana parte de lo social, pero desemboca en lo individual. Dicho de otro modo, explora lo exterior y, más tarde, se adentra en lo interior, sin agotarse en el psicologismo. Su comprensión del ser humano es inseparable de un pálpito espiritual que se agudiza con la expectativa de la muerte. Su indagación del alma española anticipa el desencanto de la Generación del 98, lo que explica el aprecio de Azorín. Galdós toma el pulso a sus compatriotas y descubre su latido moribundo. La melancolía y “una opaca podredumbre” se han apoderado de una nación que ya no cree en sí misma.

Arencibia describe la obra de Galdós como “un universo de creación en círculo”. Comenzó escribiendo teatro de tesis y finalizó con piezas dramáticas de la misma índole. Inició su narrativa con una novela fantástica y la concluyó con otra novela del mismo género. Noveló la historia de siglo XIX español, sin perder su idealismo, esperanza y fe en el progreso, aunque en algunos momentos la sombra del desengaño oscureció su pluma. España le dolió porque la amaba. Hombre bueno, sin un ápice de vanidad o envidia, se mezcló con la gente sencilla. Con un humor suave e irónico, cuando alguien le incitaba a la polémica, contestaba: “No niego ni afirmó nada: oigo”. Su espíritu tolerante y dubitativo albergaba unas pocas certezas inconmovibles, como el amor a la libertad y una firme oposición al despotismo. Su inconformismo no le impidió condenar la violencia revolucionaria.

Arencibia ha escrito una biografía de Galdós que nos permite adentrarnos con paso firme en su intimidad como hombre y su genio como escritor, suscitando admiración, comprensión y ternura. Galdós, el hombre que nunca usaba sombreros de hongo, nos ha legado una “obra auténtica” y un talante que nos invita a la humildad. Quizás por eso Arencibia juzga con elegancia su vasto y riguroso trabajo de investigación: “No pretende ser una biografía definitiva: nada lo es, además”.

Sí es un admirable retrato de un escritor que escribió su epitafio al poner en boca de Gabriel de Araceli, protagonista de la primera serie de los Episodios Nacionales: “Soy hombre práctico en la vida, y religioso en mi conciencia. La vida fue mi escuela, y la desgracia mi maestra. Todo lo aprendí y todo lo tuve”. Ahora nosotros tenemos sus libros, una excelente escuela de vida que nos ayuda a amar al hombre, con todas sus imperfecciones, y a esa otra España que intenta despuntar desde las Cortes de Cádiz, desterrando para siempre el odio y la rabia.

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