DIVULGACIÓN HISTÓRICA
Por Omar Piña
Todavía doscientos años atrás el mundo Hispánico se extendía por tres continentes. En lo político y administrativo era un Estado confesional: el factor religioso estaba ligado a la existencia cotidiana. La palabra escrita y hablada estaba cercada, debía autorizarse. Pues si ésta circulaba en espacios públicos sin las venías y simpatías correspondientes, entonces era un acto de disidencia que se castigaba según criterios eclesiásticos y de gobierno.
La Inquisición, una invención española, se había consolidado en el siglo XVI y un siglo más tarde tenía el control incluso, sobre lo hablado. Cuando una disidencia llegaba a sus oídos, no se dudaba en abrir proceso e intentar descubrir a los autores de expresiones o escrituras infamantes. En el imperio español o mundo Hispánico se trataba de establecer una verdad religiosa [en discurso, la realidad es un caso aparte]. Por lo tanto, todo aquel mensaje que no pasara por la higiene social era borrado, callado y la injuria se combatía con admoniciones.
El material impreso estaba inspeccionado, pero en ese conglomerado social la mayoría de la población es analfabeta. En el espacio público los dichos callejeros y los mensajes en las paredes no se pueden controlar. Calle y palabra son espacio y tecnología para difundir opiniones. Trozos de papel con mensajes escritos, papeluchos que de la noche a la mañana aparecen pegados en columnas o en esquinas y bardas con mensajes. Los contenidos se difundían con rapidez, sobre todo si eran considerados una injuria, o una blasfemia, o una rebeldía o una disidencia.
Si la escritura que era callejera o popular, no-controlada, incurría contra Iglesia, gobierno o algún principal, entonces se convertía en un delito. Los escritos infamatorios se pensaban casi comparables al homicidio. En 1651 el predicador Jerónimo López advierte que en Valencia las paredes tienen mensajes que despiertan e incentivan “pensamientos feos” y arremete contra la población a través de sermones.
La existencia documentada de cédulas que imponen censura y penalización, permiten advertir que escribir infamaciones era una práctica constante. El espacio público también funciona como un lugar de escarnio, son exhibidos los delincuentes, los excomulgados y los pecadores, pero también malos gobernantes y clérigos. Era un imperio donde se prohibía la opinión que no estuviera sujeta a los fundamentos jurídicos y doctrinales de una sociedad cerrada.
El aparato represor siempre tenía iniciativas. Si la mayoría eran analfabetas, ubicar a los que sabían escribir podía ser más sencillo, bastaba con comparar las grafías. En realidad, no lo fue. Entre poderosos y órdenes religiosas también se daban hostilidades constantes mediante textos anónimos. Siempre había gato por liebre y mensajes escritos y canciones, frases, versos y resistencias.
-o-
Para mascar a fondo:
Castillo Gómez, Antonio (2016), “Muros infames, palabras en la calle. Contestación religiosa y represión en el mundo Hispánico”, Claudia Carranza y Rafael Castañeda (coords.) Palabras de injuria y expresiones de disenso. El lenguaje licencioso en Iberoamérica, San Luis Potosí, Universidad de San Luis, pp. 277-308.



