La narrativa moderna nos cuenta que la alquimia, pese a todas sus especulaciones metafísicas y sus desaforadas pretensiones de transformar los elementos (de hacer oro del plomo y demás), fue una protoquímica y esto es lo que debe rescatarse.

Con la alquimia ocurrió, nos dicen los profesores universitarios, algo similar a lo sucedido con la astrología, que en toda su locura y superstición acabó por engendrar directa e indirectamente a la astronomía, y podemos descartar todo lo mágico-espiritual y quedarnos con lo químico o físico. Así entonces, lo que hacía Newton de noche en su laboratorio alquímico -o sus especulaciones apocalípticas- es sólo una curiosa anécdota de la historia a la cual no debemos prestar mucha atención.

Pero querer apropiarse de la alquimia sugiriendo que tiene un valor histórico pero sólo como antecedente, es desarmarla y robarle su propia quintaesencia. Pues la alquimia no es un disparatado proyecto que fue luego reconducido hacia los límites de la razón instrumental científica, que fue salvado de sí mismo.

La alquimia es parte de una visión radicalmente distinta a la de la ciencia moderna, si bien comparte con ella su investigación de la materia. La alquimia está lejos de ciertas lecturas platónicas y neoplatónicas que conciben al ascetismo o la práctica filosófica como un olvido del cuerpo y como una dirección puramente espiritual y celestial.

Pues, y en este sentido es similar al tantra y a la teúrgia, la alquimia reconoce que para la liberación o redención del alma y del mundo es necesario operar en la materia, ya sea en la naturaleza como conjunto o en el cuerpo del ser humano. La alquimia es una ciencia espiritual -una ciencia de espiritualizar el mundo, de crear, como exhortó el apóstol Pablo, un soma pneumatikon-, y por lo tanto una contradicción en relación a la ciencia moderna, que no es ciencia sino porque es sólo material. En este sentido, es obvio que la alquimia occidental debe considerase mayormente como una heterodoxia cristiana (e islámica en su transición de la antigüedad a la Europa renacentista). 

Ya Carl Jung estudió extensamente la relación entre Cristo y la pierda filosofal, siendo la obra magna de la alquimia en cierta forma la cristificación del alquimista o, a la par, la purificación de la naturaleza -del pecado del mundo- para que el espíritu pueda encarnar y vehicular el mundo hacia un estado paradisíaco. 

La lectura de Jung de la alquimia es harto conocida -y controversial en muchos sentidos, aunque no en la preponderancia de Cristo en la opus, siendo éste el arquetipo del dios-hombre o de la deificación del alquimista-. Menos conocido es el interés en la alquimia del teólogo ortodoxo Olivier Clément (1922-2009), un hombre de enorme erudición que se interesó por la alquimia, la cábala y las religiones orientales en su juventud. Clément escribe perspicazmente en su ensayo L’oeil du feu:

La alquimia contrario a lo que se repite en las historias de la ciencia, nunca ha sido, salvo en sus aspectos más opacos, un tipo de química infantil y titubeante. Era una ciencia “sacramental” para la cual las apariencias materiales no tenían ninguna autonomía, sino que representaban solamente la “condensación” de realidades mentales y espirituales. La naturaleza, cuando uno penetra su espontaneidad  y su misterio, se hace transparente: por un lado se transfigura bajo la luminosidad de las energías divinas y por el otro incorpora y simboliza los estados “angélicos” que el hombre caído sólo puede experimentar por breves momentos, escuchando una música y contemplando una faz.

Este párrafo recuerda lo dicho por el profesor Gilles Quispel, quien sugirió que la alquimia era “el yoga de los gnósticos”. Sin embargo, Clément no es tan raudo en relacionar la alquimia con el gnosticismo y considera que en realidad la alquimia y el cristianismo crecieron simbióticamente. En este sentido merece recordarse que, por citar sólo algunos ejemplos, Alberto Magno, Roger Bacon, y presumiblemente el mismo Tomás de Aquino practicaron este arte hermético. Y el mismo Hermes Trismegisto había sido incluido en el colegio de los santos en un panel en la Catedral de Siena.

La lectura de Clément da en el blanco cuando señala que la alquimia era una ciencia sacramental, donde la naturaleza misma era vista como un templo en el cual celebrar la eucaristía o algún otro sacramento con el que el hombre se unía con Dios, y el cielo con la Tierra. La palabra sacramento es usada para traducir “misterio” en el cristianismo. El sacramento es el encuentro con el misterio; para los alquimistas la naturaleza era ese templo viviente que contenía el misterio de la redención del mundo y la resurrección del cuerpo. Y la transmutación de los elementos era una transfiguración también del alquimista, una recapitulación de la creación del cosmos y la pasión de Cristo.

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