Por Héctor González Aguilar

Cierto día, algunos sabios de la antigüedad griega se alejaron del camino de la filosofía para dedicarse a un oficio mejor remunerado, el de transmitir su sabiduría a todo aquel que pudiera pagarla. La idea fue bien recibida, en las principales ciudades encontraron prospectos, de los estratos superiores, listos para el aprendizaje.

Los sofistas, como eran conocidos, recorrían el mundo griego regando sus enseñanzas; pero como nunca falta el que ve más allá del horizonte, se propuso que sería mejor transmitir teorías innovadoras que redituaran un mayor provecho al estudiante; después de todo, la sabiduría es algo tan vago que su utilidad es dudosa.

Así, comenzaron a enseñar los secretos para utilizar el idioma no como un medio de comunicación, sino como una herramienta para influenciar a las personas y, más exactamente, para tener éxito en la actividad política.

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Este cambio de objetivos tuvo buena aceptación entre la creciente clientela, pero también tuvo sus críticos; los filósofos más celebrados –Sócrates, Platón, Aristóteles- mostraron su desacuerdo con esta nueva actitud, y ellos mismos se encargaron de hacer toda clase de mala propaganda a los sofistas, pero estos ni se inmutaron, tenían más discípulos que seguidores los filósofos.

En una obra llamada Discursos demoledores, hoy desaparecida, demolida por el padre tiempo, uno de los sofistas más distinguidos, Protágoras, convierte al hombre en la medida de todo lo que existe. La sentencia completa es: “el hombre es la medida de todas las cosas, de las que son en cuanto que son, y de las que no son en cuanto que no son”. 

A partir de entonces se difundió el concepto de la relatividad del conocimiento; la verdad universal no existe, nada se puede conocer con certeza, por lo tanto, no tiene sentido perder el tiempo buscando las verdades de la vida. He aquí una buena razón para mostrar una aparente sabiduría mediante el adorno retórico y así obtener el reconocimiento de los demás. 

Platón ayudó mucho para desvalorar a los sofistas; sin embargo, estos dejaron una secuela que ya lleva dos mil quinientos años de existencia. En todos los periodos históricos han tenido seguidores, quizá en la época de las monarquías absolutistas no eran tan necesarios, en la actualidad los políticos son sus auténticos herederos.

Sin importar las diferentes facciones partidistas, el discurso político actual tiene sus raíces en los antiguos sofistas: hablar para convencer, todo es relativo, no hay verdades absolutas. La persona que se dedica a la política tiene un solo objetivo: el poder, y no hay nada que lo desvíe de ello. 

Dos milenios y medio de practicar este sistema ha okgenerado que los gobernantes, en lugar de buscar el bien común, sostengan una sorda lucha por mantener el poder, por evitar que alguien se los arrebate. La sociedad, el pueblo o el ente que debería salir beneficiado con la acción de gobernar es lo que menos importa. 

El panorama es desalentador, los ciudadanos de hoy se encuentran decepcionados de estos herederos de los sofistas, no creen en ellos. El problema es que todavía no se encuentra la forma adecuada para que el ser humano le dé un giro a la actividad política; mientras no ocurra este cambio ideológico, el ciudadano común seguirá esperando que los políticos, en lugar de pelearse por el poder, se limiten a gobernar, a trabajar a favor de sus gobernados. 

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