Elie Wiesel, premio Nobel de la Paz, superviviente de Ausch­witz, autor de libros como La noche, el alba, el día (Austral), acababa de volver de Sarajevo, asediado entonces (en 1992) por las huestes genocidas serbias. Visitó Madrid y habló del largo siglo XX, en el que la violencia parecía no tener fin. Preguntado sobre el campo de exterminio nazi, explicó: “Todavía no hemos conseguido abordar este tema. Se queda fuera de todo entendimiento, de toda percepción. Podemos comunicar algunos retazos, algunos fragmentos; pero no la experiencia. Lo que hemos vivido nadie lo conocerá, nadie lo comprenderá”.

Setenta y cinco años después de la liberación del campo nazi alemán, el 27 de enero de 1945, Auschwitz-Birkenau ha generado una ingente producción literaria e histórica, miles de volúmenes en todas las lenguas. Los libros sobre el campo de exterminio se podrían dividir en tres categorías. La primera, la fundamental, los relatos de los que estuvieron ahí, entre los que se cuentan unas cuantas obras maestras como las de Wiesel, Primo Levi —Trilogía de Auschwitz (Península)— o Imre Kertész —premio Nobel de Literatura, autor de Kaddish por el hijo no nacido o Sin destino (Acantilado)—. Según avanza el siglo XXI y los testigos van desapareciendo, sus palabras cobran mayor importancia. Dentro de esta categoría se podrían incluir también el tebeo Maus (Reservoir Books), de Art Spiegelman, ganador del Premio Pulitzer, que relata la vida de su padre, superviviente del campo, y El diario de Ana Frank, que permite comprender el terror en el que vivieron los judíos europeos fuera de los campos.

Todos esos libros de testigos —acaban de salir en castellano tres nuevos: Ausch­witz, última parada (Espasa), de Eddy de Wind; Ninguno de nosotros volverá (Libros del Asteroide), de Charlotte Delbo, y hace relativamente poco Sin flores ni coronas (Periférica), de Odette Elina— están marcados por lo que expresó Wiesel: recogen una experiencia que no se puede transmitir, que no se puede comprender y que, sin embargo, está en sus palabras. Además, el 80% de los deportados que llegaban a Auschwitz eran enviados inmediatamente a las cámaras de gas y ninguno de ellos sobrevivió. No existe, por tanto, ningún testimonio de la experiencia que más define el horror de Auschwitz, del centro del exterminio industrial que convierte el Holocausto en un crimen sin parangón en la historia. Sí sobrevivieron unos pocos sonderkommando, los presos obligados por los nazis a ocuparse de los cadáveres. Dos de ellos dejaron escritos sus recuerdos, que de nuevo van más allá de lo comprensible: Shlomo Venezia, en Sonderkommando (RBA), y Filip Müller, en Tres años en las cámaras de gas (Confluencias).

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La segunda categoría se centra en los libros de historia, los ensayos que tratan de reconstruir el funcionamiento del campo basándose en testimonios, de supervivientes pero también de verdugos, así como en documentos. En castellano han sido traducidos dos especialmente importantes: Ausch­witz. Los nazis y la “solución final” (Crítica), de Laurence Rees, un historiador y cineasta británico, y Auschwitz. Historia y posteridad (Melusina), de la historiadora alemana Sybille Steinbacher. Este último logra en 216 páginas, en formato pequeño, recoger con multitud de datos y un rigor implacable y eficaz el horror administrativo del campo. Steinbacher resume en un dato la banalidad del mal: los judíos tenían que pagar los trenes que les llevaban a la muerte, un billete de tercera clase, con descuento para los menores de 10 años. Las SS obtenían un descuento de grupo para transportes de más de 1.000 personas, y los trenes de regreso, vacíos, eran gratuitos. “Se trata de uno de los detalles más espeluznantes de la organización del asesinato masivo”, escribe Steinbacher.

Y por último están las novelas, la ficción que ha generado Auschwitz, tanta que se ha convertido en un género en sí. Algunas han vendido millones de ejemplares en decenas de idiomas, como El niño con el pijama de rayas (Salamandra), de John Boyne, y El tatuador de Auschwitz (Planeta), de Heather Morris. Sobre estos dos libros se ha pronunciado el Memorial de Auschwitz, que se ocupa de la conservación y la gestión de los restos del campo de exterminio, patrimonio de la Humanidad de la Unesco, y ha desaconsejado su lectura para entender la realidad histórica por los errores factuales que contienen. Otra novela, La bibliotecaria de Auschwitz (Planeta), del español Antonio Iturbe, ha sido también un éxito internacional. Se trata de una reconstrucción rigurosa de unos hechos reales basándose en entrevistas con su protagonista. Pese a ser ficción, La decisión de Sophie (Navona), de William Styron, es una gran novela sobre el Holocausto y los trágicos dilemas que planteaba el sistema creado por los nazis para deshumanizar a sus víctimas.

Al final, frente al silencio de la poesía que predijo el filósofo Theodor Adorno quedan las palabras de los supervivientes, el viaje hacia lo incomprensible, hacia el territorio de la muerte y la deshumanización.

“Yacíamos en un mundo de muertos y de larvas. La última huella de civismo había desaparecido alrededor de nosotros y dentro de nosotros. Es hombre quien mata, es hombre quien comete o sufre injusticias; no es hombre quien, perdido todo recato, comparte cama con un cadáver; quien ha esperado que su vecino terminase de morir para quitarle un cuarto de pan está, aunque sin culpa, más lejos del hombre pensante que el sádico más atroz” (Primo Levi, Si esto es un hombre).

“Nuestro primer gesto de hombres libres fue lanzarnos sobre las vituallas. No pensábamos más que en eso. Ni en la venganza, ni en nuestros padres. Solo en pan” (Elie Wiesel, La noche).

“Al terminar ese día sentí, por primera vez, que algo se había degradado en mi interior, y a partir de aquel día todas las mañanas me levantaba con el pensamiento de que aquella sería la última mañana en que me levantaría” (Imre Kertész, Sin destino).

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