Por Héctor González Aguilar

A diferencia de las demás serpientes, el basilisco se abalanza sobre sus víctimas con el cuerpo erguido; es tan letal que si un legendario caballero atinara a pinchar a uno de ellos con su lanza, el veneno ascendería por el arma acabando con jinete y montura. Por el contrario, el hipogrifo, con cuerpo de caballo, alas y cabeza de águila, es una criatura de espíritu apacible susceptible de ser domesticada y capaz de hacer grandes servicios a su amo.

Algunos cientos de años atrás la vida humana discurría entre las dimensiones del mundo real y las del mundo fantástico. El mundo de la realidad era frío y monótono, con fuertes restricciones sociales y religiosas; en cambio, en el mundo de lo fantástico ocurrían cosas maravillosas que se daban por verdaderas aunque no pudieran explicarse.

El mundo de lo fantástico era casi impenetrable, unos pocos humanos, seguramente predestinados, tuvieron la fortuna de conocerlo en parte; sus aventuras se convirtieron en  leyendas que se esparcían de boca en boca, de los caminos a las plazas públicas en donde eran recogidas por los habitantes de los pueblos, ansiosos de tener algo que contar en sus hogares. También podía suceder que en el mundo real se dejaran ver los magos y las hechiceras, provenientes de la dimensión fantástica, para asombrar a niños y adultos con sus encantamientos poniendo en aprietos los dogmas de la época.

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Parecía que estos dos mundos tan diferentes podrían convivir eternamente, pero no fue así, las personas del mundo real, además de que siempre han buscado expandirse en todos los ámbitos de la vida, se fueron volviendo racionales. Con el crecimiento de la población, con la búsqueda de materias primas y con el desarrollo de las redes comerciales, el mundo real, ahora también racional, se extendió por todos los confines del globo terráqueo. Aunque la exploración geográfica desnudó la tierra, ésta jamás dejó ver los desiertos en que viven los basiliscos ni los bosques donde habitan los hipogrifos.

Luego vinieron los adelantos científicos, se descubrió que en el mundo objetivo también podían ocurrir maravillas y que estas incidirían directamente en nuestras vidas. La ciencia, al encontrar la razón de los fenómenos de la naturaleza, fue transformando el entorno. Si en lugar del famoso “pienso, luego existo”, Descartes hubiera dicho “imagino, luego existo”, la humanidad del siglo XXI viajaría en alfombras mágicas o a lomos del amistoso hipogrifo.

El mundo se modificó gracias a la tecnología, la geografía se pobló de grandes puentes, de rascacielos y de aeropuertos sobre el mar; las naves humanas recorren el espacio sideral y se escudriña en el universo de lo infinitamente pequeño. De esta manera, el mundo de lo inexplicable se ha ido reduciendo casi a la nada, lo sobrenatural ha cedido su lugar ante lo portentoso de las creaciones humanas. 

En un periodo relativamente corto, el ser humano se encontró con que ya no tenía capacidad para el asombro. Son tantos los adelantos de la ciencia y la tecnología que nos hemos acostumbrado a los inventos y a los descubrimientos. Las maravillas que tienen una explicación racional no sorprenden a nadie, hoy en día ninguna persona pone cara de pasmo ante un nuevo invento, la prodigiosidad humana se ha vuelto parte de nuestra cotidianeidad. 

La tendencia a lo maravilloso es una herencia que hemos minimizado, el cine la recogió, pero la ha deformado con sus exageraciones. Tal vez por eso, o a pesar de todo, cada determinado tiempo, nuestra mente, ávida de sucesos inexplicables, vuelve sobre sus pasos y retoma los increíbles relatos de aquel mundo perdido que asombraron y deleitaron a nuestros antepasados.

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