Dmitry Bivol no ha dejado de ser boxeador enigmático. Habla poco. Muy poco: ni siquiera lo necesario. Después de los alardes de grandeza de Canelo y Zurdo Ramírez, cualquiera habría respondido con alguna bravata de desquite. Pero no fue su caso. El campeón del mundo semipesado entiende el boxeo a partir de los límites del ring. Ese es su terreno discursivo. El sábado lo volvió a demostrar con una exhibición categórica sobre Gilberto Ramírez, que le retó durante mucho tiempo y, a la hora buena, ni siquiera representó una incomodidad.
El guion de la película tuvo claras referencias a su victoria sobre Canelo en mayo pasado. Son la paciencia y el método las dos armas elementales de Bivol. Cada golpe está medido y tiene una utilidad. Se le acusa de administrar sus facultades con tacañería: queda la sensación de que algo más puede ofrecer. Él, en todo caso, elige hacer lo suficiente. Y con eso sobra para ejercer un dominio sin reproches.
Ramírez lo golpeó a regañadientes, como Canelo hace medio año. Cual témpano de hielo, el oriundo de Kirguistán nunca mostró dolor ni preocupación. Tampoco perdió tiempo en evidenciar que lo tenía todo bajo control, aunque fuera así. No hay alardes ni expresividad provocadora en sus gestos faciales ni boxísticos. Su soberbia se traduce en esas metrallas, el uno-dos, que decide desenfundar casi siempre en el último minuto de los rounds.
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Y ahí es letal. Sus golpes son veloces, certeros y, cómo no, poderosos. En sus peleas de este año, muchos se quedaron con la impresión de que Bivol pudo noquear a los dos mexicanos que enfrentó. Pero, en ambos casos y reiterativamente, avasalló a sus rivales con una velocidad impropia de su división. Y quizá las dos victorias fueron perfectas así, como para dejar constancia de que la espectacularidad es el boxeo mismo. Un cierre pleno de brutalidad opacaría la brillantez previa, y eso sería una injusticia.
Bivol emergió durante este año como grata sorpresa para el gran público, pero lleva mucho instalado en la élite. Con 101 peleas como amateur y doce defensas del título mundial semipesado, necesitaba un par de pretextos para que los reflectores le atendieran. Los encontró en el país indicado: México. Y en diferentes latitudes: a Saúl Álvarez lo venció en Las Vegas, el santo grial del boxeo moderno; y a Ramírez en Abu Dabi, un paraíso alterno que aspira al cosmopolitismo deportivo. Aunque Bivol mantenga una cruzada contra la fama, ya no puede escudarse nunca más en la discreción: su talento, que ya era de conocimiento público, ahora apunta a la globalidad.
Las revanchas en el boxeo sólo existen (o así debería ser) cuando una pelea ha reflejado paridad y es necesario despejar dudas. Bivol dominó a Canelo de principio a fin en una clase maestra de boxeo, estrategia y sobriedad. No importó: el rey mexicano quiere la revancha y Bivol entiende que una segunda reyerta con él representa otra bolsa millonaria. “La próxima vez quiero ser tratado como un campeón”, dijo el ruso en mayo pasado hablando de un segundo enfrentamiento.
En ese primer encuentro, Bivol fue tratado como un cualquiera: entró primero al ring, pese a ser el campeón defensor, y también lo presentaron antes que al retador. No nombraron su nacionalidad ni pudo escuchar su himno. Cosas de la guerra. Ajeno a los sentimentalismos, hizo lo que aprendió a hacer desde niño, el secreto no tan secreto que el boxeo evoca como ideario irrefutable: golpear sin ser golpeado.
Canelo no es el gran reto en la vida deportiva de Bivol. Ese se llama Artur Beterbiev, campeón unificado de la misma división (175 libras). También ruso, pero con un estilo diferente —pegador, brutal, una máquina de trituración—, Beterbiev representa la última muralla en el ascenso de Dmitry: nadie puede poner mejor a prueba su quijada que un compatriota. El tirador contra el esgrimista, la bestia irascible contra el escultor paciente.
En una época en la que los mejores evitan a los mejores, esta una de las peleas más grandes que puede ofrecer el boxeo. El 100% de efectividad de nocaut de Beterbiev contra el peleador que menos golpes recibe en todo el mundo. La intriga es inevitable y está en manos de los promotores (Eddie Hearn con Bivol; Bob Arum con Beterbiev) materializar el combate.
El nombre Dmitry Bivol ya no tendrá que ser buscado en Google nunca más. El desconocido aleccionó a dos mexicanos que presumían invencibilidad.