El giro hacia los gobiernos de izquierda en Latinoamérica marca un nuevo proceso político en la región. A finales de 2018, Andrés Manuel López Obrador tomó el poder en México; en 2019, Argentina regresó a un gobierno popular, seguido de Luis Arce, el 2020, en Bolivia. A ello hay que sumar a Daniel Ortega de Nicaragua, Nayib Bukele de El Salvador, Gabriel Boric en Chile y, el último, Gustavo Petro en Colombia. Sin olvidar la permanencia de Nicolás Maduro en Venezuela y el probable regreso al poder de Lula da Silva en Brasil.

El proceso de izquierda en Latinoamérica es una realidad. En cada nación -con sus diferentes formas para elegir a sus jefes de Estado- en las últimas décadas, la región siempre ha tenido una hegemonía más o menos clara. Los 80’s marcados por dictaduras de gobiernos disfrazados por la socialdemocracia, y los 90’s, por la marea neoliberal. En ambos casos, las banderas para ganar elecciones han sido combatir la corrupción o impulsar la honestidad.

La mayoría de esos lideres de izquierda en América Latina comparten una férrea crítica hacia las políticas neoliberales, han incentivado una redistribución de la riqueza algo efectivas y se caracterizan por el populismo en sus gobiernos. Culpar al pasado es una herramienta de ‘discurso fácil’ para hacer creer a la sociedad que lo que viene cambiará la realidad y que el gobierno resolverá de ‘golpe y porrazo’ los problemas que enfrenta cada una de esas sociedades.

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La realidad es que cuando se vive mal es por condiciones objetivas, por insatisfacciones culturales, regularmente, propias de los tiempos. Bajo estas circunstancias echar la culpa al de atrás no cuesta y rinde mucho cuando se busca el voto en campaña. No importa el partido del que se trate. Por eso se afirma que ‘la política es como los chiqueros, todos son iguales, lo único que cambia es el cerdo’.

Estos gobiernos populares tienen otro discurso común: la honestidad. Una honestidad que está a prueba de misiles atómicos. En apariencia, gran parte de los representantes o líderes de izquierda son hombres cabales, honestos y sin mancha en su plumaje. Pero cuando son desenmascarados, se descubre que han sido los más corruptos. Ejemplos sobran en México.

En el gobierno del presidente Miguel de la Madrid, y después de la escandalosa corrupción en la administración de su antecesor López Portillo, se dieron a la tarea de la ‘renovación moral de la sociedad’, de la política y, por ende, del servicio público. La renovación fue tan grande que en su gobierno se perpetró el gran fraude electoral del siglo XX, al arrebatar el triunfo a Cuauhtémoc Cárdenas para entregar el poder a Carlos Salinas, gracias al ahora impoluto y activo morenista Manuel Bartlett.

Otra joya más se dio durante el gobierno de Javier Duarte cuando se implementó el programa de gobierno ‘Yo soy honesto’ el cual intentó penetrar en los funcionarios públicos un espíritu de servir y no servirse de la sociedad, mucho menos de las arcas públicas. En la actualidad, las gentes perciben que ese gobierno ha sido el más corrupto en la historia de Veracruz.

¿Pero que ha sucedido en la ‘nueva’ izquierda mexicana que encabeza el presidente López Obrador? Nada de transformación. Quien es fiel a su proyecto queda englobado en un espectro de honestidad, el resto lo va fragmentando y pulverizando para aplanar el camino y para ir ganando terreno, sin que existan transformaciones estructurales en el país.

En Veracruz, la sociedad tiene a un gobernador 13 veces honesto por decreto presidencial, a quien no le importa la crítica feroz que se deriva de su incapacidad, y tampoco hay un cambio ‘ideológico’, sólo fue producto de un hartazgo de lo sucedido en el pasado. El color es lo de menos. La historia duartista con Cuitláhuac García, puede repetirse, pero a mayores.

Ni izquierda ni derecha. Mejor hay que cuidarse de los que pregonan que son ‘honestos’, la historia los tiene registrados.

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