Veracruz ha completado sus primeros seis meses sufriendo con el coronavirus. Y como ha ocurrido en casi todo el mundo, hemos pasado de la displicencia a la negación, y de esta a la preocupación, sin que se observe en la gente y en las instituciones una acción consistente y unificada que permita afrontar la pandemia de manera inteligente y eficaz.

Fue el último día del año anterior, cuando China comunicó a la ONU la existencia de varios casos de neumonía en la ciudad de Wuhan. A finales de enero pasado, cuando solo había 82 casos fuera de ese país, el organismo internacional declaró a la COVID-19 como una emergencia de salud pública internacional.

Ahora se sabe que el paciente cero del coronavirus fue una persona que vive en una provincia cercana al epicentro chino, cuyo caso se conoció desde el 17 de noviembre de 2019. Pero en solo seis meses de 2020, el planeta alcanza once millones de contagiados y medio millón de fallecimientos. En México estamos cerca de los trescientos mil contagios y de los 35 mil decesos.

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Fue al concluir febrero de este año, cuando el subsecretario López Gatell anunció el contagio de un hombre de la Ciudad de México, que había viajado a Italia. Desde el instante en que se dio ese dato, hasta el día de ayer, el virus ha ocasionado en Veracruz alrededor de catorce mil casos confirmados y dos mil decesos. 

La población que puede y quiere asumir medidas de prevención y el respaldo bueno, regular o malo, a cargo de las autoridades de los tres órdenes de gobierno, no han sido suficientes para contener la enfermedad. El problema crece y puede alcanzar cifras inimaginables, panorama oscuro que demanda medidas más firmes de prevención por parte de la sociedad y, sobre todo, una mayor atención y eficiencia en el sistema de salud veracruzano, con supervisión estricta de los gobiernos estatal y federal.

La ciudad de Veracruz presenta cifras espantosas de contagios y defunciones (entre las más altas del país), como las tienen a menor nivel, pero igual de preocupantes, las zonas conurbadas de Coatzacoalcos y Minatitlán y las ciudades de Poza Rica, San Andrés Tuxtla, Xalapa y Córdoba. 

El presidente de la república ha calificado a Cuitláhuac García como un gobernador honesto, que acabará con “la robadera” en la administración pública. Sin embargo, esa actitud deseable, que él le ha publicitado hasta el cansancio, no ha redundado en un gobierno de resultados, cercano y sensible con la población. Acaso el ejecutivo estatal cree que gobernar es mostrar las medallas.

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En el tema de la salud y en otros prioritarios, como este del coronavirus, Cuitláhuac ha quedado a deber a los veracruzanos. No basta con ser honesto, hay que ponerse a trabajar sin palabrería ni autocomplacencia.

Parece necesario recordar que el 23 de noviembre de 2017 se modificó la fracción V del Artículo 49 de la Constitución local, sobre las Atribuciones del Gobernador del Estado, para quedar de esta manera: “Promover y fomentar por todos los medios posibles, la educación pública, la protección a la salud, la seguridad humana y procurar el progreso y bienestar social en el estado.” 

Y basta con leer la gaceta del 2 de abril anterior, donde se publica la cuarta reunión extraordinaria del Consejo Estatal de Salud, llevada a cabo a finales de marzo. Cualquier lector de ese parco documento, esperaría mayor compromiso y sensibilidad gubernamental respecto al tema de la COVID-19 en Veracruz.

Si “honestidad” es todo lo que puede dar a Veracruz su gobernador, esto quiere decir que, respecto a la pandemia y a sus medidas de contención, la salvaguarda de las familias queda solamente en las manos y en las posibilidades económicas de los más de ocho millones de veracruzanos que para lograrlo deberían ser más responsables en sus actos.

La historia es la que juzgará a los veracruzanos y a sus autoridades respecto al terrible coronavirus. Su juicio es ineludible. Pero si se atiende a la actitud asumida hasta ahora por las autoridades, al argumento simple e irresponsable de culpabilizar a otros por las fallas propias, entonces en esta entidad federativa se podría concluir y dar el siguiente balance puro y duro: dos mil muertes, un gobierno honesto y 8 millones de culpables.

Culpables, sí, por no conducirse con mayor precaución ante la pandemia; pero también, por no exigir mejores resultados y eficacia plena al gobierno de Cuitláhuac 

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