El 18 de julio anterior los medios de comunicación del país hicieron eco de la inesperada declaración que el subsecretario Hugo López Gatell hizo durante una gira de trabajo a la capital de Chiapas, cuando el doctor se refería al supuesto descenso del contagio de coronavirus conseguido en esa entidad. 

Al “científico” obradorista ya lo habían presionado un grupo de médicos y enfermeras locales horas antes, cuando airadamente acusaban la muerte de 41 integrantes del servicio médico de ese estado, debido a la insuficiencia de implementos y equipos de protección contra el Covid-19 en los hospitales de la región.

En la conferencia del funcionario federal -a quien se le mueven diariamente los números y las curvas de muertos por la pandemia y los argumentos o culpabilidades para explicarlo-, este aseguró que ingerir refrescos era como beber “veneno embotellado”. Desde ese día, la expresión del subsecretario ha ocupado gran parte de la agenda nacional, recibiendo aprobación y rechazo de diferentes actores. Un argumento difícil de echar abajo; y como distractor, funcionó.

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En Oaxaca hubo el primer planteamiento y propuesta legal de los diputados para prohibir la comida chatarra en el estado. El ejemplo ha cundido en varios estados y las asociaciones y cámaras industriales y empresariales han dispuesto una serie de medidas con objeto de minimizar el impacto que podría traducirse en fuertes pérdidas para ellos. 

Al final del día, el argumento de López Gatell lleva una alta dosis de veneno para los sectores productivos que temen impactos impositivos o disminución de consumo y para la propia economía que tratan de levantar su jefe y los emprendedores nacionales. Cuánta gente tiene empleo formal e informal con la comida chatarra.

Pero hay algo que debe reflexionarse un poco más. Al doctor Gatell no le alcanza la explicación chiapaneca para justificar con ese argumento, el alto número de muertes por coronavirus y otras enfermedades, provocado principalmente por el proceso de destrucción del sector salud mexicano, incrementado a ciegas por López Obrador cuando llegó a la presidencia. Como muestra, debe recordarse que, a principios de 2019, el ejecutivo federal desapareció el seguro popular, centralizó la compra de medicamentos y obstruyó su distribución a los centros de salud, disminuyó presupuestos públicos en institutos y hospitales y despidió a miles de médicos. Suficiente evidencia periodística existe al respecto y México no lo olvida. 

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Y en el tratamiento de la pandemia, muchas de las culpas las ha tenido el propio López Gatell, el que a través de sus informes variados y acomodaticios (disminuyendo cifras de fallecidos y contagiados) y sus opiniones técnicas cambiantes ante la sociedad, ha contribuido a que muchos ciudadanos no le dieran importancia a los cuidados preventivos, a las medidas de contención y a la sana distancia.

Es bueno que el país entre a una etapa de disminución de alimentos chatarra, el cual es un problema de alcance mundial que afecta a muchas culturas occidentales. Refrescos, golosinas, dulces y pastelería, en general, así como alto consumo de sal en muchos de esos productos, deben desalentarse en la sociedad. Esta medida es indiscutible y urgente.

La eliminación de la chatarra debiera ser una nueva cultura para aplicarse sin descanso en la vida nacional. Pero el problema no solo se observa en la comida, existen muchos productos industriales o procesos sociales o mentales de naturaleza similar: redes sociales, medios de comunicación, religiones, modas, tendencias, artículos plásticos de origen chino y, sobre todo, líderes, gobernantes y políticos chatarra.

Por cierto, en este último apartado, hace tres años exactamente, por traicioneras razones financieras en Veracruz, un partido político perdió la cadenita. La semana pasada, igual por razones financieras, otro partido también de izquierda, dichosamente encontró su cadenita.

¿Será que los productos chatarra de veras pueden destruirse o desaparecerse? ¿O es que simplemente se transforman?

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