Jesús Lezama

Nos guste más o menos, que un personaje como Cuitláhuac García Jiménez gobierne y, que, además lo haga de manera espantosa, no es consecuencia de un modelo político mejorable, es consecuencia de una cultura incompatible con las exigencias democráticas. Esta cultura, si bien alcanza su expresión más temible en la izquierda, también está presente más allá de la izquierda.

Y aunque duela reconocerlo, durante muchas épocas, los mexicanos que hemos sido conformistas ahora queremos resolver los problemas de un puyazo. Mientras no nos va del todo mal, nos dedicamos a la siesta y a la fiesta. Transitamos de un modelo capitalista competitivo a otro tecnocrático dirigido, donde el voto se entregaba a cambio de la promesa de un Estado de Bienestar cada vez más costoso e ineficiente.

Pero también hemos consentido que el modelo político deviniera en un sistema clientelar, en no pocos casos con la vista puesta en ser sus beneficiarios. Y también admitimos que la educación se redujera a la adquisición de una acreditación académica, solo porque nos importaba obtener un salvoconducto burocrático para mejorar nuestra posición o la de nuestros hijos, más que adquirir conocimientos. Y en el ámbito privado hemos actuado en base a las mismas reglas que criticamos en los partidos, es decir mediante la compra de voluntades, el servilismo, el favoritismo e, incluso, la mentira.

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Así que quietos. No nos aceleremos cuando vemos el actuar de nuestros gobernantes. Somos en buena medida el reflejo de los políticos que tanto criticamos, porque compartimos la misma cultura. Ahora, en vez de aprovechar esta hecatombe para reflexionar, asumir nuestra responsabilidad, que no es poca, e intentar mejorar empezando por nosotros mismos, pretendemos encarnar todos los males en un único enemigo. 

Pero lo cierto es que el sistema ha fallado porque nosotros hemos fallado lastimosamente. Y si pretendemos arreglarlo como lo hicieron los que ahora tienen el poder, volveremos a fallar.

Por ello, Cuitláhuac García es un caso terrible, y no se puede negar por más que lo indulte su inventor. El gobernador de Veracruz es un hombre sin atributos para gobernar y por eso lo hace desde la estúpidocracia. Con esos modos, se convierte en un ser más temible, en la medida que tiene influencia o poder público. Y va tan lejos, que no sabe a dónde va.

He aquí el problema. El estúpido, como es estúpido, no se da cuenta de qué lo es, no descansa; le puede la vanagloria y, como un demagogo demente, persigue fines disparatados para deslumbrar. Por ejemplo, la igualdad absoluta, circunstancia que sólo puede ser efectiva en los cementerios.

Pero ¿en qué consiste la estupidez? El estúpido no es exactamente el tonto, el “corto de luces”, el necio [de ne scio, “no sé”] opuesto a Sócrates; tampoco el imbécil referido por Savater o el resentido de Scheler o Marañón. 

Voltaire retrataba al estúpido como un narcisista incapaz de percibir su propia estupidez, ‘una enfermedad extraordinaria’. Lo malo, continuaba, es que ‘no es el enfermo el que sufre por ella, sino los demás’. Ortega y Gasset comparaba el estúpido con el malvado: ‘el malvado descansa algunas veces; el necio jamás’‘En mi vida he visto muchos malos volverse buenos, pero nunca he visto un necio volverse sabio’, reza un dicho anónimo.

Las malas mañas suelen pegarse si uno se descuida. Y como algunos lectores podrán pensar que ya estoy cantinfleando, que me encontré con otros datos, o que muestro algún trastorno de la personalidad, mejor me quedo en las 600 palabras. Soy obsesivo-consciente de que debo poner límites a la estupidez temporal que trata de fijarse en mis neuronas.

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