Pbro. José Manuel Suazo Reyes

Una de las obras cristianas de mortificación que nos ayudan en este periodo de la Cuaresma para fortalecer la comunión con Dios es, sin duda, la práctica del AYUNO.

Se trata de la privación voluntaria de un bien que produce en nosotros algún tipo de satisfacción.

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Desde luego, el ayuno sincero va unido a la conversión interior pues, desde el punto de vista religioso, la persona busca el encuentro con Dios.

Tradicionalmente, con el AYUNO, la persona renuncia al consumo total o parcial de alimentos por un tiempo definido. Pero también se puede ayunar con los sentidos y de todo tipo de complacencias corporales, principalmente dejando de actuar de forma inapropiada. Es bueno ayunar de todo lo que pone en peligro a la persona.

Sería inútil privarse de alimentos pero al mismo tiempo alimentar el corazón con cosas que lo dañan a uno.

Uno puede ayunar con los ojos, con los labios, con las manos. Basta hacer un buen análisis de cómo estamos llevando nuestra vida con los demás y ver si lo que decimos, hacemos y observamos, nos está edificando o conduciendo por el bien.

Mediante el AYUNO la persona se entrena con la renuncia a cosas buenas para que en su momento aprenda a rechazar las cosas malas que lo perjudican. El ayuno dispone a la persona para abrirse a la gracia divina y a la presencia de Dios en su vida. Al aprender a privarnos de cualquier cosa que nos causa satisfacción empezamos a acostumbrarnos al dominio interior. Y cuando la voluntad empieza a orientarse a Dios, buscará evitar todo lo que lo separa de él.

El ayuno hace libre a la persona de toda esclavitud. Los dioses de este mundo quieren esclavos, Dios quiere hombres y mujeres libres. Como una forma de mortificación, el ayuno nos conduce a la imitación y seguimiento de Cristo que asume voluntariamente el peso de la cruz por nosotros.

Durante la cuaresma una buena motivación cristiana del ayuno es la de agradar a Dios y apartarse del mal camino, como lo dicen los profetas y el mismo Jesús:

“Vuelvan a mí de todo corazón, con ayunos, llantos y con duelo; desgarren su corazón y no sus vestidos” (Joel 2, 12-13).

“Éste es el ayuno que yo deseo: romper las cadenas injustas, soltar las coyundas del yugo, dejar libres a los maltratados, y arrancar todo yugo; compartir tu pan con el hambriento, acoger en tu hogar a los sin techo; vestir a los que veas desnudos y no abandonar a tus semejantes. Así surgirá tu luz como la aurora, y tu herida se curará rápidamente” (Is 58, 6-8).

“Tú, en cambio, cuando ayunes, perfuma tu cabeza y lava tu cara, para que tu ayuno sea visto, no por la gente, sino por tu Padre que está allí, en lo secreto; y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará” (Mt 6, 17-18).

Esto significa que la invitación a la ascesis no mira en primer lugar a las obras exteriores (“al saco y la ceniza”, “al ayuno y la mortificación”) sino a la conversión del corazón. Sin esta transformación interior las obras de penitencia permanecen estériles y engañosas.

Se ayuna para hacer penitencia y pedir perdón, por el pecado propio y por el ajeno. Se ayuna para pedir ayuda a Dios, para obtener su favor en asuntos importantes y en las grandes decisiones de la vida. Se ayuna para ser mejor persona y para crecer como hijo de Dios.

También el hombre contemporáneo está llamado a ayunar, es decir abstenerse no sólo de comida o bebida sino de otros muchos medios de consumo, de distractores y la mera satisfacción de los sentidos.

Ayunar significa a final de cuentas abstenerse o renunciar a algún beneficio que nos distrae de los verdaderos bienes.
Que la práctica del ayuno cuaresmal, nos ayude a progresar en el seguimiento y la imitación de Cristo.

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