Por Héctor González Aguilar

Cuento histórico sobre Poza Rica (II)

Minio no recordaba con certeza cuándo había llegado, pero suponía que fue un día del año de 1933. Arribó con su madre y otras mujeres que permanecieron en Palma Sola mientras los hombres levantaban, en su tiempo libre, las modestas cabañas. Tendría apenas cinco años y probablemente era la primera vez que salía de su hogar. El caserío de Palma Sola declinó con el tiempo, Minio supo de él por referencias maternas; su memoria, puede decirse, comenzaba con la llegada a la parada del kilómetro cincuenta y seis.

Sus primeras impresiones eran muy vagas; pero con los años, a fuerza de recordarlas, él mismo las fue puliendo para platicárselas a sus amigos y a sus hijos.

Él había llegado a Poza Rica en un pequeño trenecito que recorría una llanura selvática llena de pantanos y de grandes árboles plagados de bejucos que a veces confundía con culebras. En algunas partes la maleza era tan alta como los árboles, el aire era húmedo y le mojaba la cara. En realidad, el traqueteo de la maquinita no era tan molesto, pero el rechinido de las ruedas le provocaba el apretar sus dientes con fuerza. Y su mamá le enseñó el letrero que anunciaba la parada en Poza Rica; ah, y recordaba a la perfección el grandioso espectáculo de las lumbreras de los primeros pozos. 

Podría decir también que recordaba el olor, pero no, el olor era parte de él, había nacido con él; decía que por sus venas corría petróleo, que su cuerpo era de chapopote endurecido.

Su padre los recibió, agitó su humilde sombrero en señal de saludo, Minio saltó del tren para correr a sus brazos. Luego se fueron hasta un punto en el llano, junto a una loma. Ahí estaba la cabaña, sobre un terraplén, construida con tarro recubierto con lodo, piso de tierra muy bien apisonada y con techo de palma, de dos aguas. 

Sobre la loma se habían montado las casas de los empleados norteamericanos, que eran quienes administraban el campo petrolero. Para Minio era motivo de orgullo haber habitado una casita tan humilde y decía, convencido, que él era uno de los fundadores de la ciudad.  

Pronto se hicieron evidentes las desventajas de construir en una zona baja, pues las frecuentes lluvias anegaban el lugar y después aquello se convertía en un lodazal. Aunque Minio no veía tanto los inconvenientes como las oportunidades para ir a bañarse en las pozas o las excursiones a pescar buscando con afán los lagartos que los trabajadores del campo decían encontrar de cuando en cuando. 

Sin duda, aquellos fueron tiempos de extrema pobreza, de carencias, de grandes dificultades, pero de niño no se tiene mucha conciencia de ello. En casa de Minio nunca faltó la comida y cuando no iba a la escuela, después de realizar las tareas que le encomendaba su mamá, podía salir a jugar con los otros niños que habitaban el campo petrolero. 

La escuela estaba en una galera que la compañía había dispuesto para tal fin. Para llegar a clases debía saltar como rana, de charco en charco. Tenía un especial recuerdo de la maestra Esperanza, una señorita estricta que no permitía distracciones cuando se trataba de la aritmética, pero que los transportaba en una nube de algodón con la narración de historias ocurridas en lejanos e increíbles lugares.

Minio se levantó de la mecedora, entró a la casa, la partida continuaba, ni siquiera contestó cuando le ofrecieron volver al juego, se plantó frente al librero. Más que libros tenía fotos y recuerdos. 

Observó la foto de la boda, la novia con un vestido blanco, muy sencillo, con un pequeño escote en forma de corazón; él, con pantalón oscuro y camisa blanca. Sarita fue una mujer muy bella, lo fue hasta la madurez, el Creador se la llevó cuando padecía una penosa enfermedad. 

Se habían casado jóvenes, ella tenía dieciocho años y él veinte. En la foto, en sepia, ella sonreía tomada del brazo de él. En otras fotos estaban los padres de ambos, los hijos y los nietos. A Minio le hubiera gustado tener una hija, el cielo le mandó tres varones, aunque lo compensó con dos nietecitas a las que veía con frecuencia. 

El caserío comenzó a tomar forma cuando la compañía ordenó que se hicieran los trazados de las calles. Le llamaron la Colonia Obrera. Por esa época llegó la familia de Sarita a instalarse en Poza Rica. Los futuros novios apenas estaban dejando la infancia, ella era una niña de cabello castaño claro, unos hermosos ojos grandes y una sonrisa que se convertía en mueca cuando Minio le enseñaba alguna araña o algún gusano gigante. 

Un día picó a Minio un espantoso bicho que se escondía debajo de una piedra que él debió mover. Tuvo calenturas por una semana, la niña iba por las tardes a preguntar por su estado de salud, así comenzaron a enamorarse. Minio era bueno para el beisbol aunque algo perezoso en la escuela, en cambio, Sarita era muy responsable en sus estudios. 

Junto a la foto de boda se encontraba la urna. Minio la tomó con sus manos correosas y retornó al porche. Entre el barullo que armaban sus camaradas se distinguió una voz que decía: “ahí va Minio con la urna”. Era una cajita de cristal en la que se conservaba un preciado tesoro. 

A veces los amigos discutían, en son de broma, acerca de la futura propiedad de la urna, claro, cuando Minio faltara. Éste les decía que no deberían preocuparse, que la urna no saldría de su casa, pues antes que él, se morirían todos ellos.

La colocó sobre una mesita junto a la mecedora. No era muy grande, ni pesada. En su interior había una puerta que conducía a una época dorada, a un tiempo en que los viejos que ahora jugaban dominó eran jóvenes, fuertes y optimistas ante las vicisitudes de la vida. Una puerta que los transportaba a un tiempo en que las cosas tenían sabor a miel. 

La noche se esparcía por la ciudad, Minio se sentía ligero, el comentario de El Flaco no lo había molestado. Era lo suficientemente viejo como para tener preocupaciones por el futuro. ¿Qué pesares puede tener un octogenario que mientras llega el día de reunirse con la mujer amada, disfruta a sus nietos, a sus hijos y a sus amigos de siempre?

Aquello era cosa de su padre, quien, al morir, aparte de heredarle un pequeño solar y el orgullo de ser petrolero, le dejó un temor bastante grande.

El padre, originario de algún pueblo del norte del estado de Veracruz, y de extracción humilde, se inició en la industria petrolera a muy temprana edad, llevó una vida errante hasta que llegó al campo de Palma Sola. Antes había trabajado en los campos petroleros de la Faja de Oro, la primera, la cercana a Tampico, porque después a Poza Rica se le llamó la Nueva Faja de Oro. 

Minio había nacido en Palma Sola, con la ayuda de algunas parteras improvisadas guiadas más por la mano de Dios que por sus conocimientos en la materia. El niño creció robusto y sano a pesar del paludismo y de las enfermedades estomacales debidas a la continua escasez de agua limpia. Tuvo otros dos hermanos, pero ellos no resistieron las enfermedades infantiles de la época, por lo que Minio creció como hijo único.   

El orgullo heredado lo sintió por primera vez cuando ocurrió la huelga contra la compañía El Águila. En el año de 1937 los trabajadores del campo petrolero Poza Rica realizaron un paro indefinido. Don Herminio, el padre, no se doblegó a pesar de la golpiza que le dieron los esbirros que contrataba la compañía para amedrentar a los principales miembros del sindicato.

Para entonces Minio ya tenía más conciencia, recordaba las cosas con más claridad, fueron días difíciles, de privaciones aún mayores que en los tiempos normales, de violencia, de amenazas cumplidas sobre los trabajadores huelguistas. Su mamá le contaba que se robaban las gallinas y que mataban a los perros, una vez quemaron una casa con la finalidad de atemorizar a los que participaban en el movimiento. Y todo porque los trabajadores luchaban por alcanzar un modo digno de vivir.

Poza Rica ya era un pueblo igual que Poza de Cuero, el caserío vecino. Durante la huelga los trabajadores, y sus familias, vivían de la ayuda que les enviaban de los otros campos petroleros, así como de la solidaridad de los rancheros y de los campesinos que ayudaban con lo que podían. La huelga terminó casi a los dos meses de iniciada, pero los problemas continuaron porque la empresa se resistía a cumplir con lo estipulado en los acuerdos.

En 1938, con la nacionalización de los bienes petroleros las cosas mejoraron, aunque con vaivenes. El padre de Minio era escéptico en cuanto al futuro. Desde que se instalaron en Poza Rica acostumbraba decir que algún día se agotaría el yacimiento y tendrían que marcharse a otro campo. Lo decía con resignación, pues así era la vida del obrero de la industria petrolera. La estancia sería, como lo había sido en otros sitios, provisional. 

Al principio ni siquiera le decían Poza Rica sino el Cincuenta y Seis. Cada año que pasaba el padre decía: seguro este año disminuye la producción. Pero eso no sucedió, el tiempo pasó y el petróleo no se agotaba. En cambio, lo que se agotó fue la vida de su padre. Falleció después de ocurrida la expropiación, la infección de una herida producida en un accidente de trabajo terminó por llevarlo a la tumba.

Minio, a los quince años, se colocó como machetero para limpiar terrenos y hacer brechas; gracias a la intercesión de los compañeros de su papá, pudo incorporarse al taller de pailería donde aquél había trabajado. Conforme aprendió fue ascendiendo de categoría, tuvo mejores ingresos y, por fin, pudo construir una casita mejor en el pequeño solar heredado. Venían los años de bonanza para Minio y para Poza Rica, cuya población aumentaba de manera vertiginosa.

Después ocurrió la boda con Sarita, Minio era un muchacho, alto y fuerte, cuyo cuerpo se había forjado en el taller de pailería y en los llanos jugando a la pelota, era el principal lanzador de su equipo, tenía una recta respetable y estaba aprendiendo a lanzar curvas y sliders.

Minio, joven y enamorado, era feliz, aunque todos en el campo petrolero habían sido pobres, él decía no recordar haberlo sido. No guardaba ningún rencor por los empleados norteamericanos, quienes tuvieron mejores condiciones de vida y que designaban despectivamente el caserío de Minio como “la colonia etíope”. Después de todo, aquellos extranjeros engreídos habían terminado por marcharse.

Pero el pesimismo heredado con respecto al destino del campo petrolero no desapareció a pesar de que las cosas marchaban bien. De manera distinta a como lo planteaba su padre, el temor se hizo realidad en el año de 1966. Fue el año de la desgracia. La ciudad estuvo a punto de desaparecer, de volverse chatarra y humo. 

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