A 57 años de la masacre de Tlatelolco, el país sigue confrontando la herencia de un Estado represivo y la deuda pendiente con la verdad y la justicia.

El 2 de octubre de 1968 no es solo una fecha para recordar una masacre. Es un reflejo del origen de una fractura histórica en México: la confrontación entre una ciudadanía que exigía democracia y un Estado que respondió con balas. A más de medio siglo, el país sigue lidiando con las secuelas de aquel momento fundacional de la desconfianza institucional.

El 68: mucho más que un movimiento estudiantil

Aunque en la memoria colectiva el movimiento de 1968 suele asociarse únicamente con estudiantes, en realidad fue una expresión más amplia de una sociedad que comenzaba a cuestionar los límites del régimen priista. Las protestas se alimentaron del hartazgo social, de la rigidez política, de la falta de libertades y de una juventud que ya no temía mirar de frente al poder.

En ese contexto, la respuesta del gobierno encabezado por Gustavo Díaz Ordaz fue emblemática: una represión feroz, planificada y justificada bajo la lógica de mantener el “orden” en vísperas de los Juegos Olímpicos. El resultado fue una masacre que el Estado negó por décadas, negándose también a asumir su responsabilidad.

Crimen de Estado y cultura de impunidad

La masacre de Tlatelolco no fue un “exceso” ni un “accidente”. Fue un crimen de Estado: se desplegaron unidades militares, francotiradores del Batallón Olimpia, y se coordinó un operativo cuyo propósito no era disolver una protesta, sino castigar políticamente a un movimiento incómodo.

Pese a ello, hasta hoy nadie ha sido sentenciado por esos hechos. La investigación abierta en los años 2000 contra Luis Echeverría Álvarez, entonces secretario de Gobernación, terminó en archivo. Y aunque el gobierno mexicano ha reconocido oficialmente la masacre como un acto de represión estatal, no ha habido justicia ni reparación integral para las víctimas.

La impunidad del 68 no es una excepción: es parte del tejido de una cultura donde el poder rara vez rinde cuentas, que es lo que hay en nuestros días, y donde las violaciones graves a derechos humanos se arrastran como deudas históricas no saldadas.

Memoria como resistencia

Desde entonces, la frase “2 de octubre no se olvida” no solo honra a quienes fueron asesinados en Tlatelolco. Es también una consigna de lucha para generaciones que han heredado las causas del 68: la libertad de expresión, el derecho a organizarse, la crítica al poder, el rechazo a la violencia de Estado.

Cada año, las marchas conmemorativas no son meros actos rituales. Son formas de mantener viva una memoria incómoda que el poder político preferiría dejar atrás. Pero también son una advertencia: mientras no haya justicia, la herida sigue abierta.

¿Qué aprendimos del 68?

El 2 de octubre de 1968 nos recuerda que el autoritarismo no desaparece por decreto. Que la democracia no se consolida solo con elecciones, y que el respeto a los derechos humanos debe ser permanente, no estratégico. Nos recuerda también que un Estado que no asume sus crímenes está condenado a repetirlos.

Hoy, cuando México enfrenta nuevas crisis de violencia, inseguridad, corrupción, desapariciones forzadas y represión a manifestaciones sociales, el 68 vuelve a hablar. Nos advierte que la democracia se defiende con memoria, con verdad, y con la persistencia de quienes siguen preguntando: ¿quién dio la orden?

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