El Evangelio es la antítesis del poder. Es su negación: dios que renuncia a sí mismo para nacer en un establo y morir aplastado por el poder. Es la afirmación de un acto inmenso de libertad y un llamado al amor, que siempre es débil, que siempre es pobre. Allí, según él, radica la justicia.

Dice algo más: que ese amor al que nos llama no puede imponerse, no puede normarse, no puede exigirse, a riesgo de destruirlo.

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Cada vez que alguien desde el poder lo ha intentado, ha desencadenado desastres mayúsculos. La Iglesia lo pretendió y durante siglos promovió enemistades, guerras, persecuciones, cadalsos y sótanos de tortura. Lo intentó Pol Pot, cuya ideología bebía del personalismo, y sus sueños terminaron en el genocidio; ¿qué decir de Franco o de Pinochet?; ¿qué, incluso, de ese judeocristianismo materialista que llamamos comunismo?

López Obrador pretende intentarlo una vez más y su discurso y su hacer se llenan de contradicciones que, por desgracia, apuntan ya hacia graves atrocidades. En su sed de justicia olvida que el Evangelio es una forma de vida que, al margen del poder, lo cuestiona y lo equilibra; es la legitimidad (la auctoritas, el poder espiritual) que impide que la legalidad (la potestad, el poder temporal) se extravíe; un horizonte y una atmósfera que sólo se hace presente en quienes lo practican.

No pertenece al orden del poder –“Mi reino no es de este mundo”, dice Jesús a Pilatos, el procurador romano, el vicario del César y en ese momento del sanedrín que lo ha condenado–, sino al del amor, cuya libertad es incompatible con las coerciones del poder. Es un reino que está en el mundo, pero no pertenece a él.

Donde a lo largo de la historia el Evangelio ha aparecido, nunca ha sido en la institución clerical, sometida casi siempre a los intereses del poder, tampoco en el Estado –su hijo laico– y sus instituciones, sino en su márgenes –los Padres del Desierto, el monacato, las Reducciones, el primer franciscanismo, Teresa de Calcuta y sus monjas, las comunidades del Arca, las de Lanza del Vasto y las de Jean Vanier; aparece en los médicos y enfermeras que sobrepasan los protocolos institucionales y en los caracoles zapatistas–: allí donde, como en la luz del cirio la noche de la resurrección, surge iluminando tenuemente las tinieblas.

El propio Gandhi, que de alguna forma llevó el Evangelio al terreno de la política, nunca quiso el poder. Predicó la justicia y el amor fundando formas de vida –los áshram– semejantes a lo que esperaba fuera la vida del millón de aldeas que conformaban su patria. Desde allí confrontó al poder –al del imperio británico y al de su discípulo Nehru. A la muerte de Gandhi, Vinoba, el gran reformador agrario de la India, salió de uno de ellos, el de Wardha. ­“Quien sirve –dijo, mientras recorría a pie la India en su campaña de “El don de la tierra”–, así como renuncia a la riqueza debe renunciar al poder. Conocemos a esos hombres de buenas intenciones que dicen: ‘quiero el poder para servir mejor’.

El pueblo les cree, los ama y ellos mismos lo creen. Pero una mentira no se vuelve verdad por el hecho de que muchos la crean. Piensan tomar el poder y es el poder quien los toma con sus tentaciones y sus necesidades más fuertes que el poder del hombre. A esos hombres los amamos y queremos aprobarlos y ayudarlos, pero un día tenemos que combatirlos si se tuercen”.

López Obrador pertenece a esos hombres de los que habla Vinoba. Su equívoco no está en amar la austeridad monástica, en querer servir a los pobres, en poner la felicidad por encima de la economía de mercado, incluso, en despreciar, en un gesto de radicalismo franciscano, el conocimiento. En lo que se equivoca es en usar el poder para imponerlo y criminalizar lo que no se le parece.

En su afán por hacerlo ha terminado por promover la polarización y el odio, por lanzar al desempleo a miles de personas, por impulsar proyectos no sólo contrarios a la austeridad que predica, sino destructores de la vida natural y de formas de vida pueblerinas y verdaderamente austeras; por confundir el amor con la dádiva; por olvidar a las víctimas y darle carta de naturalización a la violencia, la corrupción, la impunidad y el crimen.

Una de las maneras en la que López Obrador pudiera hacer algo desde el poder por el Evangelio es precisamente no imponerlo. Obrar no como cristiano, sino en cuanto cristiano, es decir, fortaleciendo los sitios donde florece y generando un diálogo profundo en la sociedad que permita construir políticas públicas graduales que lo reflejen.

La otra –acorde con el espíritu y la naturaleza del Evangelio– es renunciar al poder y, como el propio Jesús, Gandhi, Vinoba y los zapatistas lo han hecho, mostrarnos un camino, una pedagogía

No hay otra vía. Imponer el Evangelio, legislar con él y criminalizar su contrario es no sólo destruirlo y generar males terribles, como lo muestra la historia, es también corromperlo en su raíz más profunda. Un verso de Shakespeare lo dice con amarga hermosura: “los lirios que se corrompen, huelen peor que las malas hierbas”.

Además, opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, detener la guerra, liberar a todos los presos políticos, hacer justicia a las víctimas de la violencia, juzgar a gobernadores y funcionarios criminales, esclarecer el asesinato de Samir Flores, la masacre de los LeBarón, detener los megaproyectos y devolverle la gobernabilidad a Morelos.

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