Guillermo Osorno*

Tras una semana de intensa polémica cultural, el 14 de septiembre el gobierno de la ciudad de México dio marcha atrás a su decisión de poner la escultura de una mujer indígena en el importante Paseo de la Reforma para sustituir una estatua de Cristóbal Colón, que adornaba la avenida desde 1877. La jefa de gobierno de la ciudad, Claudia Sheinbaum, dejó la decisión final en las manos de un cuerpo colegiado que, de hecho, ya existía para normar estos asuntos.

La trifulca sobre la estatua ha sido un debate simbólico que abarcó varios temas: la figura de Colón, la importancia de descolonizar una de las avenidas más importantes del país y la estética de la nueva escultura. También incluyó que el artista elegido fuera un hombre blanco y la autoritaria toma de decisiones de un gobierno sobre un espacio público de la mayor importancia.

Sin embargo, echó muy pocas luces sobre el tema de mayor relevancia: la situación de las naciones y pueblos indígenas en México y de las mujeres en particular, que, de hecho, están igual que antes, aunque el gobierno de Andrés Manuel López haya tenidos gestos simbólicos indigenistas, como exigir que la monarquía española y el papa pidieran perdón por la conquista de México o hayan usado a las mujeres indígenas más de una vez como arma para neutralizar a sus adversarios.

Quiero cuestionar la sustancia de estos gestos. En junio de 2020, el presidente López Obrador hizo una dura crítica al Consejo Nacional para Prevenir la Discriminación (Conapred), al que designó como un organismo innecesario, cuyas funciones deberían ser absorbidas por la Secretaría de Gobernación, como se llama en México al Ministerio del Interior. La presidenta del organismo renunció. AMLO dijo que propondría a una mujer indígena para ocupar el puesto porque los pueblos indígenas habían sido los “más humillados” y “más vilipendiados”, rebasando así por la izquierda a sus críticos progresistas. La propuesta se tomó en serio y se han presentado varias candidatas indígenas con la hoja de vida más que adecuada para dirigir un organismo de defensa de los derechos humanos, pero las autoridades han preferido que la organización siga sin cabeza.

Hace poco, los acólitos de AMLO protestaron luego de que la Secretaría de Relaciones Exteriores nombró como agregada cultural de México en España a una escritora llena de buenas intenciones pero crítica del régimen. López Obrador zanjó la polémica de la misma manera: en su conferencia, al día siguiente al nombramiento, dijo que debía ser escogida una poeta indígena. Nadie rechistó.

Ahora estamos frente al mismo expediente, solo que esta vez el gobierno fue vencido momentáneamente por su propio argumento. Desde octubre de 2020 las autoridades de la ciudad retiraron la estatua de Colón para darle mantenimiento, pero pronto quedó claro que en realidad pretendían revisar todo el conjunto que los activistas vandalizaban cada 12 de octubre, día de la raza o de los pueblos indígenas. El 5 de septiembre, día internacional de la mujer indígena, el gobierno de la ciudad anunció que una escultura del artista Pedro Reyes remplazaría Colón. Su nombre era Tlali y estaba inspirada en las cabezas olmecas del sureste del país, aunque el nombre era náhuatl.

La escultura generó una gran polémica centrada en el hecho de que Reyes ni es mujer ni es indígena. Un grupo de artistas y personas de la cultura mandó una carta pública a Sheinbaum criticando la elección del artista, el tratamiento del tema, pero aplaudiendo que se dedicara un monumento para las mujeres de las naciones y pueblos originarios de México.

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A diferencia de López Obrador, a quien no le gusta dar marcha atrás, la jefa de gobierno de la ciudad anunció que el futuro de la escultura de Reyes quedaba en manos de un comité de monumentos y justificó la remoción de Colón como la reivindicación de una nueva narrativa.

Queda peguntarse si esta narrativa tendrá un correlato en la vida concreta de los pueblos y las naciones indígenas, de las mujeres en particular, o será un gesto hueco, como el del régimen emanado de la Revolución mexicana, que también se apropió de un lenguaje indigenista para sus fines políticos.

Lo que vemos no es alentador. La construcción del Tren Maya, uno de los proyectos prioritarios de este gobierno, ha tenido efectos negativos sobre las comunidades concretas que ahora dice reivindicar y atenta contra sus derechos territoriales y los mecanismos de consulta. El país está lleno de conflictos con las comunidades indígenas provocados ya sea por proyectos de infraestructura del gobierno federal o proyectos mineros, energéticos, hidráulicos, agrícolas o turísticos promovidos o avalados por el gobierno.

A todas estas formas de violencia, debemos sumar el panorama desolador de los datos sobre pobreza en México. Según el reporte “10 años de medición de pobreza en México” de 2018, del Consejo Nacional de Evaluación de la Política Social (Coneval), el porcentaje de mujeres en pobreza es más alto que el de los hombres y aun mayor entre mujeres indígenas que viven en zonas rurales en comparación con las zonas urbanas.

Casi no hay nada en la política social del gobierno actual que atienda la brecha que existe entre las mujeres indígenas y el resto de la población, por no decir que la paridad de género que se ha logrado en lo político no tiene, en general, un efecto económico y social concreto.

Ojalá que la disputa que se ha despertado en el corazón de Ciudad de México también movilice la opinión pública para revisar lo que sucede en otras partes del país, en áreas que nos cuesta más trabajo imaginar porque están lejos de nuestro radar. De otra manera, el monumento que surja en lugar de Colón tendrá el mismo efecto: entronizar una fábula indigenista promovida por el Estado que enmascara una realidad más dura y compleja que sigue sin solucionarse.

Guillermo Osorno (@guillermosorno) es periodista y editor mexicano. Ha publicado Tengo que morir todas las noches: Una crónica de los ochenta, el underground y la cultura gay.

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