Marga Zambrana/Letras Libres

La inteligencia artificial (IA) ha llegado al periodismo como una promesa: rápida, inevitable y transformadora. Indetectable desde fuera, su impacto es irreversible y está redefiniendo la velocidad y el alcance del método periodístico desde sus entrañas. Y al mismo tiempo, este fruto del árbol del conocimiento viene acompañado de riesgos estructurales que no se están confrontando en la conversación pública.

Estos días la IA no solo transforma la producción de noticias, también modela la infraestructura misma del ecosistema informativo, desde la redacción hasta la distribución. ¿Resultado? Los medios de comunicación, otrora orgullosos y quijotescos guardianes de la autonomía editorial, comienzan a parecer fumadores empedernidos, perfectamente conscientes de su dependencia de un sistema que los puede deteriorar, pero incapaces de abandonar la adicción. O la esclavitud consentida.

El peligro no es solo tecnológico, sino político, ético y existencial. Debemos preguntarnos si estamos asistiendo, como sugiere Felix Simon, investigador en el Reuters Institute for the Study of Journalism, a una “captura de infraestructura” que amenaza las bases mismas del periodismo independiente. O, si como advierte Peter Loge, director de la School of Media and Public Affairs (SMPA) de The George Washington University, a un “suicidio asistido” de las redacciones, atrapadas entre la eficiencia algorítimica y el olvido de su misión.

Capturas, dependencias, vasallaje 

En su artículo de 2023 “Escape me if you can: How AI reshapes news organisations’ dependency on platform companies”, Simon introduce el concepto de “captura de infraestructura” (infrastructure capture) para describir el fenómeno por el cual empresas privadas, las plataformas tecnológicas, no solo suministran herramientas a los medios, sino que diseñan y controlan los entornos en los que los contenidos periodísticos se crean, circulan y monetizan.

No se trata simplemente de que los medios usen IA de terceros, se trata de que operan dentro de sistemas cerrados (propiedad de Amazon, Google, OpenAI o Microsoft) que fijan las reglas del juego. Según Simon, “si esto tendrá un impacto importante en la independencia editorial aún está por verse”, pero todo apunta a que el camino hacia esa captura ya está pavimentado.

Lo perverso es que la captura no necesita ser coercitiva. Basta con los llamados “lock-in effects”, o efectos de dependencia progresiva donde, una vez que una organización integra una infraestructura ajena, los costos de abandonarla se vuelven prohibitivos. Migrar a otro sistema o construir uno propio es, en la práctica, inviable. Como las ranas hervidas a fuego lento, los medios apenas notan cómo su margen de maniobra disminuye a cada paso.

Simon expone que esta situación convierte a los medios en “vasallos tecnológicos”, atrapados en relaciones de dependencia que comprometen, tarde o temprano, su capacidad de decidir qué, cómo y para quién informan.

Más allá de la captura directa, Simon llama la atención sobre los efectos indirectos que la IA genera sobre la industria de noticias. No es que una plataforma decida censurar a los medios locales o a los reportajes de investigación incómodos, ese sería un escenario demasiado burdo, casi decimonónico. La amenaza real es más elegante y, por tanto, más letal: que el periodismo acabe compitiendo en inferioridad de condiciones contra un aluvión de contenidos generados automáticamente que simulan ser noticias.

En sus propias palabras: “El uso creciente de la IA en las plataformas digitales y los riesgos potenciales para la visibilidad del contenido periodístico podrían llevar a un vaciamiento progresivo de la industria de las noticias en general”. Especialmente vulnerable en este contexto es el periodismo local, ya de por sí golpeado por la crisis económica y el éxodo publicitario hacia plataformas digitales. Y, cómo no, el precariodista.

Así, mientras los grandes medios y los periodistas luchan por sobrevivir en un mercado saturado de pseudonoticias generadas por IA, el periodismo independiente, incómodo testigo de la corrupción, las injusticias y las desigualdades, de los gigantes y los molinos de viento, corre el riesgo de convertirse en una rareza arqueológica, relevante solo para académicos nostálgicos y algún que otro coleccionista.

El espejismo de la eficiencia

Peter Loge aporta otra perspectiva igual de crucial: el espejismo de la eficiencia. La IA promete rapidez, volumen y reducción de costes, tentaciones inexorables para directivos que piensan en términos trimestrales. Sin embargo, Loge advierte que “las redacciones pueden verse seducidas por la eficiencia y olvidar que su propósito no es maximizar clics, sino servir al interés público”.

Es fácil caer en la trampa. Si producir diez veces más contenido cuesta la mitad, ¿qué directivo va a detenerse a considerar si ese contenido tiene valor? ¿Por qué preguntarse si mantiene el rigor, la profundidad o la responsabilidad social que históricamente definieron el periodismo?

Como sentencia Simon, “que una organización actúe de acuerdo con los estándares periodísticos tiene poco que ver con la tecnología y todo que ver con cómo concibe su misión”. 

La realidad perturbadora es, por tanto y como siempre, que la IA o cualquier avance tecnológico, ya sea la imprenta o internet, no degrada por sí sola el periodismo, sino que son los responsables de los medios que deciden, consciente o inconscientemente, sacrificar calidad por volumen, precisión por inmediatez, verdad por rentabilidad.

Pero la máquina aporta un peligro añadido. El impacto de la IA no se limita a la generación de contenidos. También reconfigura los canales de distribución: qué noticias ve el público, en qué orden, con qué titulares, con qué prioridades. Simon señala que este control algorítmico plantea riesgos serios de sesgo y de desinformación accidental. 

La IA puede amplificar contenidos erróneos sin intención explícita de engañar, basta un mal entrenamiento del modelo o una optimización deficiente del algoritmo de recomendación.

El peligro es que, en un entorno donde la visibilidad depende cada vez más de fórmulas opacas, los criterios de calidad periodística queden sepultados bajo métricas de clics, tiempos de lectura o engagement.

Para contrarrestar esta deriva, Simon recomienda que los medios adopten salvaguardas como la verificación humana rigurosa de cualquier contenido generado o asistido por IA, realizar pruebas sistemáticas antes de implementar sistemas automatizados, y una colaboración activa con universidades y otros medios para compartir mejores prácticas.

En un mundo donde los algoritmos escriben titulares, redactan resúmenes y optimizan la viralidad, la única defensa real del periodismo es la ética. “Nadie obliga directamente a los editores a utilizar la IA ni a decidir cómo exactamente deben utilizarla”, recuerda Simon. La decisión, al final, es humana. Y profundamente política.

La IA abre posibilidades gigantescas para investigar más a fondo la corrupción, analizar grandes bases de datos o mejorar la accesibilidad de las noticias. Y al mismo tiempo se puede usar para regurgitar contenido de baja calidad que simula profundidad. No podemos culpar de esto a la IA, sino al hombre.

¿Y el papel de los gobiernos? No esperen caballería. En cuanto a la intervención estatal, no podemos confiar demasiado en soluciones mágicas desde los gobiernos. Y en la actual deriva populista, mejor que no intervengan. Ni Simon ni Loge se pronuncian. 

En cualquier caso, el escepticismo está bien fundado, ¿cómo puede un poder político que apenas entiende la tecnología legislar eficazmente sobre ella?

La gran codependencia 

La relación entre IA y periodismo, lejos de ser una simple colaboración instrumental, se perfila como una codependencia tóxica. Los medios necesitan las herramientas que ofrece la tecnología para sobrevivir en un mercado ferozmente competitivo. Pero, al mismo tiempo, cada paso que dan hacia esa dependencia erosiona su autonomía, su credibilidad y, en última instancia, su razón de ser.

Más allá del uso interno de herramientas de inteligencia artificial, los medios tradicionales están abrazando una tendencia aún más radical: vender directamente sus contenidos a plataformas de IA para alimentar sus modelos de lenguaje. Empresas como OpenAI, Mistral o Meta han firmado acuerdos con grupos como Reuters, The Guardian, AFP, Prisa Media o Schibsted. La lógica es comprensible: nuevas vías de monetización, defensa de los derechos de autor frente al uso indiscriminado, y visibilidad reforzada. Al mismo tiempo, la propia IA puede aportar las soluciones técnicas para la verificación de contenidos informativos. Y estas dos evoluciones merecen un análisis más detallado y amplio.

El dilema es sencillo y brutal. O el periodismo domestica la IA a su servicio ético, o la IA domesticará al periodismo para su servicio comercial. El amor por la verdad debería unir al hombre y a la máquina. 

La IA, recordemos, no es epistemológicamente competente. No sabe lo que es verdadero o falso: solo predice lo que, estadísticamente, debería sonar plausible. Como advierte Felix Simon, “el riesgo de que aparezca información factualmente inexacta en el contenido noticioso podrá ser plausiblemente controlado”, pero solo si los humanos imponen límites estrictos. Es decir, la IA no distingue la verdad de una fotocopia verosímil. 

Peor aún, en un entorno donde el volumen de contenido se multiplica de forma exponencial, ¿cómo separar la noticia de verdad del alud de plausibilidades diseñadas para distraer? Si la visibilidad informativa queda en manos de algoritmos optimizados para maximizar el engagement y no para salvaguardar la veracidad, la verdad corre el riesgo de convertirse en un lujo, un efecto secundario no prioritario.

Peter Loge, por su parte, recuerda que el compromiso periodístico no es con la eficiencia sino con el interés público, lo cual presupone una búsqueda activa de la verdad, no su simulación. La IA puede ser un aliado en esa tarea, por ejemplo, analizando grandes bases de datos, destapando patrones ocultos, pero también puede ser el cómplice involuntario de una banalización masiva si no se establecen límites claros.

Quizá el deber del periodismo en la era de la IA sea desconfiar no solo de los algoritmos, sino de la fascinación que ejercen. Porque si el objetivo deja de ser la verdad y pasa a ser simplemente la producción optimizada de contenidos virales, lo que morirá no será el negocio de las noticias, sino la idea misma de periodismo.

El periodismo deberá recordar con un juramento hipocrático que su razón de ser no es sonar verdadero, sino serlo.

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