Gabriela vivía la mejor etapa de su existencia. Sin problemas económicos y con un envidiable horizonte financiero, disfrutaba la compañía de sus hijos que crecían sanos y fuertes. Era una mujer plena y feliz al lado de un hombre auténtico, el compañero esperado desde sus años juveniles. El esplendente paraíso que había construido era el marco perfecto de esos tiempos idílicos.
Sus estudios de doctorado en finanzas y la experiencia adquirida al lado de su ex marido en la Xunta de Galicia, le daban la templanza requerida para llevar a cabo las difíciles negociaciones que aseguraban el crecimiento de sus inversiones en la bolsa europea.
Apenas se instaló en el chalé, invitó a trabajar con ella a uno de sus mejores amigos, quien además había sido su secretario privado en el gobierno.
Esa mañana viajaban a la capital del país para conocer un piso que ella quería comprar en una exclusiva urbanización madrileña. En el avión Gabriela recordaba a su acompañante los años en Santiago y las vicisitudes que pudo soportar gracias al apoyo de sus padres. En la confidencia con el amigo le contó las numerosas infidelidades que debió perdonarle a su esposo.
Me engañó con alcaldesas, diputadas y funcionarias, mujeres fáciles que aprendieron el camino de la cama para manipularlo a su antojo. Y me extraña que tú, que siempre has sido mi amigo, jamás me hubieras dicho lo que pasaba.
No quise lastimarte, Gabriela. Lo que tu marido hacía era del conocimiento público. Pensé que era incorrecto abusar de mi posición para lastimarte más y ponerte el dedo en la herida. Siempre creí que lo sabías todo, como acabas de reconocerlo. Aun así, espero que puedas perdonar mi silencio.
Alex era un hombre que había perdido los estribos, continuó explicando. Se volvió loco desde que descubrió la plenitud del poder. Olvidó los consejos de su creador. Es más, tú sabes bien que lo hizo a un lado, lo desconoció y nulificó. Al final, a nadie hacía caso.
Pero te voy a platicar una anécdota que me contó “El Moscos”, su jefe de ayudantes, sobre los excesos que se veían en aquel famoso departamento del Barrio de Salamanca, a unos metros del parque El Retiro.
Una mañana, el presidente le informó que tendrían un día agotador en Madrid. Desde temprano lo acompañó a La Moncloa. Allí visitó a varios ministros y parece que estuvo en el despacho del Presidente de Gobierno, de donde salió tarde. Ni siquiera comieron. Regresaron a la calle Serrano y pasaron por la tienda Tiffany. El jefe eligió un colgante Victoria en platino con diamantes en forma de llave, y después de pagar quince o veinte mil euros, comentó algo así: “Ella es única. Un sí, será sin duda su respuesta”.
Después fueron al departamento y Alex le ordenó: “Tienes que quedarte a atendernos; en unos minutos llegan Mouriño, Cisneyros y Borrás. Procura estar atento porque vamos a tener una jornada de sol a sol”.
Mientras esperaban a los invitados, le mostró la ubicación de seis cajas fuertes, empotradas dentro de dos columnas y le dijo: “Ahí guardo monedas de oro, euros y dólares suficientes; por si Gabriela no recuerda dónde están, tú se las enseñas; ella sabe cuáles son las claves”.
Los amigos llegaron a las seis. Sobre el comedor había vinos, coñac, whisky y bandejas con tapas. Alex ya se había vestido con una túnica blanca y sandalias. En sus sienes llevaba una corona triunfal de hojas de laurel en oro. Parecía un emperador romano.
Empezaron a bromear y a beber. En un momento dado, el anfitrión pidió silencio y gritó: “¡Calígula tenía razón, somos esclavos de nosotros mismos y de nuestra sangre. Bebámosla hoy porque el poder fenece por la mañana!”
“Hey, tú, capitán, habla al Sombras y que vengan unas tías, las más bellas que tengan”. “Llama al Botín, que nos manden jamón de bellota; y quiero dos lechones de Casa Julio”.
“Loa al creador y al padre Limón, capellán de la catedral de Santiago, quien me regaló este bendito cáliz que honra mis manos y mis libaciones. ¡Gloria a Galicia y a sus ilustres hijos!”
Llegaron las prostitutas y también la cena; El Moscos continuó escanciando vino en copas y cáliz. A mano limpia los amigos comieron los lechones y magrearon a las muchachas, a quienes habían desvestido a cambio de suculentos fajos de billetes. Al paso de las horas las botellas fueron vaciándose y el alcohol haciendo sus efectos.
Cuando se vieron los primeros albores del amanecer, el emperador sacó de un estante una trompeta y como si hubiese estado en el Olimpo, la colocó en sus labios y sonó el aviso de retirada.
El Moscos despidió a las damas de la noche. Como pudo, llevó al presidente de la Junta a la recámara y condujo a los renuentes invitados a sus automóviles. A las seis de la mañana, cerró la puerta y abandonó el lugar. “De sol a sol; como dijo el jefe”, musitó mientras descendía por el elevador.
¡¿Es cierto lo que me cuentas?!
Sí, Gabriela, tal como lo escuché.
¡Maldito infeliz, desgraciado!
¡Ese colgante nunca lo recibí!
¡Alguna puta se lo quitó a ese gilipollas!
Continuará…
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