Ni siquiera sabía cuantos meses habían transcurrido desde aquella noche en que tuvo que cruzar el estrecho en una pequeña lancha. Desde que dejó la Xunta, andaba a salto de mata y le habían puesto precio a su cabeza. Tenía urgencia de llegar a Marruecos, para lo cual estaba obligado a burlar el asedio de la policía internacional.

La guardia civil seguía sus pasos y no lo dejaba en paz. Era consciente de que vivía en peligro constante. Pero la fortuna le sonreía desde que se atrevió a pasearse entre las multitudes turísticas de La Coruña. Esa tarde comprobó que ni su secretaria Esmeralda lo había reconocido en el chiringuito de la playa.

Durante las semanas que pasó encerrado en un hotel de Portugal pudo ensayar un tipo de voz pastosa que copió de Vito Corleone, el personaje principal de su película preferida. Se dejó crecer el bigote y la barba y cortó su pelo al rape. También aprendió a simular una leve cojera al caminar. Su disminución de peso le ayudó a conseguir otra apariencia.

Estaba seguro de que nadie lo reconocería con su nueva fisonomía; lejos había quedado su figura obesa. Por primera vez en su vida se sintió vanidoso y seguro. Comprobaba la sentencia aquella de que toda pérdida lleva implícita una ganancia. Ahora podía disfrutar su imagen de perfil cada vez que se veía ante el espejo o en los aparadores comerciales.

Mientras contemplaba el paisaje desde la ventanilla del tren, su mente lo condujo en el tiempo, llevándolo varios años atrás. Recordó a su madre y sus hermanos; a sus compañeros de la universidad en Madrid; su noviazgo y boda con Gabriela; sus inicios en la política con el tío; y por supuesto, su llegada a la presidencia de la Xunta en Galicia.

Para su desgracia, en cinco años todo había cambiado. Se había convertido en un fugitivo; en realidad, un prófugo trashumante. Y todo a causa de la traición. Sintió que le ardían los ojos. ¡Hijos de puta!, gruñó.

Recordó cuando a su departamento del puerto llegó su madrina solamente para darle un fuerte bofetón. Eres un imbécil, le dijo. Un desgraciado traidor y ambicioso que no respetas a quien te puso en el cargo. ¡Eres una mierda de persona! ¡Ya olvidaste todo lo que te apoyé, ingrato!, había remarcado la enfurecida mujer.

También recordó al tío, aquella vez cuando a través del teléfono le dijo a alguien: “¡este muchacho se está volviendo un gilipollas!”. Evocó la ocasión en que la mafia lo había retenido al bajar de su avión durante la campaña. El tío se cansó de recriminarlo por no haber atendido su consejo: ¡Pudieron matarte! ¡Te dije que aterrizaras en el aeropuerto de Vigo, no allá! ¡Estás exponiendo todo el proyecto sucesorio!

Dos años después, ocurrió el rompimiento definitivo con su maestro y protector. Por qué no le hice caso, pensó. La culpa la tiene Gabriela; es una manipuladora. Pero la quería, y quería demostrarle que no se había equivocado conmigo. ¡¿En qué fallé?! ¡Maldita suerte la mía!

Recordó cuando en los meses de campaña, Gabriela recibía maletas llenas de billetes para la operación política. Ella misma lo entregaba en sobres cerrados a los líderes y representantes. Después, la imaginó ya en la época de la beneficencia, cuando regresaba del club hípico, todavía vestida con sus pantalones de montar y regañaba a sus ayudantes por no tener suficiente sensibilidad para ayudar a los menesterosos.

Pensó en Cuevas de Almanzora, a quien detuvieron injustamente en Las Bajadas cuando llegó en una aeronave a pagar a unos artistas. De dónde sacan los críticos que esa acción era una irregularidad. Esos periodistas son unos estúpidos. El poder siempre tiene sus formas. ¡Ignorantes! Él es uno de los más leales; honesto como pocos.

Se acordó de Mouriño, su entrañable amigo de la infancia. Se ha comportado con Gabriela como si fuera un verdadero primo. Pensaba que él había sido uno de los amigos más fieles y comprometidos. Recordó la eficiencia de Tomás de la Regué y su noviazgo con Penélope Almodovar, la hermosa estrella de cine a quien hacían llorar los desastres naturales y la desesperación de los damnificados.

El aviso de que el tren llegaba a Casablanca, lo devolvió a la realidad. Alex sabía que tendría que seguir viajando por el mundo para no ser detenido. Que el tiempo diluiría la trama judicial en que lo habían enredado. Estaba tranquilo porque guardaba un auténtico salvoconducto, un arsenal de pruebas a su favor. Había tenido el cuidado de grabar las conversaciones con el presidente en La Moncloa y durante sus giras a Galicia. Y estaban a buen resguardo. Para qué preocuparse. Se tranquilizó.

Reflexionó en que había tenido que repartir grandes sumas de dinero. Le satisface el saber que ha invertido y multiplicado su patrimonio para darle una buena vida a varias generaciones de su familia. Piensa en que sus hermanos también hicieron un buen capital. Y Gabriela, ni duda cabe. Recordó a su suegro Matías, quien en pocos años pasó de la cárcel a ser propietario de un parque industrial y de un avión para nueve pasajeros.

Recordó el consejo de irse a la Patagonia, que le llegó del tío. Estaría loco, la vida que quiero no está en aquellos sitios del fin del mundo. ¡Bah, el tío no quiere perder ninguna!, pensó. Franco no se equivocó, fue un genio. Su estrategia con los colaboradores, es una gran aportación a la política. Nunca falla. Por cierto, ¿qué habrá sido de Aguilera? ¡Jajaja, luego, luego, luego sacó las uñas; y dicen que es honestón!

Pensó en sus mujeres. Qué será de las muchachas que consiguieron cargo desde los cielos de Galicia. ¡Ahhh, qué tiempos aquellos cuando todo marchaba de puta madre! ¿A qué sitio iré ahora? ¿Le hablaré a Pilar para que me acompañe?

Continuará…

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