Por Héctor González Aguilar

Un 2 de diciembre del año de 1547, en Castilleja de la Cuesta, Andalucía, murió Hernán Cortés, el extremeño que había realizado una hazaña que muy difícilmente alguien de su época se hubiera imaginado: abrir las puertas de la cornucopia americana a la corona española.

Falleció a los sesenta y dos años, alejado de sus compañeros de armas y distante de la tierra que puso en bandeja de plata al rey Carlos I, de España. Se dice que estaba enfermo, que murió pobre aunque ya era el Marqués del Valle de Oaxaca, también se dice que vivió frustrado sus últimos días por no haber obtenido el reconocimiento que le correspondía por los invaluables servicios que prestó a la monarquía.

Reza la sabiduría popular que a los muertos hay que dejarlos descansar en paz, en el caso de Hernán Cortés esto es punto menos que imposible.

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Es de suponer que, como buen cristiano, su alma haya logrado el descanso eterno, pero en lo que toca a sus restos mortales estos han pasado más peripecias que el mismísimo Sandokán, el tigre de Malasia. Fue sepultado en España, pidió que sus restos se trasladaran a México Tenochtitlan, la ciudad que él refundó. Y así sucedió, mas con la aversión que despertaba su imagen de conquistador en los años posteriores a la independencia, se procedió a cambiarlos de lugar en más de una ocasión y a ocultar su precisa ubicación. Al día de hoy se encuentran en una iglesia de la ciudad de México prácticamente olvidados.

Asimismo, lo que no tiene un minuto de reposo es el legado que nos dejó a los mexicanos. Pero, ¿cuál es su legado?

Hernán Cortés fue el capitán que dirigió a los ejércitos de Tlaxcala y otras naciones indígenas en la guerra que se hizo para terminar con la hegemonía de los mexicas; consumada la victoria, inició la introducción de la cultura europea en esta tierra; fue el iniciador del mestizaje que daría origen a los mexicanos de hoy. ¿Que todo esto trajo consecuencias, algunas desastrosas?, de acuerdo, pero dudosamente otro lo hubiera hecho mejor.

Y justamente por eso es el personaje que no quisiéramos tener en nuestra historia. Una y otra vez hemos reprobado sus actos, el sentimiento mexicano en su contra se fundamenta con la existencia de una leyenda negra que pesa como una losa sobre él. Los elementos de esta leyenda son muchos y van desde que asesinó a su primera esposa legítima, Catalina Xuárez, hasta hacerlo el principal responsable de la explotación de los indígenas y de la disminución de la población nativa. 

A pesar de la importancia que tiene Cortés en la creación de la nacionalidad mexicana, y no obstante los análisis imparciales que han sido realizados por investigadores de distintas épocas, en especial durante el siglo XX, todavía no es posible ubicarlo en su justa medida como personaje histórico.

Hemos ignorado los aciertos de Cortés, hemos señalado sus abusos como si hubiera sido el único que los cometió. Los mexicanos lo seguimos negando, y este constante rechazo habla más de nuestra inmadurez como nación que de la real culpabilidad del personaje. 

En nuestro país tenemos la capacidad para señalar los errores de aquellos que nos antecedieron, pero no hacemos nada por dejar de cometer esos mismos errores; por ejemplo, la expoliación reiterada que los poderosos –todos mexicanos, todos muy nacionalistas- han venido cometiendo sobre los sectores menos favorecidos de la población, incluidas las etnias.

Hernán Cortés nos incomoda, cierto, pero nunca lo podremos expulsar de nuestra historia. Conviene, entonces, aprender a convivir con él. Necesitamos estudiarlo para explicarlo, y explicarlo para comprenderlo, algo muy parecido dijo Francisco de la Maza hace ya muchos años.

En fin, y aquí recuerdo a Octavio Paz, cuando los mexicanos aceptemos a Hernán Cortés como lo que realmente es, un personaje histórico, podremos vernos a nosotros mismos con una mirada más clara, generosa y serena. 

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