Miguel Ángel Santamarina/Zenda
La sombra de Beatrice es alargada. «Virgilio representa a los ancestros a cuya línea pertenecemos y que hemos heredado. Beatrice es el alma», afirma uno de los personajes de la última obra de Ernesto Pérez Zúñiga (1971), Veníamos de la noche (Galaxia Gutenberg). Además de Dante, que ya es suficiente, aquí hay muchas más cosas. En este libro nos dejamos las uñas rascando capas, y tras cada trozo de esmalte desconchado aparece un nuevo tesoro. Pérez Zúñiga ha diseñado un edificio narrativo lleno de recovecos trampeados, falsos pasillos y habitaciones escondidas; todo cementado con la cultura como respuesta y argumento. Esta magnífica novela de amor transita por el thriller de forma natural, elegante y, sobre todo, divertida. Diversión entendida como juego literario, que comienza en las primeras páginas y no cesa ni en la nota de agradecimientos del final. En Veníamos de la noche nos encontramos con la realidad que queremos ver, la que nos cuentan, imaginamos, retorcemos, la que en realidad es y la que finalmente decidimos asumir como nuestra. Cuando ese proceso se complementa, como la protagonista de la novela, Lucía, conseguimos redimir nuestros pecados.
Ernesto Pérez Zúñiga habló de amar desde la muerte, acerca de la belleza y la mugre de Roma y sobre los poemas que escribimos creyendo que eran de amor y en realidad todo era idealización y posesión.
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—Se publican muchas novelas, de muchos temas. No sé si tantas de amor. ¿Podemos definir su obra como una novela de amor?
—Creo que sí. De todos los temas de la novela, el amor es el mejor. Porque además es un tipo de amor diferente, que cultiva lo mejor del otro. Tradicionalmente hemos visto el amor como enamoramiento: el amante que no puede vivir sin el otro; también como posesión, que es la forma en la cual lo ejerce uno de los personajes, el ex de Lucía, Sebastián. Pero ese amor que es protagonista en el libro es un sentimiento que permite a cada uno sacar la mejor versión de sí mismo. Y esa visión del amor le sirve a Lucía para afrontar una nueva vida.
—Como acabas de comentar, hay diferentes clases de amor en tu libro. Muchos de ellos son extremos. Hay una escena en la que los protagonistas hablan de ser amados desde la muerte. Amar en posición de cadáver. Como la historia del duque de Orsini y Giulia Farnese.
—Sí. Hay diferentes planos del amor: para amarse, dos personas tienen que conectar en el plano físico, en el emocional, en el ético y en el espiritual. Y luego hay un paso más, que es amar a alguien hasta la muerte. Eso es lo que ocurre con Enrico y su mujer. Y la historia de Giulia Farnese aporta otro matiz más: «Te amo desde la muerte». Eso es lo que simboliza el monumento de Bomarzo, un recuerdo a una persona que ya no está para que siga disfrutando de la belleza y sepa que sigue siendo amada. En la novela hay una relación, entre Lucía y Enrico, que va también más allá de lo físico y más allá de la vida.
—Más amor, pero del malo: hay una relación tóxica, posesiva, que persigue a la protagonista.
—Ese amor lo he ejemplificado en el libro con los boleros. Es ese amor latino que está en las letras del reguetón: tú eres mía. Eso no es amor; eso es reducir el sentimiento a la posesión de una forma obsesiva. El amor es otra cosa; es generoso, desinteresado, saca lo mejor del otro, quiere sublimar las cosas… Eso quería contarlo, y ese contraste: con dos tipos de amor en funcionamiento es algo que está en la vida y en nuestro aprendizaje. Cuando yo tenía veinte años le di un libro que había escrito de poemas a un profesor de filosofía, y él me preguntó: «¿Este libro qué es?». Y le contesté que de amor. Mi profesor se lo leyó y me dijo lo siguiente: «Este no es un libro de amor». Yo no lo entendí en su momento. Lo comprendí más tarde. No era un libro de amor, yo había escrito sobre obsesionarse con alguien, idealizar a ese alguien… (Risas) El amor permite ver la belleza del otro y ponerla en primer lugar, pero hablamos de una belleza mucho más espiritual que física, que tiene más que ver con una celebración inmensa de la vida.
—Dante aparece al principio, en las citas, y en la página 14 ya hay una referencia directa a la Divina comedia. Y no la soltamos durante el resto de la novela.
—No. Claro que no. (Risas) Por eso Enrico lleva la Divina comedia en el bolsillo. Este libro es una gran metáfora de la evolución humana. Para mí es una obra muy importante, que me leí con catorce años. Obviamente, no me enteré de mucho; excepto de la parte del Infierno. (Risas) Desde entonces, la he leído muchas veces. Como te decía, se produce una evolución, un desprendimiento —de todo lo que te cierra, de todo lo que te hace egoísta— para ir hacia el Paraíso. La Divina comedia es un aprendizaje de amor, que realizas guiado por Beatrice, Dante y Virgilio. Del amor a Beatrice se pasa al amor a la belleza, al amor al mundo, a la creación. Mi novela también va de eso: pasar de una posición cerrada hacia una existencia completa. Ese proceso se simboliza en Lucía: no puedes pintar el cielo sin amar la tierra.
—Hay otra gran obra que recorre el libro, Frankenstein.
—Es una lectura que siempre me ha gustado. Quedé muy impresionado por el monstruo. Un monstruo que quiere tener alma para poder amar. Recuerdo esa escena de la película en la que la niña le ofrece la flor al monstruo y, como no sabe qué hacer con ella, la tira al agua, y luego a la niña también… Eso me parece un símbolo muy poderoso del mundo contemporáneo. Tantos años después de Mary Shelley, Frankenstein ha vencido en el mundo occidental. El alma del ser humano ya no es importante. En esta sociedad que ha hecho de la ciencia una religión, el doctor Frankenstein es el que gobierna el mundo. Y ese mundo es un mundo Frankenstein: poblado por personas sin alma, que no se cuestionan las cosas y se limitan a consumir. El ser humano se ha convertido en un prisionero de ese mundo sin alma.
—En la novela hay un personaje, Sebastián —conocido como «el señor de las ratas»—, un empresario farmacéutico sin escrúpulos que se puede asemejar mucho a una especie de doctor Frankenstein.
—Efectivamente, Sebastián es el doctor Frankenstein. Un hombre obsesionado con la ciencia y con esos animales que dice amar, pero que utiliza en sus experimentos para conseguir medicamentos que «sirvan para el género humano». Ahí lo que tenemos, en nombre del amor al ser humano, es un negocio brutal y también una deshumanización de la sociedad. Sebastián encarna a ese Victor Frankenstein, obsesionado con su criatura, en este caso sus medicamentos, y le da igual lo que tenga que hacer para conseguir su propósito.
—¿Podemos decir que además de todo lo anterior, su novela persigue una redención?
—Sí. Lucía va a Roma con la obsesión de pintar, como todos los creadores, pero ella es prisionera de todo lo que no ha solucionado en su vida anterior. La belleza de Roma —que Enrico le va a enseñar a amar— le va a permitir identificar la herida y comenzar a curarla. Esta es una novela de redención y también de transformación: de la confusión a la claridad, de la cobardía a la acción. La redención que se produce no es sólo del personaje, también la hay de la sociedad. Lucía también representa a esos laboratorios farmacéuticos en los que trabajó durante un montón de años, y el mensaje que nos llega es muy claro: se puede vivir de otra forma, siendo tú mismo. Mucha gente no consigue vivir siendo ella misma, y eso causa mucha frustración. En la novela hay redención para los personajes, y también la ha habido para mí al escribirla.
—Por momentos, el lector se convierte también en un visitante de un museo, en un espectador de un concierto de ópera o en un flâneur que deambula por Roma. La novela tiene un afán cultural; María Ángeles Encinar la definió como culturalista.
—(Piensa) Culturalista, quizá, es un adjetivo un poco excesivo. (Risas) Es un término que a veces se usa de forma peyorativa por su sentido demasiado erudito. Creo que es una novela que ama la cultura, que celebra la literatura y el arte. La cultura está integrada en la narración y en la vida de los protagonistas de una forma natural. No se trata de exhibir un conocimiento, sino todo lo contrario: demostrar que la cultura forma parte de la vida y de la estructura más natural de la sociedad. Pocas cosas nos alimentan como la cultura.
—Vamos con la pintora de cielos. Que Lucía, la protagonista, quede atrapada por los cuadros de Rothko no es casualidad. La obsesión de este pintor era representar la tragedia, el éxtasis, la perdición…
—La pintura de Rothko tiene algo de magnético, que tiene que ver con esa nebulosa y esos cielos de Lucía. Cuando vi los cuadros de Rothko en Nueva York me quedé fascinado por algo tan vivo, con toda esa energía. El problema de Lucía al principio de la novela es que su arte es un arte bien hecho, pero para ella no está vivo y quiere esa vida que encuentra en los cuadros de Rothko. Conforme va avanzando en su relación con Enrico, la pintura de Rothko pasa a un segundo plano, porque ella comienza a entender la energía que hay en la existencia.
—Entiendo que la elección de la Papilla estelar de Remedios Varo para la sobrecubierta no es casual.
—Cuando escribí el libro no lo tenía presente, pero al elegir el cuadro de Remedios Varo para la portada me di cuenta de que tiene mucho que ver con la novela. Esa «papilla estelar» se fabrica con el cielo, que alimenta a la luna prisionera, que en la novela es la propia Lucía, su alma. Y al final, como he comentado sobre la transformación, esa jaula se acaba abriendo. Lucía se libera por completo después de sacar a la luz un gran secreto.
—Roma es una protagonista más del libro. En el libro hace referencia a la famosa frase de Pasolini: «Roma no sería la ciudad más bella del mundo si no fuera también la más fea del mundo». ¿Está de acuerdo?
—Roma es en sí misma un contraste brutal: hay belleza y también suciedad y mugre, entre el caos y lo sublime. Roma es una protagonista inmensa en mi novela. La primera vez que fui a Roma, hace ya más de veinte años, comencé a caminar a las ocho de la tarde y no paré hasta las cuatro de la mañana; era incapaz de sentarme a cenar o a tomarme el aperitivo porque no quería perderme ni un instante de esa belleza que está por todas partes. Esa belleza está en las paredes, los torreones, los callejones, el cielo… Al mismo tiempo, por muchos de sus lugares hay huellas de mugre, abandono y desolación. Y eso me parecía una metáfora muy hermosa de la vida: amor, belleza y también dolor y cosas desagradables. La novela se estructura con muchos claroscuros.
—Terminamos. En cierta manera, su obra es una reivindicación del pasado, de un mundo que ya no existe. Recuerdo la frase de uno de los protagonistas: «Si Jesucristo viniera hoy al mundo, nos diría: Amaos los unos a los otros y desconectad el móvil». ¿El arte puede ser una alternativa al mundo tecnológico deshumanizado? ¿Hay vuelta a atrás?
—Yo creo que sí. Para mí hay posibilidad de vuelta atrás todos los días. Aunque tengamos un mundo tecnológico, muy útil en muchos aspectos, somos millones las personas que tenemos la conciencia en otro tipo de cosas, enfocadas al lado más creativo del ser humano, al arte, al humanismo. Hay un concepto importante en la novela —que yo he desarrollado a nivel personal últimamente— que hace referencia a poner la naturaleza en el centro. El ser humano ha hecho una derivación del mundo rural al urbano, y de éste al tecnológico y al digital. Y lo ha hecho de un modo que parece excluyente. El mundo tecnológico puede ser muy útil, pero si no lo controlamos puede esclavizarnos, puede devorarnos. Si cultivamos el arte y la belleza no sólo estaremos humanizados, sino que evitaremos estar bajo el yugo de la tecnología. En la novela hay un aviso: estamos cambiando comodidad por enajenación.