Juana Elizabeth Castro López

Si bien es difícil tratar de definir a una persona, es aún más complicado  intentar  definir a Aquél que creó el cielo y la tierra. Habrá quien no le parezca necesario precisar esto, sin embargo, ese significado es trascendental, pues, cuando aterrizamos la definición de Dios en nuestro corazón, encontramos la definición de nosotros mismos. 

Afortunadamente, la tarea ya está hecha, porque en las Sagradas Escrituras cristianas encontramos tres definiciones de la divinidad: “Dios es Espíritu”,  “Dios es Amor” y “Dios es luz y no hay ningunas tinieblas en él” (Juan). Asomarnos a estos significados es como ver un cielo lleno de estrellas y percatarse que allí hay más de lo que se logra ver a simple vista. A continuación, sólo abordaremos el tercer aserto, para señalar un par de poderosas verdades que pasan desapercibidas y son peligrosamente ignoradas; pero, que están ahí, en el texto sagrado, para salud de quien quiera encontrar la definición de sí mismo.

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Gracias a la carta Primera de Juan, discípulo de Jesús, tenemos esta definición que ilumina la mente y el corazón. En sus escritos, Juan define a Dios y a Cristo (Mesías, Ungido) como luz. En su carta, Juan  expone su legítima calidad de testigo del advenimiento del Mesías y da testimonio de que el Ungido que Dios prometió, ya se manifestó en Jesús. Y, cuando testifica que él lo vio, oyó y tocó;  es posible percibir en la carta los tonos sublimes de su gran gozo, a pesar de que fue escrita hace más de dos mil años. Y, su alegría llega a su cúspide cuando anuncia el mensaje del Mesías: “Dios es luz y no hay ningunas tinieblas en él” (Juan). Juan enfatiza la pureza de la luz de Dios al decir “ningunas tinieblas”. Esto permite entender, entre otras muchas cosas, que las tinieblas y hasta el menor rastro de  tinieblas no tienen cabida en esta luz plena y perfecta.

Ahora bien, para plantear la primera verdad que se vislumbra en la definición en cuestión, es necesario precisar que cuando el hombre arrepentido de todo su proceder se vuelve a Jesús, le es quitado  el  “corazón de piedra” y  creado en él un “corazón de carne”; esto es el “nuevo nacimiento”,  que fue prometido y anunciado por profecía de la siguiente manera: “Os daré corazón nuevo, y pondré espíritu nuevo dentro de vosotros; y quitaré de vuestra carne el corazón de piedra, y os daré un corazón de carne” (Ezequiel). Por la fe en Cristo, la vieja criatura muere y nace una nueva criatura. El nacido de nuevo vive en luz. Este nuevo nacimiento se produce porque Jesucristo le ha bautizado con el Espíritu Santo, el cual habla al espíritu del hombre. Así, con su ayuda  la nueva criatura puede controlar los impulsos que quedan como vestigios del corazón de piedra. Revelándose así el nuevo corazón por el fruto del Espíritu (amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe, mansedumbre, templanza)

En medio de la luz es posible ver cualquier rastro de la vieja criatura. La ira, el enojo, son vestigios del anterior corazón. Un “nacido de nuevo” puede presentar rasgos de la vieja criatura y, por ejemplo, cuando se enoja descontroladamente, empieza una lucha como si estuviera forcejeando con un caballo brioso, desbocado. Es entonces que esa luz perfecta de Dios, que ilumina a todo el  que ha venido a vivir en Cristo,  le permite ver que esa ira es tinieblas.  Por tanto, echando mano de la templanza (fruto del Espíritu Santo) toma control de la ira,  sometiéndola. Pero, si  deja que la ira lo domine, conscientemente estará trayendo tinieblas, y ya no estará en luz. 

El nacido de nuevo se expone a un gran peligro cuando no reconoce que está faltando a la verdad y se auto engaña al creer que aún está en luz, cuando deliberadamente se ha salido de ella. Pero, Juan dice: recapacita a tiempo, no todo está perdido. El único abogado que el transgresor tiene delante de Dios Padre es Dios Hijo. Si se le confiesan los pecados (faltas,  yerros,  errores, transgresiones, injusticias, etc.)  Él es fiel y justo para perdonar y limpiar de toda maldad. Pero si se persiste  en el pecado, la nueva criatura se priva voluntariamente de la luz de la vida eterna a la que se refiere Juan cuando dice: “…y os anunciamos la vida eterna” (Juan). Esta vida eterna es la que vive la nueva criatura,  provisión de Dios que en Cristo es completa; al darle vida nueva o eterna, desde ahora. 

La segunda verdad, que es posible deducir en la definición de Dios como luz, se refiere a los efectos de la maravillosa cirugía de Dios al reemplazar el corazón de piedra con uno de carne y establecerlo en la vida eterna, que es en el Ungido, pues, estando en Él, su óleo impregna al nacido de nuevo. Este es el resultado natural de vivir la vida con Jesucristo. Y esta unción, que sólo se da en medio de su luz perfecta, evita que la nueva criatura pueda engañarse o ser engañada. Pues, la luz divina le revela si su proceder es tinieblas o no y ya no tiene necesidad de que otro le enseñe, pues, la misma luz habla muy claro y detecta hasta la pizca más leve de tinieblas que hubiera en la nueva criatura, advirtiéndole rápidamente para que enderece su proceder. Y, para que esta reorientación sea posible, le es dado el poder del Espíritu Santo. En otras palabras, el individuo no puede, por esfuerzo propio, enderezar sus maneras de ser sin pasar por el quirófano divino y recibir la ayuda del Santo Espíritu de Dios.

En resumen,  las dos verdades expuestas se suman en el hecho de que “Dios es luz y no hay ningunas tinieblas en él”. Su luz,  provee de orientación inequívoca y da crecimiento a la nueva criatura y, al mismo tiempo, la alerta para que no se auto engañe simulando estar en luz cuando está en tinieblas, pues, el mensaje del Mesías es claro: la luz perfecta que define a Dios, no ocultará jamás ningunas tinieblas. 

juanaeli.castrol2@gmail.com

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