A propósito de su libro “El ajedrecista y la muerte”, que tiene un capítulo sobre la locura, el ensayista mexicano Mario Jaime cree que la razón tiene algo de soporífera y hay un cierto encanto en los seres disparados de la realidad.

“La cordura es muy aburrida; decía Salvador Díaz Mirón que el sentido común no alcanza el genio, al revés, lo que vale la pena es la locura. Se paga un precio fuerte, pero es una especie de equilibrio energético en el Universo”, aseguró el escritor en entrevista con EFE.

El libro, publicado por la editorial Samsara, cuenta con 18 ensayos relacionados más con la belleza del juego que con aperturas, defensas, gambitos y estrategias para hacer más letal el ataque del alfil de casillas blancas.

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“No es un tratado; es una obra sobre ajedrez, no de ajedrez. Ahí indago sobre la demencia, la locura, la pasión de los humanos que se han enfrentado en contra y a favor de este bello y sublime juego; manejo muchos temas; ajedrez y política, ajedrez y crímenes, y sobre todo, giro mucho sobre la psiquiatría”, cuenta.

Jaime, doctor en ciencias marinas, es académico, novelista, cuentista, ensayista, pero más que un ‘nerd’, va por la vida más interesado en la embriaguez, entendida como poesía, que en la disciplina.

Un pulpo juega ajedrez con un cangrejo en el fondo del mar, un militar corrupto, expresidente de la Federación Internacional de Ajedrez, asegura haber sido visitado por extraterrestes, los tramposos ensucian en el llamado juego ciencia y el ajedrez como propaganda. Son algunas de las joyas del volumen de 140 páginas.

Después de 10 años de investigaciones, Mario Jaime, un erudito en la obra de Shakespeare, escribe sobre las tragedias de hombres que murieron o mataron ante el tablero, como su padre, quien sufrió un infarto en medio de una partida.

Desde entonces al escritor le ha intrigado qué posición había en los escaques durante el momento fatídico, si su progenitor tenía ventaja o si estaba en la apertura cuando su corazón dejo de latir.

“Nuestro padre es nuestro primer Dios y nuestra madre nuestra primera diosa; me parezco a él y con este libro trato de reconciliar su memoria. Sí, hago una especie de homenaje, él fue un buen ajedrecista en México, entrenador del Colegio Militar”, confiesa.

Aunque conoce la Defensa Escandinava (1.e4 d5), Jaime no es un buen ajedrecista. No pertenece a clubes, pero juega con amigos y en madrugadas de desvelo a veces se anima a retar a quien aparezca en uno de los principales sitios de ‘chess’ en la red.

“Soy mal ajedrecista; soy como un melómano que le gusta la ópera pero es un villamelón y no sabe tocar un instrumento. Igual con el ajedrez, me encanta; me gusta recrear las partidas clásicas, ver la belleza, pero soy un chapucero en el tablero”, confiesa.

Su apego a la belleza lo transmite en varias de las piezas del libro, sobre todo en la partida del holandés errante con un ángel caído, una recreación del duelo en 1801 entre Bowdel y Conway en el que las piezas blancas dan mate en 23 jugadas después de sacrificar dos torres.

Otro capítulo diserta sobre las mujeres y la arrogancia de algunos maestros, los grandes Kasparov y Capablanca entre ellos, ante el talento femenino. El caso de la genial húngara Judith Polgar y cómo Kasparov violó la regla de ‘pieza tocada, pieza jugada’ para sacar ventaja es contado con detalles.

Jaime, admirador del juego de Paul Morphy, quien murió loco, diserta sobre los ajedrecistas dementes y recuerda que, según Victor Korchnoi, quien llegó a jugar por el título mundial, ningún Gran Maestro es normal y sólo se diferencian por el grado de su locura.

Después de contar sobre varios casos de ajedrecistas que perdieron la razón, el libro se detiene en el mexicano Carlos Torre, quien pudo haber sido campeón mundial.

“De niño me encantaba su partida en la que saca el rey enemigo hasta el centro y le hace mate; es otro como Morphy. Pasó 30 años en un manicomio y murió en Mérida. La gente no sabía quién era ese viejito que vendía papitas en una tienda de abarrotes. Falta por escribir la gran novela de Carlos Torre”, asegura.

A Jaime le gusta pensar que también él tiene un poco de loco, prófugo del clan de los aburridos cuerdos.

“Si me la paso hablando de Byron, de Morphy y de Beethoven, tengo cierta afinidad por la sinrazón. El sonido de la razón produce monstruos”, destaca. 

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