Quizá la mayor preocupación de Andrés Manuel López Obrador sea la de beneficiar a los más de cincuenta y tres millones de mexicanos pobres que tienen pocas posibilidades de acceder a los satisfactores más elementales. Por eso en los meses que lleva de gestión presidencial se ha ocupado más en concretar sus programas sociales y en canalizar a ellos los recursos presupuestales que los sostengan y den viabilidad a mediano plazo.

Y pensemos en el momento en que analizó los caminos para distribuir la riqueza, utilizados por los gobiernos previos. Un enorme porcentaje de recursos, fue asignado a la creación de grandes obras de infraestructura—el aeropuerto de Texcoco, autopistas, puertos, presas, edificaciones monumentales, etcétera—que sirvieran para reactivar y multiplicar la economía y para detonar otras inversiones productivas en regiones focalizadas.

Otra gran rebanada del pastel presupuestal, pero menor a la anterior, se fue utilizando en diversos programas sociales, generados en distintas administraciones sexenales, y casi todos ellos calificados como auténticos fracasos de política social.

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López Obrador llega a la presidencia y se decide por incrementar los recursos a esa segunda rebanada estrictamente social y asistencial. Cancela grandes proyectos estratégicos y obras de la anterior administración, y determina hacer un viraje en el gasto para poder ampliar los padrones de beneficiarios (afines a su movimiento político), duplicando las pensiones para los adultos mayores, incrementando las becas y los programas para los jóvenes y aplicando o creando otras formas de subsidio para los disminuidos productores del campo.

Cuando el estado crea obra de infraestructura, al final los recursos vuelven a la economía. Pero un gran porcentaje se queda en unas cuantas manos: las de los grandes constructores e inversionistas nacionales e internacionales. Capitales que suelen irse del país a convertirse en capitales especulativos que buscan dónde cobrar las mayores utilidades.

Andrés Manuel prefirió el camino de la multiplicación de la economía, entregando fondos públicos a millones de personas de escasos recursos. Las pensiones, las becas y los subsidios, no se quedan bajo los colchones o en los bancos de oligárquicas familias beneficiadas, sino que esos recursos económicos se convierten en pequeños satisfactores que la gente humilde compra en las regiones, a productores locales o a las grandes cadenas comerciales presentes en todos los rincones de la nación.

Al final, ambos caminos reactivan a la economía. Pero pulverizando los presupuestos y ampliando las coberturas, resulta más factible que haya un mejoramiento real de las condiciones de vida en las poblaciones más marginadas. Una carretera, seguramente beneficiará a un determinado grupo poblacional, pero también a los capitalistas dueños de las empresas que la construyen, proclives a llevarse las utilidades a otros países.

Para el presupuesto 2020, cuya propuesta supera los 6.1 billones de pesos, el presidente continúa en esa tónica redistributiva de la riqueza. Ya se verá en su último año al comparar los indicadores de la economía, del crecimiento y del combate a la pobreza, si las políticas de AMLO surtieron el efecto previsto por él.

Por lo pronto, veremos en ese presupuesto, ajustado en las negociaciones políticas finales de diciembre, la disminución de la obra pública federal para acrecentar los fondos destinados al desarrollo social ahora llamado bienestar, y a que en el país haya mayor equidad y menos diferencias entre los que más tienen y los menos favorecidos.  

Si funciona esta fórmula redistributiva habrá MORENA y lopezobradorismo para mucho tiempo. 

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