La historia patria nos ha dejado suculentas narraciones relacionadas con la corrupción en el gobierno. Y este mal endémico sigue presente en sus diferentes manifestaciones aún después de doscientos años de Independencia, de más de cien de Revolución y de un par de tratados de libre comercio con dos poderosas naciones de Norteamérica.

Una de las primeras y más repudiadas muestras de corrupción vernácula fue la de Antonio López de Santa Anna, el astuto general veracruzano que a finales del siglo XIX gobernó once veces a la incipiente República Mexicana. El soldado de alto rango que cedió a Estados Unidos más de la mitad del territorio nacional, y también, el arrojado héroe a quien tras una trágica batalla le amputaron una pierna, adjudicándole tras ello el mote de “El quince uñas”.

Durante la dictadura porfiriana, el generalísimo debía lidiar con sus colegas militares con aspiraciones a caciques, que con inusitada frecuencia lideraban revueltas o inquietaban a la gente en las regiones. Ante esos molestos casos, una frase de Porfirio Díaz ilustraba la secreta intención del provocador ante el presidente: “Ese gallo quiere su máiz”.

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Pasada la Revolución, Álvaro Obregón, otro general que también llegó a presidente, acuñó aquella frase que se volvió célebre como fórmula de enriquecimiento y manipulación: “Nadie resiste un cañonazo de 50 mil pesos”.

La aplaudida película mexicana “La Ley de Herodes” describe los deshonestos modos gubernamentales que permearon a la sociedad nacional durante el sexenio del presidente Miguel Alemán, conocido también como “El cachorro de la Revolución”.

Varios años después llegaron José López Portillo y Carlos Salinas, los dos generadores y desarrolladores del neoliberalismo en el país y, sobre todo, dos grandes impulsores y defensores de la corrupción nacional institucionalizada (“La corrupción somos todos”, repetían muchos chistes y expresiones coloquiales de esa época).

En el siguiente gobierno, correspondiente a Ernesto Zedillo, su administración denunció a Raúl Salinas de Gortari por diversas irregularidades, saliendo de la cárcel 10 años después y consiguiendo sentencias absolutorias en todos los delitos que le fueron imputados. Su caso ha sido el único en el que un expresidente enfrentó el poder absoluto del Estado.

Y así llegamos al siglo XXI de la globalización a ultranza y de la pandemia del coronavirus. Durante el primer lustro en la capital del país, “El Mañanero” de Brozo, en la televisión, dio a conocer al “Señor de las ligas”, un cercanísimo colaborador del Jefe de Gobierno del Distrito Federal, a quien agarraron con las manos en la masa, contando fajos de billetes provenientes de un contratista de obras, en ese tiempo amante de Rosario Robles, actualmente encarcelada. Por allí quedó una elocuente entrevista de Rene Bejarano, el secretario particular de López Obrador (autocalificado como honesto), en la que el político perredista, en ese entonces, describe a detalle y concluye su participación en esa trama con un: “Me la tuve que comer todita”.

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Pero en Veracruz no cantamos mal las rancheras en eso de la corrupción en el gobierno. Como estrella tenemos al exgobernador Javier Duarte de Ochoa, preso en el Reclusorio Norte, acusado de irregularidades financieras y sentenciado a nueve años de cárcel. De su gestión de casi seis años, en la que se perdieron posiblemente 75 mil millones de pesos, quedan en el imaginario colectivo picantes y esclarecedoras expresiones ya populares.

La primera es la de “El señor de las maletas”, frase en alusión a Vicente Benítez, extesorero estatal, a quien se le acusó por el traslado de dos maletas con 25 millones de pesos, rescatadas por la policía en el aeropuerto de Toluca, cuando dos de sus colaboradores viajaban a la Ciudad de México para entregar ese efectivo por supuestas órdenes de Javier. La segunda, la expresión que ningún jarocho olvidará jamás, proporcionada por la esposa del gobernante, revelada su escritura por el exgobernador Yunes linares, quien rescató de una bodega y dio a conocer el Diario de Karime Macías, conteniendo páginas enteras con la repetida frase de “Merezco abundancia”.

Pero de esa perniciosa gestión, quedaron enlodados: Juan Manuel del Castillo, Gabriel Deantes, Harry Grappa, entre muchos más.

De esa época de relajación financiera, existe la fotografía de un operador perredista y actual procurador de medio ambiente en el gobierno cuitlahuista. El señor Sergio Rodríguez, acostado felizmente en camiseta sobre su cama y rodeado de alrededor de 50 billetes de 500 pesos, diseminados ordenadamente sobre la blanca sábana, mostrando la plenitud del poder alcanzado por el suertudo político en esos días de negociación partidista.

La corrupción en México es un fenómeno posiblemente imbatible. En estas semanas se ha convertido en el circo predilecto del presidente López Obrador, en la figura y videos de Emilio Lozoya, el exdirector de PEMEX, quien, a decir del mandatario, ya reveló todo lo relacionado con la corrupción de Odebrecht en beneficio del expresidente Peña Nieto, de Felipe Calderón y de muchas otras figuras políticas del PRI y del PAN. 

Anteayer alguna mano traviesa cumplió una instrucción mañanera y difundió un video donde actores importantes del PAN reciben sendos fajos de billetes de alta denominación, supuestamente en 2013 para la aprobación de la reforma energética.

Si antes, Bejarano “se la tuvo que comer todita”, para proteger a alguien, ahora le tocó el turno a Lozoya, el que, seguramente “tuvo que vomitar todito”, para librar la cárcel o reducir condena y poder implicar y ensuciar a todos aquellos que se descuidaron o que fueron colocados frente al poderoso ventilador de la justicia de la 4T obradoriana.  

Andrés Manuel experimentó en carne propia los alcances del descrédito ciudadano. Para hacer la política que requiere, necesita del descrédito total para todo aquel al que pueda dirigir su venganza.

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