En el año de 1966 Jorge Luis Borges escribió una sentida oda a su país. El verso que le da título resume las preocupaciones que tenía el escritor en ese tiempo: “Nadie es la Patria, pero todos lo somos”. El poema enseña que ninguna persona puede arrogarse la representación de la patria en virtud de que a esta la conforman todos los integrantes de la nación. 

Y la frase literaria es oportuna en México, si se reflexionan los sucesos que se viven en este mes tradicionalmente dedicado a la Patria.

Entre esos acontecimientos destacan los siguientes: el anuncio de varios mandatarios estatales que se van de la CONAGO (Conferencia Nacional de Gobernadores); la insistencia de modificar la ley de coordinación fiscal e incrementar las atribuciones del SAT; la creciente tendencia a no respetar los derechos humanos de la población ni la división de poderes; la reiterada intención obradorista de llevar a juicio a cinco expresidentes y los signos autoritarios que refleja la integración del proyecto de presupuesto de egresos para 2021.

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En todos estos casos, los involucrados en dichos asuntos parecen sobredimensionarse respecto a la posición que ocupan o las funciones que están a su cargo, o a erigirse con representatividades no contempladas en las leyes y en el orden social, y en el caso del ejecutivo federal, a mostrar un exceso de poder presidencial o constitucional, como si todos esos actores fuesen los nuevos padres o dueños de la patria mexicana.

Esos excesos y arbitrariedades recuerdan los errores cometidos por gobiernos anteriores, que iguales a los de estas épocas, provocaron que la población tomara decisiones definitivas a la hora de decidir con el voto en la mano.

Y esto es lo que no ve o no parece entender Andrés Manuel López Obrador, un jefe de gobierno que está mostrando desesperación y falta de empatía con amplios sectores de la sociedad. Lo evidenciado en el acto del Grito de Independencia no indica firmeza, contundencia o estatura de gobierno.

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AMLO debería parar su hiperactividad, mesurar su ambición y revisar detenidamente lo que sucedió al finalizar el gobierno en los sexenios de Ernesto Zedillo, Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto. Los últimos años de ellos en palacio nacional, fueron tres momentos clave para la historia nacional, en los que la población decidió cambiar de rumbo por sí misma, haciendo uso de su legítima libertad y su soberana responsabilidad frente a las urnas electorales.  

Y debe recordarse que durante esos regímenes de gobierno, igual que ahora, sobraron dinero público y privado para repartir y operar la elección, cientos de exhaustivas negociaciones en lo oscurito, activistas por miles en colonias y comunidades, abundantes padrones de beneficiarios (como el de Oportunidades) y esponjados presupuestos de obras, destinados a cubrir el país con los votos que necesitaban sus respectivos partidos políticos. 

De nada valieron los desvelos, las argucias y los empeños de esos guías temporales que pensaron que la vernácula patria era de ellos. Zedillo le tuvo que entregar el gobierno a Fox; Calderón a Peña, y este a Andrés Manuel. El cambio que ofreció Fox solo duró dos sexenios. Y si la transformación de Andrés Manuel no convence a sus fieles paisanos, está durará el tiempo que ellos quieran.

Porque la idea de que la Patria y la Constitución son del presidente, constituye un auténtico mito, que puede durarle seis años, no más. Que regalar despensas, apoyos agropecuarios, láminas, pisos o entregar recursos casa a casa, es la solución, resulta otro mito errado (tan solo recuérdese aquella exitosa sentencia foxista: “Agarra lo que te dan, pero vota por el PAN”. O que los gobernadores son los dueños de los estados, es otra mentira (¿Cuántos han llegado a prisión?).

Un grito desesperado, aunque sea del presidente, no asegura votantes, solo la solidaridad del votante débil. Victimizarse, tampoco ha sido bueno; engañar con falacias, jamás es redituable. El pueblo honrado y los ciudadanos responsables de su futuro y su desarrollo, tienen dos grandes oportunidades para transformar la vida en serio. La primera, el 6 de junio del año próximo. La segunda, en julio de 2024. Y son fechas que se acercan velozmente. 

Los pírricos resultados del gobierno obradorista no garantizan triunfos consistentes en la política a largo plazo. Y hay algo más para recordar de Borges. Los que ahora son obradoristas, un día venidero no los unirá el amor; a ellos los unirá el espanto. 

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