Los tiempos actuales revelan insistentes afanes para modificar, transformar o consolidar un nuevo orden legal, económico y político en el país. Y la agenda presidencial de los últimos meses guarda relación con la intención de hacer una consulta nacional para llevar a juicio—y al cadalso popular—a los exmandatarios mexicanos a quienes López Obrador acusa del atraso que vive el país y de otros delitos. 

El fin de semana desveló la intromisión brutal del poder ejecutivo en las decisiones del poder judicial, manifestada en una sorprendente resolución por mayoría de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, aprobando tal consulta, lo que, a decir de académicos, constitucionalistas y politólogos constituye la más aberrante intromisión de un poder federal dentro de otro y el reflejo indiscutible de que en la república no existe la división de poderes que establece la Carta Magna.

El hecho es grave, pero más aún, los eficaces intentos de polarización sembrados desde palacio nacional por el presidente y sus escritores orgánicos, replicados sin descanso por los militantes del obradorismo y de MORENA. Y resultan peligrosos porque con ellos surgen iniciativas de censura de ideas, junto a prácticas de difusión masiva de contenidos doctrinarios. Como que el régimen quiere uniformar pensamientos y que la gente prefiera dejar de opinar para evitar que le repriman ideas disidentes. 

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En este momento el país está formado por dos únicos bandos: los que están con López Obrador y los que están en su contra—como él mismo ha puntualizado—, es decir, a su lado, los que le aplauden todo lo que diga o proponga o realice, y enfrente, todos aquellos que no ha logrado convencer, identificados como conservadores, neoliberales, radicales, fifís o del reciente movimiento Frente Nacional Anti AMLO (FRENAA). 

Pero el problema de la polarización, es el hecho de que el bando obradorista se ha vuelto proclive a obtener la razón y los beneficios, muchas veces contraviniendo las leyes emanadas de la Constitución. Y los opositores a López Obrador, caen exactamente en lo mismo que sus antagonistas: “es válido infringir la ley porque tenemos la razón”, ejemplos: si es por el tema feminista o abortista se pueden dañar monumentos nacionales, destruir comercios, atacar a población inerme o enfrentar a fuerzas de seguridad. O por parte de FRENAA, el despropósito legal y la pretensión más conocida: Que AMLO renuncie y se vaya. 

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Ambas posiciones son incongruentes y fuera de la legalidad porque se utiliza el discurso del Estado de Derecho. Los dos bandos caen en error. López Obrador y sus funcionarios, autoridades o adeptos, destruyendo la Constitución a cada momento, en concordancia con aquellos viejos dichos de “Al diablo con sus instituciones”. Y en el otro bando, los críticos integrantes de todos los grupos en contra, quienes también olvidan las normas y procesos que señala la propia Constitución Mexicana.

Posiciones erróneas e incongruentes que mueven a evocar a la utopía y a su estado opuesto, la distopía (fenómeno que ocurre cuando la utopía no aparece y se forja una sociedad indeseable). Mundos ficticios con modos de vida caóticos, imposibles o futuristas, como los narrados en libros como Fahrenheit 451 de Ray Bradbury, obra que retrata la distopía y que narra la forzada quema de libros peligrosos (literarios o comprometedores) para el sistema vigente en esa novela de ficción política y psicológica. 

Con toda esa narrativa política y social, México empieza a arder. Pero además hay interrogantes que queman. Quizá son mayoría los mexicanos que piensan que la Carta Magna es obsoleta y que no sirve para nada. Pero esa irreverencia no es nueva cuando un libro es considerado indeseable o herético. Cuántos textos del pasado fueron considerados dañinos y hasta cosa del diablo. La santa inquisición católica destruyó miles de reliquias prehispánicas y ejemplares “peligrosos” en los territorios de la Nueva España. Fray Diego de Landa lo cumplió a cabalidad contra los códices mayas. Y siglos después algún escritor célebre decidió quemar sus libros, para no dejarles el placer a otros y quizá con el propósito de que fueran al purgatorio y expiaran la culpa del ego.

A mediados de 2018 el Zócalo multitudinario e hirviente celebró como mesías a Andrés Manuel en los altares de la capital. En 2020 el mismo zócalo también quiere ser escenario radiante de sus opositores. Maniqueísmo puro y duro, es la única realidad en el imaginario nacional. Andrés Manuel quiere volver al pasado omnímodo, pero algo del pasado le molesta y bloquea. Acaso será necesario enterrar la utopía. O es que caminaremos hacia ella e iremos al zócalo a gritar como pregunta fundacional: ¿Por qué no quemamos la Constitución?

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