A María Hanneman no le gusta el reguetón, pero si lo ponen, se aguanta. No le queda de otra si quiere convivir. Sabe que nadie de sus amigos de la secundaria está interesado en sus pláticas sobre Rachmaninov. Y probablemente nunca lo estén. Así que prefiere moverse al hervor de ese ritmo básico que tiene encandilado al mundo entero y, sí, tratar de bailar.

Vivir al margen de los gustos populares es una idea romántica con la que resulta fácil coquetear, pero difícil de asumir. Como también lo es saber qué hacer en la vida, no importa si se tienen 30 o 40 años. María, a sus 14, ya lo tiene claro: el piano es su destino elegido. 

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Decía Cortázar que las grandes historias comienzan con un juego. La de María empezó cuando sus padres le regalaron un piano de juguete. Al ser hija única, María encontró en el piano a un cómplice al cual contarle sus secretos y de ellos surgieron sus primeras melodías, influenciadas por los discos de jazz, blues y rock que se escuchaban en casa. Nadie imaginaba que aquella niña de kínder se convertiría en la prodigio que ganaría el Grand Prize Virtuoso 2020, un concurso organizado en Salzburgo —la capital de la ópera— donde participan niños y jóvenes de más de 70 países. La vitrina perfecta para después pisar escenarios de talla mundial como el Royal Albert Hall de Londres.

“Yo no creo que sea famosa, pero se me hace raro que me den más oportunidades ahorita que estoy encerrada que cuando podía salir”, dice María como solo ella sabe ser: honesta y sin filtros. Como la música misma.

Su vida no ha sido sencilla. La música es una carrera que exige mucho y agradece poco.

Ha tenido que cambiarse de escuela en cuatro ocasiones porque las autoridades de sus colegios no entienden cómo es que debe faltar cinco días a clases para viajar a Rusia a un concurso. Y es que la rutina de María no es la de cualquier adolescente. Ella no llega a casa a hacer TikToks, sino a pelearse con su piano. Siete horas diarias. También sábados y domingos, sobre todo cuando tiene que sacar una partitura de Rachmaninov que la obliga a estirar sus dedos a distancias casi inhumanas.

“Pero no existe tal cosa como la mano de pianista, cualquiera puede tocar con práctica. Chopin o Beethoven tenían la mano pequeña”, asegura María con una humildad que se deja ver en sus gustos musicales eclécticos, que van desde Ariana Grande y Billie Eilish hasta Mozart y Bartók. “En mi casa también escuchan una banda que se llama Café Tacvba y a mi papá le gusta el rock más pesado, pero no me gusta, son puros gritos. Los que sí me gustan son los Beatles”.

Actualmente, María es una de las alumnas más brillantes del Conservatorio Nacional de Música, al que pertenece desde los nueve años. Su intención, sin embargo, no es convertirse en una máquina detrás del piano. Por eso se siente cómoda con el Método Suzuki, ese que no tiene la enseñanza musical como propósito primigenio, sino la formación de ciudadanos integrales.

“Como soy hija única, al piano lo pienso como mi hermano. A veces me cae bien, a veces me cae mal, pero al final lo amo”, dice esta forajida de su propia generación. “Por eso, aunque muchos de mis amigos no entiendan lo que hago, ningún comentario negativo me desanima. Digan lo que digan siempre voy a hacer lo que me gusta”. 

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