La estadía en Venezuela se estaba tornando peligrosa para Alex. Conforme transcurrían los días en Caracas, una idea que daba vueltas en su cabeza le impedía dormir. Estaba convencido de que los militares con los que había negociado su estancia en ese país, eran los mismos que semana tras semana le enviaban matones para obligarlo a entregar más dinero a cambio de seguridad. Se daba cuenta de que él solo se había entrampado y que su refugio en Pinto Salinas ya no funcionaba como tal.

Ello se debía a que los medios de comunicación internacionales no dejaban de mencionarlo como uno de los ex gobernantes más corruptos del mundo y que se había valido de diversas artimañas para apoderarse del tesoro de Galicia, utilizando su cargo en la Xunta.

Para su fortuna, aún contaba con amigos incrustados en la política gallega que a través de un secreto intermediario, le proveían de información suficiente y oportuna sobre todos los pormenores de la accidentada gestión de su sucesor en el gobierno, el ambicioso Mikel Truiteiro.

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Alex había decidido jugarse el todo por el todo y salir de Venezuela hacia Panamá, desde donde podría ir a cualquier parte del mundo ya fuera por cielo, mar o tierra. Le seducía la propuesta de establecerse en una pequeña y paradisiaca isla caribeña a la que sólo por barco llegaban turistas franceses y holandeses dos veces por año. También tenía la opción de ir por carretera a Nicaragua, donde tenía amigos bien posicionados en la dictadura, o bien, llegar hasta Costa Rica, la tierra de su principal asesor financiero.

Sin embargo, los días se sucedían uno tras otro y él desesperaba por una transacción financiera que había ordenado a su operador de bolsa. Mientras aguardaba el llamado de su contacto, por las mañanas se trasladaba a un café del centro de la ciudad, donde leía las noticias de los periódicos del día y los correos que periódicamente le enviaba uno de sus hermanos desde España.

Como en otras ocasiones, entró al establecimiento y ocupó la mesa acostumbrada. Con desgano abrió su ordenador portátil mientras disfrutaba el aromático café colombiano que le sirvió una muchacha. Buscó su correo y pronto encontró un largo mensaje de Betsabé, la fiel secretaria y asistente que lo había apoyado durante tantos años en la política gallega.

“Estimado Alex: Te escribo siguiendo las indicaciones que recibí. En primer lugar, quiero decirte que ya no guardo ningún tipo de relación con Cuevas de Almanzora. Desde que saliste de Galicia, él cambió mucho su trato conmigo. Debo confesarte que dejó de ser el hombre pródigo y generoso que me compartía sus ganancias. Incluso, alguna ocasión quiso arrebatarme de mala manera una de las propiedades que adquirimos juntos en Bilbao. Claro que no se lo permití. Lo amenacé con desvelar todo lo que conozco de su paso en el Tesoro. Tu amigo parece ser otra persona, ¡su avaricia no tiene límites! Su nuevo cargo en la diputación lo mantiene exultante. Deberías observar las fotografías que frecuentemente publica en los periódicos. ¡Es un verdadero caradura! Pero quien sí está totalmente desconocido es “El Flaco”, quien junto con Cuevas, lideran a un buen número de diputados en el Parlamento. Creerás tú, que este hombre dejó de comportarse como bufón y ahora adopta poses de serio, de estratega, tratando de conducirse con toda propiedad. ¡Ni quien le reconozca! Pero lo más importante que tengo que decirte, es que varios medios de comunicación, informaron hace pocos días, de una transferencia que hizo al extranjero por una suma de trescientos cincuenta millones de euros. Espero que haya sido para ti. Revisa por favor tus inversiones y movimientos bancarios. Quiera Dios que no te haya defraudado tu gran amigo. Cuídate. ¡Besos donde te encuentres!”.

Cuando Alex terminó de leer las líneas de Betsabé, un incontrolable temblor se apoderó de su cuerpo, mientras enrojecía su rostro. Cerró los ojos y se tocó las sienes con las manos, reclinándose con los codos sobre la mesa.

¡Maldito flaco, me traicionó! Este hijo de puta debe haber dispuesto de mi dinero junto con el imbécil de Cuevas. No entiendo qué sucedió, si los traté como a hermanos. Cuántos millones les di generosamente. Bien dijo Gabriela. Son tipos muy pequeños. La embarran por casi nada.

Será posible tanta mezquindad, ¡miserables traidores! Me cuesta creerlo. ¿O será ese maldito perro que quiere verme muerto o hundido? Pero, por qué no me dijeron nada, yo hubiera resuelto el problema. Cada vez les creo menos ¡Y cada vez estoy más solo! O si ellos querían más, por qué no decírmelo en abierto. ¿Por qué mis allegados son tan insaciables?

Y ahora, ¿qué haré para sostener el mundo que aspiro y merezco? ¿Será que mis hermanos quieran venir en mi ayuda? ¡Oh, Dios!, estoy lleno de desconfianza y me enferma pensar en una negativa de ellos.

Continuará…

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