La inmensidad y el silencio de la llanura eran lo único que se percibía en el ambiente esa tarde. Habían dejado atrás a un grupo de equinos de raza polo que pastaban tranquilos entre algunas aves que se atrevían a acercarse a ellos. Gabriela y su hijo mayor recorrían a caballo los terrenos de la estancia ganadera al sur de Buenos Aires. El chico disfrutaba el periodo vacacional que cortaba el ciclo escolar.

¡A que te gano a llegar a aquel macizo de árboles! le dijo Gabriela al muchacho, azuzando su montura. Divertida por el pequeño reto, cabalgó junto a él, permitiéndole llegar primero. ¡Te gané, mami!, contestó Alex emocionado. Era la primera ocasión en que los dos convivían solos en Argentina. Ella había propiciado ese encuentro en la soledad del campo con el propósito de sondear el pensamiento del chico, ante la pronunciada ausencia del padre. Sobre todo, porque se le veía desmejorado y renuente a entablar contacto con la gente.

Sudorosos y cansados descendieron de las cabalgaduras. Charlaron un buen rato sobre la familia y los abuelos; sobre el nuevo domicilio, la escuela, los estudios y el futuro que tendrían en Sudamérica. También hablaron de la época en España. Recostados en el césped y refrescándose con las bebidas que llevaban en las alforjas, tuvieron una larga conversación mientras miraban el paisaje.

Mamá, entiendo todo lo que me dices, pero, ¿te puedo hacer una pregunta?—interrumpió de pronto el niño—. Estoy de acuerdo con lo que has hecho; y te apoyo, como pediste –agregó–, pero yo prefiero regresar a nuestra casa en Orense. Quisiera ver a mis amigos, platicar con la otra abuela y los tíos, jugar con mis primos. Ir a mis clases de gaita. No es justo que me obligues a vivir en un sitio donde no conozco a nadie; donde se ríen de mí los compañeros y las niñas de la clase. Ya me aburrí de estar en un país donde casi no puedo salir de casa. Y no entiendo por qué nos quieres tener encerrados aquí en el campo. De una vez te digo, que aunque no quieras, cuando sea grande regresaré a Galicia. Que se queden contigo mis hermanos. Porque aunque insistas, yo me iré de aquí. Mi vida está allá. No estoy a gusto, mamá. ¡Lo siento!—remató, enfadado.

Gabriela guardo silencio, mientras el muchacho se acercaba a su caballo. Se enderezó y caminó también hacia su montura. El retorno a la casa familiar, lo hicieron en medio de un tenso silencio. El pequeño Alex sólo miraba el horizonte, sin hacer caso a los comentarios que hacía su madre, que cabalgaba a su lado.

Cuando cruzaron por el salón principal, el chico se apresuró a llegar a su habitación. Matías, que observaba la escena, llamó a Gabriela, quien también decidió ignorarlo. Ella pasó a la biblioteca, donde tomó la cigarrera y una copa en la que sirvió un buen tanto de coñac. Se tumbó en una mecedora de la terraza, al tiempo que encendía un cigarrillo.

Miró el enorme jardín que tenía enfrente y los cedros que rodeaban la casa. Sentía un nudo en la garganta, descubriendo que el licor no le dejaba ningún sabor, ni tampoco mejoraba su estado de ánimo. La oscuridad de la noche se acercaba, dejándola a merced de terribles pensamientos.

¡De qué sirve todo esto, si mis hijos no lo disfrutan! ¡Para qué arriesgarnos tanto, si no podré tener paz! ¡¿Cómo le digo a mi hijo que jamás regresaremos a Orense?! ¡Qué pasará cuando descubra que no puede poner un pie en Galicia y que jamás volverá a ver a sus amigos! ¡Por qué nunca pensé en ellos! ¿Ese castigo, es el precio que habré de pagar, o es que vienen tiempos más difíciles?

En España, las cosas no estaban saliendo conforme a lo planeado. Aunque ella creía que Alex estaba muerto, alguien le dijo que se escondía en Venezuela o en Centroamérica y que en esos lugares, la delincuencia y algunos gobernantes corruptos habían abusado de él, arrebatándole muchos millones de euros. Para desgracia suya, las autoridades de Galicia estaban aprehendiendo a varios de sus colaboradores en la Xunta, y los medios de comunicación hacían escarnio de él y de su familia. Pero quien más preocupaba a Gabriela, era el contador Fraudini, el ex ministro del tesoro, y de quien se esperaba la mayor traición, a pesar de haber sido uno de los principales beneficiarios del desfalco al patrimonio de Galicia. Con el contador como encargado del tesoro, orquestaron la desaparición de miles de millones pertenecientes a la seguridad social. Gabriela fue enterada de su aprehensión por la gendarmería, que ocurrió unos días antes en la ciudad de Valencia.

Fraudini había sido descubierto en sus pillerías desde tiempo atrás, cuando a espaldas de Alex, se apoderó de cien millones de euros destinados a pagar el silencio del presidente del Tribunal de Cuentas del gobierno español. Cuando el importe del unto no llegó a su destino, provocó el desquiciamiento del funcionario engañado y su posterior encono contra Alex. Con ese sucio robo, el desleal colaborador gallego, destruyó en un instante de ambición, el blindaje que el equipo ideó para marchar tranquilo de Santiago.

¡Maldito Fraudini!—soltó al aire Gabriela—. Con el fin de librarse de la cárcel, estoy segura de que le dará todas las pistas al imbécil de Mikel. Sé que ese desgraciado se encargara de llenarnos de suciedad. ¡Dios Mío!, jamás pensé que un asunto tan insignificante se podría convertir en una bola de nieve que rodaría contra nosotros. ¿Cómo le digo ahora a mis hijos que en Galicia nos han cubierto de lodo y que jamás podremos regresar. Que han manchado el apellido de su padre y de ellos. ¡No, no puedo permitirlo, los llenarían de oprobio y harían escarnio con ellos!

Dos rebeldes lágrimas rodaron por las mejillas de Gabriela. En ese momento, el sufrimiento de su hijo mayor y el dolor que sintió por él, le hizo comprender a qué se referían verdaderamente cuando hablaban de daños colaterales.

Continuará…

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