Franco González Aguilar 

Décima tercera entrega

Pagué cien pesos por mi estancia en el hotel. Salí del Diligencias y caminé con prisa hacia la estación del ferrocarril. Mi equipaje consistía en tres mudas de ropa y no era muy pesado. Llegué a los andenes faltando quince minutos para las diez de la noche, mientras el viento del norte golpeaba los patios de la estación, haciendo volar la basura que encontraba a su paso. El aire fresco me obligó a ponerme el abrigo que tenía bajo el brazo.

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En las ventanillas de boletos, la gente se aglomeraba tratando de conseguir pasajes de última hora. Era notorio que muchas de esas personas habían acudido a las fiestas del carnaval. Su vestimenta y entusiasmo los delataba y sus conversaciones referían anécdotas sobre los desfiles, las comparsas o los bailes hasta la madrugada. Enfilado para partir, el tren transformaba la tranquilidad de la estación con el intenso ruido de las locomotoras. Los vagones de primera y segunda clase desplegaron sus puertas para que subieran los viajeros. En ese momento, hicieron evidentes las diferencias entre las clases sociales: los de primera, vestidos con elegancia y buen gusto; los de segunda, con gastadas ropas de colores llamativos, cargando cajas y bolsas amarradas con mecates.

Junto con otros cincuenta y tantos pasajeros, ascendí al coche que nos correspondía. Me acomodé en el mullido asiento, con la intención de establecer una estrategia para localizar a los poetas que viajaban en el tren. Después de darle vueltas al asunto, decidí que lo mejor sería preguntarle al guardia, ya que él podría tener alguna información de los viajeros. Le hice una seña para que se acercara y le solicité su apoyo, a lo que asintió con la cabeza.

Después de algunos minutos en los andenes, el convoy inició su marcha nocturna hacia la capital del país. Mis vecinos de los asientos de atrás conversaban animadamente sobre las fiestas del carnaval. Dos ancianos que iban del otro lado del pasillo, hacían preparativos para viajar con mayor comodidad, cubriéndose con un par de frazadas. En los asientos frente a mí, se sentó un matrimonio y su hija. Al lado mío, iba un joven de traje gris.

—La ancianita que va en el primer asiento a la derecha es una de las personas que busca—me susurró al oído el guardia—. Es la señora Camarillo, lleva un libro en la mano y su estuche de lentes y acaba de encender su lámpara de lectura. Es escritora y en la estación, unos funcionarios del Ayuntamiento, me encargaron mucho que estuviera pendiente de ella, pues viajaba sola.

—Muchas gracias—le contesté—. Sin perder tiempo, me levanté del asiento y caminé en la dirección indicada. Era en efecto, una viejecita de aspecto menudo y dulce. El primer pensamiento que provocó en mí, fue que se encontraba desprotegida y sin compañía, pese a su edad avanzada. Por suerte, a un lado de ella, había un lugar desocupado.

—Buenas noches. Me perdonará usted que interrumpa su lectura, soy Víctor Roble y me gustaría conversar con usted un momento. ¡Claro, si no le incomoda! —le dije a la viejecita.

Alzó sus ojos hacia mí y antes de contestar sonrió. Colocó el separador en el libro abierto y me hizo la seña de que me sentara junto a ella.

—¿En qué puedo servirle, joven?– preguntó.

—Perdone el atrevimiento por la forma de abordarla, pero me he informado que es usted María Enriqueta Camarillo—le dije—. No quise desaprovechar la oportunidad de saludarla y de hacerle algunas preguntas. Le prometo que seré breve.

Como la señora no pareció molestarse, me animé a seguir:

—Mire usted, soy músico y compositor y junto con otros amigos, tenemos la intención de convertir poesías en canciones. Como sé que usted es una poetisa reconocida, quisiera pedirle su opinión y sus consejos, y de ser posible, que me recomiende algunas de sus creaciones.

—¡Oiga usted, eso es extraordinario!–contestó—. ¡Cuánta poesía ha quedado enterrada en el olvido!¡ Cuántos sentimientos existen plasmados en miles de páginas que sólo el polvo y la polilla visitan! Cientos de escritores estarán frotándose las manos porque su idea se vuelva realidad. Los que ya se fueron, desde donde estén, mirarán con emoción su propuesta.

—¡Desde ahora, pongo a su disposición mis libros, mis escritos y mi modesta experiencia, para que esto se lleve a cabo!–ofreció—. Tengo algunos libros publicados y colecciones de poesía, que espero sean de su agrado.

—Bueno, yo quisiera conocer algunos aspectos de su vida, si me lo permite—musité—. Como compositor, necesito estar un poco en sus zapatos, y esos detalles no los encontraré en las bibliotecas y librerías. Para musicalizar su obra, necesito conocerla más y tratar de colocarme en su perspectiva.

—Estoy de acuerdo y lo comprendo bien— respondió—. Como pianista que soy, en alguna época me gustó la composición musical. Me gradué como maestra de piano en el Conservatorio Nacional, aunque finalmente preferí la escritura. Creo que de mi abuelo y de mi madre, heredé el gusto por la literatura, y de mi padre el amor por la música.

—Cuando niña —confió—, disfrutaba mucho los paseos por las fincas de Coatepec, donde nací. Me fascinaba cultivar flores, criar gallinas e ir al campo. Conocí las veredas que salían de mi pueblo; caminar por sus calles fue algo que me dio mucho gozo; las charlas con los vecinos todavía las tengo presentes. Son recuerdos que me persiguen con nostalgia por donde quiera que vaya.

Viaje con poetas. Primera entrega

Viaje con poetas. Segunda entrega

Viaje con poetas. Tercera entrega

Viaje con poetas. Cuarta entrega

Viaje con poetas. Quinta entrega

Viaje con poetas. Sexta entrega

Viaje con poetas. Séptima entrega

Viaje con poetas. Octava entrega

Viaje con poetas. Novena entrega

Viaje con poetas. Décima entrega

Viaje con poetas. Décima primera entrega

Viaje con poetas. Décima segunda entrega

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