Un mes en la cárcel guatemalteca había sido suficiente para hacer entender a Alex que nada se comparaba al placer de la libertad. El sofocante e insalubre ambiente de su pequeña y oscura celda de nueve metros cuadrados y la hediondez del deteriorado váter, lo llevaron a extrañar el aire fresco sobre la cara y el calor del sol que lo recibieron tantas mañanas sabatinas durante aquellas épocas cuando recorría parsimoniosamente el campo de golf enfrente de su casa.
Recordó a los convenencieros vecinos y compañeros de jugada y al servicial caddy que solía caminar junto a él, atento a sus requerimientos deportivos y a su sed. Aquellos fueron tiempos de gloria, años inolvidables en que bastaba un simple gesto o señal de él para que llegaran amigos o empleados solícitos, dispuestos a cumplir sus necesidades y caprichos.
Evocó las frecuentes ocasiones en que citaba en el club a funcionarios o a gente que insistía en una audiencia privada. Recibirlos en ese lugar idílico le causaba una honda satisfacción; quizá muy tonta, pero era una costumbre que le ayudaba a sentirse importante. Cuántas veces los tuvo esperando, sudorosos y a la intemperie, por el simple gusto de fastidiarlos y demostrarles que era él quien mandaba en Galicia.
Pero todo aquello ahora estaba convertido en historia. Más bien en crónica vulgar; en anécdotas morbosas que, reconocía, estarían divirtiendo y haciendo el día a los gallegos. Sobre todo a los jurados enemigos de su régimen. Ninguna duda le cabía.
Ahora se daba cuenta de la irreflexiva manera en que había conducido su vida y su gestión en el gobierno. Cuántas veces dejó asuntos importantes, en las inexpertas manos y ambición de Gabriela, de Mouriño, de El Chulo o de Cuevas de Almanzora. Y solamente por cosas mundanas y corrientes. Unas tapas, unos huevos de Madrid, un juego de computadora, un chat en redes sociales, una partida de póker, una borrachera con los amigos… “¿Amigos? ¿Cuáles? ¿Dónde están? ¡Mierda!”, pensó, famélico y deprimido.
Esa mañana le llevaron un caldo sin sabor ni olor, un pan duro y el acostumbrado vaso con agua. Lo estaban matando de hambre y no dudaba en que cualquier día enfermaría de cólera o hepatitis. La higiene del lugar era espantosa; el catre y las frazadas siempre cubiertas de piojos y chinches. Cuando llegó a prisión quiso, pidió ejercitarse. Algún sitio tendrían para que los presos movilizaran su cuerpo.
La respuesta que recibió lo convenció de desistir de la idea. El alcaide les propuso bailar zumba con algunos guardias. También ellos necesitaban moverse. Varios maricas y algún indefinido aceptaron gustosos, él no. Se imaginó vestido como presidente de la Xunta, bailando a ese ritmo con los ministros. “¡Ni pensarlo, una fotografía mía en esas condiciones, completaría el cuadro del escarnio a mi persona!”. Decidió buscar por otro lado. Era mejor ponerse a lavar los sanitarios o barrer los patios. De su orgullo ya no quedaba nada. Lo movía el espanto y la necesidad.
Sus abogados de Madrid habían acudido al país centroamericano a proporcionarle asistencia legal para impedir una extradición a España. Por ellos, se enteró de los últimos acontecimientos en Galicia, relacionados con su caso. Así supo que Gabriela andaba con su nueva pareja recorriendo el mundo. Que en Gran Bretaña la acompañaron sus hijos; que la madre de ella hacía de nana.
Respecto a la familia de Alex, que aún no daba señales en Guatemala, el despacho jurídico tenía informes de que seguían atentos a sus negocios. Su madre y hermanos residían en Bilbao, donde ya poseían diversos negocios inmobiliarios y turísticos. Resuelto el problema económico, no existía más motivo para buscarlo, ¡ni aunque estuviera en serias dificultades!
El Chulo y Taruk, ahora diputados, movían tierra y cielo para conservar el fuero constitucional que retrasara su llegada a prisión. Exactamente ese era el caso de Cuevas de Almanzora y El Flaco. Los profesionales le informaron que El Chulo traía un pleito de medios de comunicación y malversación de fondos públicos con La Madame, aquella bruja que alguna vez había hecho pareja con Gabriela. El ex gobernante recordó que las dos señoras olvidaron ese rango y se comportaban como arpías, mostrando que ni entre ellas se respetaban.
Los abogados le comentaron que ese pleito a muerte entre los dos que habían fungido como ministros de relaciones públicas, arrojaría cientos de datos comprometedores sobre los manejos financieros de su administración. También alertaron que sabían de buena fuente, que La Moncloa seguía con atención ese desencuentro entre sedicentes expertos en comunicación.
Alex gritó maldiciones cuando uno de los legales le entregó un pequeño sobre, enviado justamente por El Flaco. Pensando en alguna carta de agradecimiento y solidaridad, Alex lo abrió emocionado y presuroso. Cuando observó el contenido enrojeció de ira; su gorda cara pareció explotar. ¡Ni una línea! ¡Dos billetes de quinientos euros! ¡Con todo lo que yo le di a ganar! ¡Ese gilipollas tiene cientos de millones! ¡Qué ingrato y miserable!
¡Qué bueno que en el vestíbulo del Congreso gallego, la gente pegó decenas de fotografías en el suelo del trayecto que recorre para llegar a su curul! Ya me enteré. ¡Merecido lo tiene, es una maldita rata dientona! ¡Mil euros, que hijo de la gran puta, tan mierda! ¡Díganle que se los ponga en el culo y que me cago en todos sus ancestros!
Continuará…
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