Después de pasar una semana bajo la observación de psiquiatras y psicólogos, Alex fue regresado a prisión. Ninguna persona le informó el resultado de las pruebas que le habían aplicado en el centro de evaluación. Aunque era posible que sus abogados le llegaran a informar sobre ellas, en realidad le tenían sin cuidado.

El ultimátum recibido en aquellos profundos y oscuros sótanos lo había dejado sumamente perturbado. Llegó al lugar con la idea de destapar todo lo que sabía, pero lo que escuchó ahí, modificó su percepción de las cosas. Y cómo no pensar diferente, después de recibir la amenaza de que matarían a sus seres queridos, apenas abriera la boca. Además de callar, tendría que fingir una convincente locura. Por más que se esforzaba, no veía otro camino para salvar la vida de sus hijos.

Llevaba días tratando de identificar al misterioso personaje que le puso en la balanza las opciones que le quedaban. Cuando lo escuchó esa noche, el hombre le resultó familiar; su forma de hablar y su voz  le parecían conocidas. Pensó que era un alto funcionario de La Moncloa. Porque, quién más podría hacerle ese planteamiento, con la autoridad y la energía mostrada. Al que tuvo enfrente en esa entrevista forzada, bien pudo haber sido el propio presidente español. Alex había sido gobernante de una comunidad autónoma importante, y desde el punto de vista del poder, lo ocurrido en Galicia, se había convertido en un peligroso asunto de Estado.

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Reconocía que la única fórmula que tenía para desaparecer toda la información, era la de fingirse loco, como le habían propuesto. Lleno de dudas, se preguntaba si era mejor morir de una vez, por propia mano en una última muestra de dignidad, o cumplir con lo que los altos mandos habían dispuesto para él. Hacerse pasar por un loco, modificar el curso de las investigaciones policiacas y convertirse en la eterna vergüenza de sus hijos. Tal vez esa decisión tendría que sopesarla unos días más.

En la prisión, las cosas seguían como desde el primer día. Comía en forma exigua lo poco que le llevaban, para lo cual, primero debía vencer el asco por la convivencia con roedores e insectos rastreros. Los guardias lo presionaban constantemente y en los patios no faltaban las ominosas burlas de los otros reclusos. Lo habían bautizado como “El Chillón”, porque se le enrojecían los ojos cada vez que lo empujaban o le ponían zancadillas, aterrorizado sin enfrentar los abusos. Las semanas de encierro le habían enseñado que el lugar era el más temible infierno.

Con ese mal recuerdo, esa noche cuando apagaron las luces, se echó a llorar sobre el camastro. Se dio cuenta que su vida era un constante sufrimiento. Había quedado huérfano siendo un niño. Aun así, pudo ayudar a su madre a repartir por los pueblos el pan casero que fabricaban todos los días. Aquellos fueron tiempos duros, pero no había porque extrañarse. Así había ocurrido casi durante toda su existencia.

Recordó los miserables tiempos de la escuela preparatoria. En los pueblos y ciudades pequeñas, los sobrenombres y alias, eran terribles cargas emocionales que no pasaban desapercibidos, quedando los motes para toda la vida. Se acordó de su disminuido ego en esos tiempos, que recibía la paliza diaria que le propinaban sus compañeros de clase, quienes le endilgaron el remoquete de “Caremo”. Cuando les reclamó por el extraño apodo, cruelmente y en medio de risotadas los aludidos le contestaron: “¡Caremo, por caremoco, imbécil!

Evocó con satisfacción el instante en que pudo perpetrar su primera venganza, años después en Santiago de Compostela cuando era Ministro del Tesoro con el Tío. Un día llegó a su oficina uno de esos antiguos compañeros a pedir ayuda para un negocio. Por ser un trámite complejo, era difícil resolverlo al gusto del solicitante. Entonces, al molesto paisano, se le ocurrió presionarlo, soltándole una frase que le resultó funesta: “¡No cambias, Caremo!”

Esa ocasión, su eficiente secretario privado, con toda diligencia se encargó de atender y resolver el problema del odiado visitante, a quien nunca se volvió a ver más en Galicia. “Jaguar sí sabía resolver lo que se le indicaba. Lástima que lo hayan apresado. Él si estaría conmigo aquí en Guatemala”, pensó convencido, preguntándose el oscuro destino del atrevido compañero de juegos escolares.

En Guatemala, Alex sentía la soledad del preso, el olvido de su gente, la ingratitud de su propia familia, el dolor por el abandono de su madre y la poca solidaridad de sus hermanos. Tampoco aparecían los ex colaboradores que gracias a él se habían convertido en nuevos millonarios. Era consciente de que los gallegos lo odiaban, de que nadie lo quería y que ahora lo detestaban los presos en Matamoros. Todo parecía indicar que su destino sería vivir en completa soledad, sin querencia alguna, como un apestado, o como un perro de la calle.

Y por lo que le había dicho el alto personaje de la oscuridad, dedujo que Gabriela y su desmedida ambición lo habían terminado de hundir.

De pronto, en lo más profundo de su cerebro surgieron destellos de moralidad. Ideas de redención y arrepentimiento envolvieron a Alex. Se empezó a preguntar, cómo sería su vida y cómo serían las cosas, si él, hubiera ejercido el poder como lo hacen los gobernantes honestos. Se cuestionó si con su ejemplo, Gabriela hubiera sido distinta. O si él habría conservado a los amigos que llevó a las cumbres de la política.

Ante esos pensamientos renovadores, se topó con una pregunta: “¿Lo habría permitido el Tío?”

Fue cuando entendió que “el hubiera” no ayuda a descifrar misterios.

Continuará…

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