Había perdido la cuenta de los días que llevaba en la cárcel guatemalteca. Las horas transcurrían con lentitud volviéndose interminables. Pero después de tanta oscuridad y desaliento en la soledad de su celda, esa mañana Alex creyó que aún tenía posibilidades de sentirse como un ser humano.

Durante las últimas semanas se veía como un triste animal desamparado, con la cola entre las patas, en medio de la nada. En ese lugar conoció la ansiedad y el vértigo que experimentan los paracaidistas en su primer salto, antes de brincar al vacío. La noche que hizo ese descubrimiento lo envolvió la desazón y el terror; el suyo, era un descenso en caída libre desde la cúspide hasta el suelo.

Por eso lloró cuando el guardia le entregó una colchoneta corriente que mostraba poco uso. Ya no tendría que dormir sobre la dura cama de cemento que le impregnaba en los huesos la frialdad de las madrugadas. Por eso había creído que las cosas estaban cambiando. Incluso el día anterior, un compañero de prisión le había regalado una cajita de cerillos con algunas hojas de laurel, que a decir del bien intencionado recluso, servirían para ahuyentar a las cucarachas que pululaban en los techos y paredes de las celdas festinando la oscuridad.

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Recordaba la invitación que recibió de un grupo de presos para reunirse durante las caminatas matutinas. Uno de ellos, que había sido presidente de ese país centroamericano, le obsequió una bolsa de dulces y cacahuates. Pero aunque empezaba a socializar con los reclusos, el ex gobernante gallego seguía sintiéndose solo. Hasta ese día, ningún integrante de su familia se había acercado a la prisión de Matamoros.

Cuando caminaba en el patio central, percibía las miradas compasivas de algunos compañeros. Otros, que ya estaban al tanto de su situación en España, lo ignoraban completamente o le lanzaban improperios cuando se cruzaban con él. Esas circunstancias eran aprovechadas por los vigilantes, que le llegaron a deslizar propuestas de soborno, a cambio de mejores condiciones en la reclusión. Pero lo que más le preocupaba era la fragilidad de su estómago, que estaba resintiendo el agua sin potabilizar que debía consumir. Y la situación se le complicaba más, al no disponer de papel sanitario y toallas. Por esas causas y por estar a la vista de todos, era un verdadero suplicio utilizar el váter.

Esas fueron las razones por las que gestionó que le mejoraran sus deplorables condiciones penitenciarias. El colchón conseguido, que era un verdadero lujo, lo llevó a pensar en que, por fin, las autoridades de esa nación tendrían algún gesto de amabilidad hacia su persona.

Desde muchos meses atrás se fue convenciendo de que tendría que hablar de las cosas que sabía, si en verdad quería un mejor trato de las autoridades de su país. La información que guardaba celosamente con copias en tres sitios diferentes, era un pasaporte a un trato más digno, y por qué no decirlo, a la soñada impunidad. Todas las noches se preguntaba si el sistema político español resistiría las consecuencias de un terremoto como el que él podría desencadenar si lo llevaban a la desesperación; si lo empujaban a la locura.

Y en esos terribles meses lo estaban consiguiendo. Por eso, cuando le informaron que lo trasladarían al Instituto de Atención y Evaluación Psicológica, pudo renovar su ánimo. Creía tener los ases suficientes para, cuando menos, ser conducido a otro lugar donde le trataran de manera más digna y respetaran sus derechos humanos. Algo mejor que Guatemala, desde luego, que podría ser Méjico, donde había una tradición hospitalaria hacia el pueblo español.

El ex presidente de la Xunta de Galicia trataba de saber la ubicación del Centro donde lo examinaban, y al cual llegó tras un largo viaje. Dócilmente se dejaba conducir en el edificio de varios pisos, encontrando que allí le proporcionaban un trato distinto. Psiquiatras y psicólogos lo interrogaban y le aplicaban diversas pruebas de personalidad.

Lo que más llamaba su atención era la insistencia de los especialistas por conocer detalles de su vida matrimonial y de su relación actual con Gabriela y sus hijos. Así permaneció durante varios días contestando cientos de preguntas; eran jornadas de doce horas diarias. La rutina se convirtió en suplicio cuando los interrogatorios se volvieron acuciosos e interminables.

Cuando ya estaba a punto de explotar, uno de los especialistas le dijo: “Sólo falta la entrevista principal, que será mañana por la noche. Procura descansar y dormir bien; trata de estar tranquilo”.

Un día después, lo condujeron hacia un ascensor para llevarlo muchos niveles abajo. Cuando llegaron a su destino, le pidieron continuar por un estrecho pasillo hasta un cuarto oscuro, donde sólo había una silla y una lámpara. Le ordenaron que se sentara. Ahí esperó durante tres horas, hasta que una persona apareció por la puerta.

“Por esta única vez te diré –le espetó alguien con una voz enérgica y familiar, que se paró frente a él en la penumbra y que Alex no logró reconocer–: En un plazo breve, te llevarán a Madrid, donde fingirás estar afectado de tus facultades mentales. No vayas a tirar más de la lengua. Debes actuar correctamente, para que no quede duda de tu locura. Tu madre y hermanos conservarán lo que ganaron en Galicia. Tu ex mujer no será perseguida ni disminuida en su patrimonio. El Estado Español no ejercerá acción contra ella.”

“Si desobedeces, nos cargaremos a aquellos que te interesan. Ya sabes a quienes nos referimos. No tienes alternativa y te aseguro que esto no es un juego. En unos días habrá elecciones en Galicia y otras comunidades autónomas, y por ningún motivo deberá haber interferencias. ”

“Espero que lo tengas claro. Si abres la boca más de la cuenta, ya conoces las consecuencias”.

“Hasta nunca. La República es primero.”

Continuará…

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