Lo estaba volviendo loco la maloliente celda que ocupaba. Desde semanas atrás, sentía que con extraña frecuencia, el agua no salía de la llave, convirtiendo el reducido lugar en un pestilente infierno. Pero lo más detestable sucedía afuera de ella. Cruzar por la crujía era el peor momento que debía superar todos los días. Los empujones e insultos de los presos le hacían sentir humillado y vulnerable. “¡Gorda, ya sabemos que estás rica! ¡Mañana, te toca pagar, marquesa! Eran frases que retumbaban en su mente y no lo dejaban dormir.

Se había dejado crecer la barba para parecer más varonil, con lo que creía alejar pensamientos peligrosos de algunos desequilibrados prisioneros que le habían echado el ojo encima. Recordando esa feroz amenaza de los pandilleros maras, una tarde pidió a los guardias que le recortaran el cabello al estilo de los jóvenes de la calle.

Por eso, cuando por fin apagaron las luces en la prisión y pudo estar en silencio, Alex repasó lo que había estado analizando desde su ingreso en el penal de Matamoros, en relación a los delitos que le imputaban en España. En su última visita, sus abogados le dieron toda la información sobre lo que tendría que afrontar en el tribunal al día siguiente.

Lo que no sabían los magistrados guatemaltecos era la valiosa carta, o mejor dicho, el as que le había proporcionado la entrevista con un alto funcionario, semanas antes, durante la evaluación psicológica a que había sido sometido. En los acuerdos sostenidos con el importante enviado de La Moncloa, pudo conseguir condiciones favorables para él y su familia. Gabriela era quien menos le importaba, pero sus pequeños hijos siempre tendrían su amor y protección.

El acuerdo principal con el gobierno español y las conversaciones con los abogados que lo defendían, confirmaban su decisión de aceptar la extradición.

Por otro lado, y aunque prefería no manifestarlo, estaba aterrorizado por lo que podría sufrir en manos de los descontrolados reclusos. Pensaba en lo que le sucedería, cuando la administración del penal le retirara las atenciones y seguridad interna que gozaba, una vez que el gobierno guatemalteco sintiera que su asunto perdía importancia. No dudaba de que en ese instante, sería dejado a su triste suerte.

En realidad, no tenía otra alternativa mejor que volver a su país, donde tendría mayores posibilidades de comprar protección carcelaria y justicia en los tribunales. Aunque era la víspera, esa noche sentía que aún contaba con tiempo suficiente, antes de hacer frente a los jueces en el décimo tercer piso del Tribunal. Pero debía pensar fríamente en lo que tendría que hacer y decir cuando estuviera ante ellos y la prensa internacional.

Con los ojos mirando a la oscuridad, tomó diversas decisiones. Primero pensó en dejar una buena impresión y en causar un impacto a la audiencia. Después de eso, lo más importante era disimular el miedo que le corroía las entrañas. También era necesario conducirse como en sus mejores épocas y adoptar poses y gestos teatrales que hicieran pensar que su caso estaba sujeto a negociaciones con los poderosos de España.

Como estrategia conductora, entraría al recinto, con una actitud suficiente y soberbia y con ánimo retador con respecto a Mikel, su sucesor. Una vez le concedieran la palabra, hablaría de su gobierno mediocre, desconociendo y minimizando las acusaciones de la Xunta.

Pensó y saboreó la actitud retadora que había ensayado ante el espejo. “Yo llegué a lo más alto de Galicia, y por ello, tengo la obligación de tener entereza y de manifestarme como un grande que soy; porque a mí, no me han demostrado nada todavía”—repitió para sus adentros, dándose confianza—. “Los que pagarán son otros, no yo”.

Antes de dormirse, recordó las primicias que daría a conocer sobre la honorabilidad de Mikel. Había decidido soltar información secreta que los gallegos no conocían de su prepotente y orgulloso gobernante. “Siempre se ha sabido que la mejor defensa es el ataque”—masculló con rencor mientras se acomodaba en el camastro.

Al mediodía siguiente, fotógrafos y reporteros vieron descender del vehículo policial a un rozagante y divertido prisionero, que con paso seguro se dirigía entre ellos a enfrentar su destino.

Una hora más tarde, desde una silla frente a los magistrados guatemaltecos, con voz de tiple declaró: “Soy inocente de las ridículas acusaciones que me hace un gobierno fallido. Señoría, me allano a la extradición. Quiero regresar a España. En mi país demostraré mi inocencia”. Antes de salir del Tribunal, dio un apretón de manos a los jueces y se marchó custodiado por sus guardianes.

Continuará…

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