La primera presentación ante el juez en Madrid le había servido para hacer valer su astuta estrategia frente al poder del estado español. Sus antecedentes universitarios y el análisis exhaustivo de los pormenores de su caso, realizado a conciencia durante la estancia en Guatemala, le hicieron verse ese día como un conocedor de los temas de la ley. Un individuo que sabía defenderse solo y a quien sería muy difícil aplicarle una sentencia larga.

Tal fue su éxito ante quienes lo escucharon, que casi todos los periodistas que cubrieron la audiencia en el juzgado, informaron que Alex y el togado habían hecho trastabillar a los tres fiscales encargados de la causa. Así se confirmó al día siguiente, cuando los medios de comunicación destinaron cientos de páginas y horas de transmisión para criticar al sistema de justicia de la nación.

A todos parecía que él disfrutaba miel sobre hojuelas. Pero, en realidad, era una triste farsa, una escena engañosa, como lo había sido la actitud asumida en el país centroamericano. En el fondo, reconocía que estaba en medio del desierto, desamparado y luchando desesperadamente por algunos años de libertad y por su vida misma.

Sabía bien que la expresión de su rostro sería distinta, si en verdad hubiera conseguido el respaldo de los grandes jefes de la política española, que aunque lo negaran, siempre actuaban como una gran mafia. En su calidad de prisionero, el político gallego tenía bien claro que los grandes señores lo habían dejado solo y que además tenían la conjura de encerrarlo el mayor tiempo posible. Así convenía al sistema y a ellos.

Las negociaciones que él tuvo que forzar desde la cárcel, no pasaban más allá de la salvaguarda y protección de sus hijos. Los enviados de La Moncloa le habían asegurado que las investigaciones llegaban a su madre, a sus hermanos, a su esposa y a todos los amigos y colaboradores que estaban implicados en la oscura trama financiera del tesoro gallego.

Para empeorar las cosas, los abogados le acababan de decir que su odiado enemigo Mikel pretendía ser testigo y declarar en su contra. Durante una entrevista televisada, el presidente de la Xunta anunció que mostraría vídeos y grabaciones donde se comprobaban los delitos de asociación delictuosa, fraude y peculado en que había incurrido su antecesor.

Lo único que lo alentaba y que daba otro cariz a su asunto, era el rumor de que una vez sentenciado, sería enviado a una cárcel especial para presos que presentaran deficiencias o trastornos mentales, lo que quizá en un futuro podría dar un giro a su situación personal. Fuera de eso, Alex no percibía visos de ayuda de ninguno de aquellos políticos que en el pasado recibieron de él sumas mayores o menores para sus campañas electorales. Se felicitó por las lecturas que estaba haciendo sobre asuntos psicológicos.

Mientras esperaba la fecha de la próxima audiencia en el juzgado, tendría que seguir aguantando la terrible estadía en Navalcarnero, drogándose las veinticuatro horas para poder esperar el sol del nuevo día. Para su fortuna, el médico de la prisión era un profesional sin escrúpulos y con amplia disposición para brindar los socorridos escapes ansiolíticos a todo aquel que lo solicitara.

Desde el camastro de su celda, sonreía por el hecho de que en el exterior de la prisión se percibiera la existencia de una negociación que le facilitaría la salida jurídica y la libertad. Le divertía su juego despreocupado y a veces retador; un insano recreo que servía para convencer a la opinión pública de esa posibilidad. Lo seguiría haciendo, porque en resumidas cuentas, era la única manera de vengarse de la actitud pusilánime y patriotera que percibió en el mensaje de deslinde que le había hecho llegar el presidente español en Guatemala.

“Siempre ha sido un imbécil, que no sé cómo llegó hasta ahí. ¿O acaso sería por eso? Ese hombre pertenece a la clase de gilipollas que los dueños del dinero quieren para que ocupe esa silla. Y mientras, yo, aquí, pudriéndome en vida ¡Maldito sea ese traidor. Que se lo carguen todos los infiernos!”, masculló con furia y con la boca amarga.

La aciaga noche le recordó a su aún esposa Gabriela. Le habían informado que gozaba de vacaciones de verano en Inglaterra junto a su familia, dilapidando cientos de miles de libras y gozando de su conveniente soltería, de la mano de un joven deportista. “Que esa desgraciada tiene a otro, no me extraña en absoluto. ¡Pero algún día la alcanzará mi venganza, así sea lo último que haga en esta vida!”.

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