Apenas había cumplido una semana en el temible centro penitenciario de Navalcarnero, conocido en la jerga legal y en el bajo mundo como Madrid IV. Ese corto tiempo fue suficiente para que Alex se sintiera como el más miserable de los prisioneros de España. Unos cuantos días de encierro en su país de origen, le llevaron a descubrir el cruel destino que le tenía deparado alguna de las maquiavélicas mentes de La Moncloa.

Comprobó que no eran los únicos, los escenarios imaginados durante la huida. Todo parecía indicar que sobre su vulnerable existencia, habían colocado una filosa guadaña que podría caer y degollarlo.

Con esa preocupación en la cabeza, pudo constatar la espantosa fama de esa cárcel. En los patios se enteró de las constantes muertes de reclusos, originadas por todas las causas posibles. Se dio cuenta de que los días en Guatemala habían sido unas apacibles vacaciones, en comparación con lo que podría sucederle allí. Los fallecimientos de que le hablaban, ocurrían por igual a hombres enfermos o sanos, viejos o jóvenes, en el patio o en la mazmorra.

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Había trabado amistad con “Alfon, el dinamitero”, su compañero de celda, quien desde su aprehensión, astutamente se declaró prisionero político. Podía decirse que su nuevo camarada constituía un raro caso de éxito carcelario y de manejo mediático en su propio beneficio. De esa atípica situación, decidió tomar ejemplo el exgobernante gallego. Copiar su estrategia fue lo primero; lo segundo, sería la decisión de comercializar su imagen, aprovechando que en esos meses de persecución logró posicionarse en el imaginario español.

Además de las marchas en Santiago y en Madrid, que había acordado con El Chulo, giraría indicaciones para que su rostro barbudo fuera serigrafiado en camisetas y gorras, mientras su nombre se rotulaba en pancartas, chapas, llaveros y pegatinas. Cuevas de Almanzora contaba con los recursos necesarios para financiar esa campaña redentora en toda la península. También había decidido pintar con grafitis las paredes de las calles y lugares públicos. Estaba convencido de que en poco tiempo se convertiría en un símbolo político y libertario, al estilo del famoso Che Guevara o del africano Mandela.

Pero en el penal las cosas se complicaban. El lugar estaba infestado por toda clase de plagas: ratas, chinches y cucarachas deambulaban día y noche por las celdas, llenándolas de escoria y enfermedad. Por otro lado, los atribulados presos eran apaleados al menor motivo. La tortura, el aislamiento y el terror eran formas para matar lentamente.

El ibuprofeno y la metadona eran suministrados a los reclusos como si fueran aspirinas, dotando a cada uno hasta de diez pastillas diarias. De esa manera provocaban la automedicación y el letargo en ellos. La comida que recibían era una exigua porción de sopa apestosa con algunos pedazos de carne dura; las raciones no satisfacían los porcentajes mínimos de proteínas y calorías. En general, la cárcel parecía más un centro de exterminio o una fábrica de cadáveres.

Desde luego que existían alternativas para cumplir con las políticas estatales de reinserción social. Los reclusos podían trabajar dentro de las instalaciones y talleres, recibiendo a cambio las raquíticas remuneraciones que solían pagar empresas como El Corte Inglés o Seat.

Eran frecuentes los ataques de ansiedad y pánico entre la población disminuida por las incesantes vejaciones. Con objeto de desestabilizar a los presos, la dirección era proclive a la intervención en las comunicaciones y al cambio de módulo cada tres meses. Ser reo allí, era una verdadera penitencia en vida.

Un domingo por la noche, el gallego escuchó estremecido la voz desafiante de uno de los cabecillas de la prisión: “Me cago en toda vuestra gente viva y vuestra gente muerta. Mierdas asesinos. Vamos a meter caña a la impunidad; vamos a ir a por vosotros”. Al día siguiente, el que había gritado tras las rejas, apareció muerto misteriosamente. Los enfermeros dijeron que a causa de un ataque al corazón.

Pero Alex trataba de sobreponerse a ese ambiente a toda costa. Estaba esperanzado en que le cumplirían los acuerdos que tuvo con el gobierno español a cambio de silencio. Le daba confianza el hecho de que le hubiesen facilitado un móvil para comunicarse con su gente. Por ese medio le llegaron a avisar que el Tribunal Supremo le daría únicamente una sentencia de 15 años y que dejarían en paz a su esposa y demás familiares.

Para mostrar fuerza en Galicia, El Chulo era el encargado de enviar mensajes a los traidores, enemigos políticos y delatores. Había acordado con la mafia, la desaparición de todos aquellos que no se ajustaran a sus instrucciones. Cuando se corrió el rumor, huyeron hacia otros países algunos de los excolaboradores, temerosos de ser ajusticiados por soltar la lengua. Alex había amenazado al nuevo presidente de la Xunta, publicando dos videos de sus andanzas y negocios con bandas delincuenciales.

Por el momento, guardaría el rencor y los deseos de venganza contra Gabriela y su voraz familia, quienes en medio del revuelo se habían apoderado indebidamente de cuantiosos capitales, falsificando las firmas del ex gobernante gallego en desgracia.

Decidió que una vez que su imagen rebelde y su lucha por la libertad se acrecentaran en los medios, buscaría al mejor despacho europeo para proclamar y defender su inocencia, apelando al Tribunal Europeo de Derechos humanos.

Desde su dura adolescencia, Alex forjó para sí una vestidura de frío metal que lo protegía de todo tipo de adversidades. Y a pesar de las vicisitudes, aún tenía los arrestos y la tranquilidad para iniciar otros proyectos de vida. Los meses lejos de Galicia fomentaron en él la idea de realizar estudios humanísticos que le ayudaran a enfrentar esos complicados tiempos.

En paralelo constituirían una buena estrategia de distracción para protegerse de sus carceleros. Pidió a sus abogados le consiguieran libros de psicología, psicoanálisis y psiquiatría. Las lecturas le servirían para soportar el estrés y aguantar el encierro carcelario, aunque también le ayudarían a comprender los mecanismos de control y manipulación que rigen la convivencia social.

Continuará…

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