Prefería perder la cuenta de los años transcurridos en la prisión de Navalcarnero. Porque podrían haber sido casi quince años allí, oliendo y sintiendo a los roedores y cucarachas que lo acompañaban en la estrecha celda; alimañas que de manera impertinente y asquerosa se movían sobre su piel relajada por las noches.

Después de tanto tiempo encerrado, tuvo que acostumbrarse a beber agua del grifo o de donde se la llevaran los guardias. La pestilencia de la trena no dejaba surgir otro olor en el ambiente. Ni siquiera la amarillenta comida que le daban mostraba aroma de alimento. Lo más triste de esa época, fue que en esos años de encierro y miseria, sólo dos o tres veces al año, llegó a tener alguna visita, nunca de sus hijos, que eran los únicos que aún le importaban.

Había optado por desechar pensamientos inútiles, con la secreta obsesión de preservar en su mente, la furia y el odio contra sus enemigos políticos y contra los infieles y traidores excolaboradores que lo empujaron a la cárcel; el rencor contenido y creciente llenaba las horas muertas de su reclusión. Todos los días leía y releía a hurtadillas una hoja de papel que desdoblaba y volvía a doblar con meticuloso cuidado; en sus dos lados contenía listas de nombres, domicilios, teléfonos y otros datos que a fuerza de tiempo y uso se tornaban borrosos y sólo él entendía.

El castigo mayor sería para Mikel Truiteiro, el político gallego que lo sucedió en la Xunta de Galicia años antes. Y no por haberle ganado a Tristán, el turco. Su resentimiento principal era porque Truiteiro había declarado en su contra, llevando elementos probatorios que al final sirvieron para coadyuvar con el gobierno español y hundirlo en juicios adicionales.

Su intromisión provocó las cinco sentencias que le había endilgado el tribunal supremo. Por crímenes de lesa humanidad, cometidos junto a Jaguar; por delitos contra el patrimonio artístico nacional; por incumplimiento de la ley en el servicio público y ¡por lavado de dinero! que nunca le llegaron a comprobar. Entre todas ellas, sumaron una condena de veintitantos años.

Reconocía que para su desdicha, el gobierno español le había obsequiado una sentencia por delincuencia organizada, que provocó su mayor condena, por cinco años de cárcel. Por ella sola y sin tomar en cuenta los castigos impuestos en las otras sentencias, tenía que cumplir cuando menos quince años en prisión, gracias a la reducción de pena concedida por la ley.

¿Pero, por qué digo “gracias”?—se preguntó, ya molesto—. “Soy un gilipollas, por haber confiado en esa gente. Ese maldito caradura, aunque esté en las alturas de la política, también recibirá su castigo. Todavía recuerdo las remesas de dinero que tantas veces le mandé a su finca con Cuevas de Almanzora. Pero ya estoy por salir de aquí para darles su merecido a todos ellos”.

Tampoco se salvarían los que vivieron los tiempos iniciales junto al tío; los que disfrutaron aquellos años de juventud y enseñanza en las cortes generales. Sus antiguos amigos de formación política, que de manera ingrata y poco solidaria, lo dejaron olvidado en ese inmundo cuchitril, después de que llenaron las alforjas en el gobierno gallego.

Jose “el chulo”, Willy “el jeep” y Coquín “el canalla”, los tres que olvidaron aquellos tiempos en la oficina que medía cuatro por cuatro, cerca del caballito de Carlos V en Madrid. Los viejos tiempos en que Alex era quien revisaba los periódicos nacionales y hacía de mandadero; los días en que vestían trajes de tercera y comían gracias a la generosidad de “el Fallo gambas”. Después, Willy “el jeep” y Coquín “el canalla”, se volvieron millonarios haciendo labores de alta política, como solían decir y justificar a risotadas.

Se acordó de la ocasión cuando preguntó al tío, la razón del alias con que había bautizado al compañero todoterreno. “Mira gordo, le puse Jeep, porque es chiquito, pero fuerte; se mete donde sea, y aunque salga enlodado y raspado, el tipo es indestructible. Algún día lo vas a comprobar”. –Tenía razón el viejo, pero, bah, ni eso salvará al enano—pensó para sus adentros—.

Sus insomnes ojos aún refulgían en la oscuridad. Pensó en Alfón, su “hermano” de prisión, que conocía todo su pesar y desprecio al mundo. Había escuchado a Alex miles de días en los patios. En reciprocidad a esa inusual amistad entre barrotes, presos y celadores, “el dinamitero” le había enseñado los secretos en el manejo de explosivos. Con la infinita paciencia de un depredador cerebral y sin entrañas, el aguerrido preso político compartió con Alex toda su experiencia en la materia: las estrategias de la guerrilla, las combinaciones más destructivas de los químicos, la fabricación de artefactos detonadores y los efectos devastadores del TNT y los explosivos plásticos.

Como todas las noches, repasó los conocimientos que le dejaron los libros de psiquiatría sobre la personalidad psicótica y esquizofrénica. De tanto practicar gestos, risas, voces, actitudes y posiciones corporales, Alex estaba en condiciones de convertirse en un aceptable actor dramático en tramas de locura.

Sin poder dormir, el amanecer lo descubrió con los ojos abiertos. Sentía la normal excitación por la cercana salida a la ansiada libertad. Recordó la humana sensación de sentirse afortunado y de buen ánimo. Sus abogados le ayudaron a conservar en sus cuentas bancarias un gran porcentaje del dinero que las autoridades no pudieron localizar por ningún lado.

A sus sesenta años de edad, con un capital que le aseguraba un futuro tranquilo, podría recuperar el tiempo perdido. Visitar a los viejos amores e iniciar la búsqueda de sus hijos que ya serían adultos.

Cuando reparó en el destino de la que fue su esposa, pensó en que por fin, Gabriela conocería el placer de reencontrarse con su pasado y, más que otra cosa, el poder de la venganza.

Continuará…

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